Els drets són un problema d'ordre públic.
La privatización de la justicia pone en escena la inexistencia del contrato
social. No bastaba con los despachos de abogados para millonarios. Con la
aparición de las tasas, desaparecen los últimos restos de pudor. Justicia para
ricos, sanidad para ricos, educación para ricos, no hay espacios públicos
capaces de equilibrar la muralla del dinero en la convivencia. El dinero, que es
siempre una frontera más o menos flexible, se convierte ahora en un muro. El
nuevo muro de Berlín.
La privatización de la justicia es inseparable de la privatización del mal.
El mal en el cuerpo y el mal en el carácter. La exaltación del cuerpo, la
invitación a un presente perpetuo, las cremas de belleza, las obras en los
labios y en la nariz, nos han dejado sin historia. No importa oler o saborear
mejor. El reto es ser vistos como un presente perpetuo, como gente sin historia.
Eso afecta al cuerpo y al pensamiento social.
En una sociedad sin historia, las enfermedades pasan a ser un asunto privado.
Que cada cual se pague su factura médica, ya que la mercantilización de los
cuerpos convierte la estética y la salud en un negocio. La ciencia y la
sabiduría forman parte también de ese negocio. Planes de estudio al servicio de
los mercados. Médicos al servicio de los mercados. Ya no es pertinente un
compromiso público con los cuerpos. Que cada uno se pague su tensión, su
quimioterapia, su culpa. ¿No habrá una culpa bajo cada enfermedad?
Porque el mal es privado, consecuencia de un fracaso personal o de una
disposición innata. El robo, el crimen, la violencia, el maltrato, la maldad,
son pecados originales, nacen en el cuerpo y en el alma de cada uno. No existen
pecados públicos. Las leyes no tienen ninguna responsabilidad. Los poderes
económicos son inocentes. Las decisiones políticas no afectan a la pobreza, a la
angustia, a la desesperación de los ciudadanos. Hay que vivir dentro de un
orden, y el orden no tiene tampoco historia, es una fatalidad, el único
organismo que no debe ser considerado responsable de sus enfermedades.
La privatización del mal no medita sobre la injusticia, se contenta con crear
criminales. La fotografía del criminal es el principio y el fin de su catecismo.
Los antecedentes policiales son antecedentes médicos, el protocolo vital de
gente nacida para el delito. No conviene contemplar la reinserción, porque el
que nació de mala arcilla no tiene arreglo. No conviene meditar sobre las
situaciones sociales, porque la pobreza es una responsabilidad personal que
invita a dos actitudes: mano dura contra los malos pobres y caridad cristiana
para los pobres buenos.
La mejor alternativa es la creación de un estado policial. Tasas altas para
evitar la molestia burocrática de las quejas y fuerzas antidisturbios entrenadas
en la violencia. La extrema derecha puede jugar un papel en el sistema si la
sacamos de los campos del fútbol y de las celebraciones nostálgicas y le
buscamos un hueco en la policía. Botes de humo, balas de goma, escudos y porras
contra el cuerpo de los manifestantes. ¿De quién es el cuerpo de un
manifestante? Las llagas son privadas, su orden es público. Los derechos no son
un debate político, sino un problema de orden público. Ordeno y mando.
El suicidio como alternativa vital privatiza la muerte. Los mártires entregan
su muerte a un paraíso, a una revolución, a un sueño. Por mucho que nos
conmocione su drama, el suicida hipotecario entrega su muerte a una casa vacía.
Canceladas las ilusiones públicas, la soga del ahorcado privatiza su dolor, su
mal, y paga el último plazo de su deuda con la vida. Quien se pasó la vida
buscando un domicilio privado digno para participar en la vida pública, se
encuentra ahora con una vida pública indigna o cancelada que convierte en basura
su domicilio privado.
La negación de la historia no nos regala el presente, sino la soledad. Esto
es la soledad, el desamparo, la convivencia nocturna con un cáncer, la mano que
coloca una orden de desahucio en el bolsillo de un ahorcado.
Luis García Montero, La privatización del mal, Público, 29/11/2012
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