L'intel.lectualisme moral socràtic.
Uno de los principios fundamentales
de Sócrates
era, en mi opinión, el intelectualismo moral. Con esta expresión nos
referimos: (a) a la identificación de la bondad con la sabiduría; es decir, a
su teoría de que nadie actúa contra lo que le dice su conocimiento y que es la
falta de conocimiento la causa de todos los errores morales, y (b)) a la teoría de que las virtudes morales pueden ser enseñadas, y que ellas no
presuponen ninguna facultad moral específica, aparte de la inteligencia humana
universal. (págs. 131)
No es improbable que haya
exigido (al igual que Platón) que el
gobierno estuviese en manos de los mejores, lo cual debió significar, en su
opinión, los más sabios, o sea, aquellos que tenían alguna noción de la
justicia. Pero no debemos olvidar que por justicia, Sócrates entendía la
justicia igualitaria (como lo demuestran los pasajes del Gorgias citados en el capítulo anterior) y que no sólo era
igualitarista sino también individualista, quizá, incluso, el apóstol más
grande de la ética individualista de todos los tiempos. Y debemos comprender
asimismo, que si bien exigió que gobernasen los más aptos, dejó bien sentado
que no se refería con ello a los individuos instruidos; en realidad, abrigaba
un profundo recelo hacia todo tipo de instrucción profesional, ya se tratase de
los filósofos del pasado o de los presuntos sabios de su generación, los
sofistas. La sabiduría a que aludía Sócrates
era de naturaleza muy diversa y consistía, simplemente, en la comprensión de lo
poco que sabe cada uno. Quienes no saben esto (enseñaba Sócrates) no saben nada en absoluto. (He aquí el verdadero espíritu
científico). Hay quienes todavía creen, como creyó el propio Platón cuando se proclamó a sí mismo
sabio pitagórico que la actitud agnóstica de Sócrates debe atribuirse a la falta de éxito de la ciencia de su
época. Pero esto sólo demuestra que quienes piensan así no han comprendido su
espíritu y que todavía se hallan poseídos por la actitud mágica presocrática
hacia la ciencia y hacia el hombre de ciencia, a quien consideran una especie
de exorcista aureolado con la gloria de los sabios, los eruditos, los
iniciados. Así, lo juzgan por el monto de conocimientos que posee, en lugar de
tomar -siguiendo las huellas de Sócrates-
su conciencia de lo que ignora como medida de su nivel científico y también de
su honestidad intelectual. (págs. 131-132)
Es de suma importancia
observar que este intelectualismo socrático es decididamente igualitario. Sócrates se hallaba firmemente
persuadido de que todos pueden aprender. En el Menón, lo vemos enseñar a un joven es clavo una versión de lo que
conocemos ahora con el nombre de teorema de Pitágoras, en un intento de
demostrar que cualquier esclavo falto de toda educación posee, sin embargo, una
capacidad intrínseca para captar incluso los asuntos más abstractos. Su intelectualismo
es, asimismo, antiautoritarista. Según Sócrates,
una técnica -la retórica por ejemplo- quizá pueda ser enseñada dogmáticamente por
un experto, pero el conocimiento real, la sabiduría y también la virtud, sólo
pueden ser enseñados mediante un método que saque a la luz lo que los
discípulos ya llevan dentro de sí. De este modo, puede enseñárseles a aquellos
ansiosos por aprender, a liberarse de sus prejuicios y a dominar el ejercicio
de la autocrítica, en la convicción de que no es nada fácil alcanzar la verdad.
Pero también puede enseñárseles a tomar decisiones y a confiar, con sentido
crítico, en sus propios juicios y conocimientos. Si se tiene en cuenta el
carácter de esta enseñanza, se torna evidente lo mucho que difiere la exigencia
socrática (si es que realmente la formuló alguna vez) de que gobiernen los
mejores, vale decir, los intelectualmente honestos, de la exigencia autoritarista
de que gobiernen los más instruidos, y también de la aristocrática de que el
gobierno quede en manos de los mejores, esto es, los más nobles. (La creencia
de Sócrates de que hasta la valentía
es sabiduría, puede tomarse, a mi juicio, como una crítica directa de la doctrina
aristocrática de! héroe noble por nacimiento.) (pág. 132)
Pero este intelectualismo
moral de Sócrates es una espada de
doble filo. En efecto, presenta ya junto con su aspecto igualitario y
democrático, que fue más tarde desarrollado por Antístenes, otro aspecto capaz de dar lugar a tendencias
fuertemente antidemocráticas. Su insistencia en la necesidad de educarse y
cultivarse podría interpretarse fácilmente como una exigencia autoritarista.
Esto se halla vinculado con un problema que parece haber desconcertado
considerablemente a Sócrates, a
saber, el de que aquellos que no poseen la suficiente educación y no son, por
lo tanto, lo bastante sabios para conocer sus propias deficiencias, son
precisamente los que más necesitan de la educación. La disposición para aprender
demuestra, en sí misma, la posesión de sabiduría, la única sabiduría en
realidad que Sócrates reclamaba para sí; en efecto, aquel que se halla
dispuesto a aprender sabe ya lo poco que sabe. Aquel individuo que carece de
educación parece hallarse necesitado, de este modo, de una autoridad que le
abra los ojos, puesto que no cabe esperar que revele, por sí mismo, sentido de
la autocritica, Sin embargo, este pequeño elemento de autoritarismo fue
maravillosamente contrarrestado, en las enseñanzas socráticas, mediante la
insistencia en que la autoridad no debe reclamar para sí más que eso. El
verdadero maestro sólo puede probar su carácter de tal, demostrando esa
autocrítica que le falta al que no lo es. «Cualquiera sea la autoridad que yo
tenga, ésta descansa exclusivamente en mi conocimiento de lo poco que sé»: he
ahí la forma en que· Sócrates podría
haber justificado su misión de aguijonear y mantener a la gente libre del sueño
dogmático. A su juicio, esta misión, a más de educacional, también era política.
Sentía, en efecto, que la forma de perfeccionar la vida política de la ciudad
era educar a los ciudadanos en el ejercicio de la autocrítica. En este sentido,
reclamó para sí el mérito de ser el «único político de su época»; a diferencia
de aquellos otros que lisonjeaban a la gente en lugar de estimular sus
verdaderos intereses. (págs. 132-133)
Nada más fácil, claro está,
que deformar esta identificación socrática de las actividades educacional y
política, confundiéndola con la platónica y aristotélica de que el Estado
vigile la vida moral de sus ciudadanos. Y nada más fácil, tampoco, que servirse
de este malentendido para probar peligrosamente que todo control democrático se
halla viciado. En efecto, ¿cómo podrían ser juzgados aquellos cuya tarea
consiste en educar, por jueces desprovistos de educación? ¿Cómo podrían los
mejores hallarse sujetos al control de los menos buenos? Pero este argumento
nada tiene que ver, por su puesto, con Sócrates.
Se supone aquí una autoridad de los más sabios e instruidos que va mucho más
allá de la modesta idea socrática de que la autoridad de! maestro se funda,
únicamente, en la conciencia de sus propias limitaciones. La autoridad estatal
en estos asuntos es propensa a alcanzar, en realidad, e! extremo precisamente
opuesto al del objetivo socrático. Así, es probable que provoque la
autosatisfacción dogmática y una complacencia intelectual indiscriminada, en
lugar de la deseable insatisfacción crítica y la ansiedad de perfeccionamiento. (pág. 133)
No deben invocarse a la
ligera los intereses del Estado para defender medidas que pueden poner en
peligro la más preciosa de todas las formas de libertad: la libertad
intelectual. Y aunque no nos declaremos partidarios del laissez faire con respecto a los maestros y preceptores, creemos
que esta política es infinitamente superior a la política autoritarista que
confiere plenas facultades a los funcionarios del Estado para modelar las
mentes de los discípulos y controlar la enseñanza de la ciencia, respaldando,
de este modo, la dudosa autoridad de los expertos con la del Estado, lo cual no
puede sino llevar la ciencia a la ruina, por el hábito de enseñarla a la manera
de una doctrina autoritarista, y destruir el espíritu científico de la
investigación, ese espíritu de la búsqueda de la verdad, que tanto se
diferencia de la creencia en su posesión. (pág. 134)
Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Primera Parte, Ediciones Orbis, Barna 1985.
Karl R. Popper, La sociedad abierta y sus enemigos, Primera Parte, Ediciones Orbis, Barna 1985.
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