Camí d'imperfecció.
Prácticamente todas las obras de arte son intrínsecamente defectuosas.
Gracias a Dios. Puesto que de lo contrarios serían no labores humanas sino
divinas.
Pero hay, con todo, una diferencia, entre la obra plástica o la escritura equivocadas y el defecto en su composición. Naturalmente tanto en un caso como en el otro se trata de diferentes grados pero no es lo mismo lo feo que lo imperfecto, ni tampoco es lo mismo, dentro y fuera del arte, lo deforme que lo falto de culminación.
No puede decirse que esa obra deja de ser bella porque se equivoca respecto a
una armónica regulación sino, sencillamente, que su trazo sigue un rumbo, acaso
incalificable o deficiente, se trate de la pintura, la narrativa, la música, el
filme. La circunstancia hará, al cabo, que la obra aparezca sellada por un
defecto (firmada o filmada como un garabato) o resulte en efecto contrahecha. En
realidad, la contravención ineficiente de algo en una novela, una música o una
obra plástica puede ser el motivo de que su atracción o su turbación aumente. Y
no poco porque la ausencia melancólica de lo perfecto constituya el compasivo
factor de su atracción. Sino porque nada es más fuerte que la ausencia para
crear presencias, la falta para otorgar realidad, ni nada es más seductor que la
imposibilidad de poseerlo por completo todo.
Lo que no está en una obra y sólo se revela mediante el defecto no perjudica
necesariamente el efecto sino que tendería si la obra es todavía buena a
acrecentar su aura y su evocación. Toda obra, en suma, que no deje a la
invención del receptor la holgura de su oferta será una obra que empache por su
exceso. Los cuadros de Palazuelo son perfectos. No hay nada que decir. Pero los
de Gordillo, Barceló, Bacon o Ràfols Casamada son interminables por su defecto
de concreción.
Igualmente las escrituras de Kafka son imperfectas en su vana intención pero
resultan incomparablemente más evocadora que la de un perfecto Thomas Mann. Más
cercanamente, la escritura de Antonio Muñoz Molina será impecable pero es más
sugestiva la relativa imperfección de Manolo Longares que hace por hacerlo bien.
Ninguno de los dos puede ser del gusto del mismo lector pero su diferencia
radica en que mientras el pulimento de Muñoz Molina se saborea como un polo, la
prosa de Longares se saborea a fondo, como un filete del menú.
Ser perfecto, alcanzar la perfección, es la senda a cuyos lados cunde el
negocio de los tenderetes religiosos, pero ser adorablemente imperfecto como
Julia Roberts es un prodigio que no se puede aprender. Las escuelas tratan de
escolarizarnos, hacernos escolares. O lo que es lo mismo, procurarnos un puesto
seguro en la grada numerada del estadio académica, pero nada más allá.
Como en las advertencias o en las admoniciones eficientes, el maestro no debe
decirlo ni anotarlo todo. Esto ahoga al interlocutor o crea un rechazo en quien
se ve investigado. Tanto el castigo como la censura, la exposición como la
composición deben poseer una holgura. Un defecto que no es otra cosa que su
ángel. Y el ángel no está ni se describe, ni se dicta ni se copia. Sólo se
presiente, se padece o se adivina.
La idea de completar todos los ángulos de un proyecto ahoga las soluciones
más agudas. Esto lo saben bien los grandes arquitectos, los buenos pintores y
los escritores con impulso. El cuadro no debe acabar con la mirada del receptor
sino promover su opción sobre lo que no pudo haberse pintado. O no está filmado
o no está escrito o referenciado.
La facultad de la deficiencia no faculta directamente al genio. Pero lo
contrario es verdad: sin una determinada deficiencia es imposible crear. Oscar
Wilde decía: “Cultiva tus defectos; será aquello que más envidien tus enemigos”.
La deficiencia es potencial de ida y el defecto es la primera fuente de la
originalidad.
Puede ser que la deficiencia anule o mate, pero ¿qué decir de la soga que
rodea el cuello del santo como consecuencia de haber seguido el inmortal camino
de la perfección?
Vicente Verdú, La elocuencia del defecto, El País, 24/11/2012
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