Paisatge polític després del 25N.
Aunque su descalabro es muy grave, la primera víctima de las elecciones
catalanas no ha sido el presidente Artur Mas sino la idea, extendida en los
últimos tiempos, de que la tierra —en particular la de Catalunya— era plana.
“¡Segundos, fuera!”, decidieron los partidos dominantes, que llegaron a pedir
votos prestados. “¡Se ha acabado la ambigüedad!”, clamaron los intelectuales
orgánicos para dibujarnos el plano a cartabón de una política bipolar sin medias
tintas. Y resulta, que al final, más que un western a dirimir entre
héroe y villano, hemos vivido uno de esos thrillers sorpresivos en los
que resulta imprescindible esperar hasta el final para que todas las piezas
encajen. La sociedad catalana ha demostrado más aristas que la cuadratura de esa
guerra fría ibérica que se nos quiso vender. Aristas que han quedado demostradas
en las urnas y, todavía mejor, formarán parte de un Parlamento con siete fuerzas
representadas y un abanico de posibilidades impensable un minuto antes de las
elecciones.
La historia de este proceso no deja de ser, por decirlo suavemente, irónica.
Un presidente que goza de gran mayoría parlamentaria y, en consecuencia, de una
gobernabilidad fuerte —no hay combinación probable mediante la que los demás
partidos puedan moverle el sillón—, adelanta las elecciones con el objetivo de
amortizar el desgaste de sus políticas de derecha, ganar dos años de legislatura
y ampliar todavía más ese poder bajo el estandarte de la soberanía, algo que no
figuraba en su programa. La sobredosis de mesianismo parecía bastarse para que
crisis, desempleo, corrupción, endeudamiento y fractura social quedaran en
segundo plano.
Una manifestación multitudinaria auguraba el cambio de época. Las encuestas
avalaban la operación, y la prensa en pleno —desde la muy amiga hasta la muy
enemiga— daba por hecho el éxito arrollador de la aventura. Todo fluía hasta
que, de repente, con todo eso que parecía indiscutible, el president y
su coalición se desplomaron estrepitosamente. Un batacazo que supone la pérdida
de 12 escaños y 200.000 votos, a la vez que compromete la viabilidad de su
futuro político.
Mas creyó en el plan rectilíneo que le trazaron sus acólitos. Y así, como el
personaje de Clint Eastwood en su recién estrenada película —Trouble with
the curve, su título original (Golpe de efecto, en la
traducción)—, perdió de vista el repertorio sinuoso de la pluralidad, tan
presente en ese pueblo cuya voluntad se sintió llamado a encarnar, pero que sus
asesores estaban obligados a desentrañarle.
El presidente llegó, incluso, a subestimar el hecho de que CiU, su propia
formación, casi siempre ha sido una fuerza política oscilante. Más que a la
verticalidad, sus victorias suelen deberse a la ubicuidad. Un pie en la
socialdemocracia y otro en el socialcristianismo. Una vela encendida al Estado
de bienestar y otra al liberalismo. Tener voz en Europa y hacerse escuchar en
Madrid. Representación de las esencias catalanas de “toda la vida” y al mismo
tiempo premio al self-made-man producto de la feina ben
feta... Sobre estas bases sentó Pujol el pujolismo. ¿Las ha superado el tan
aclamado pospujolismo? ¿No será que, sobre este fracaso, flota el fantasma del
regreso de aquel mundo anterior en el que mandaba la esencia y no la presencia,
la herencia y no el mérito?
El caso es que CiU se manejaba con más soltura en la diversificación del
repertorio que en el recurso extremo. Para ganar, volvamos a Eastwood y al
béisbol, siempre le había ido mejor apelando a la bola con efecto que a la bola
extra. Abandonar todo eso y estrellarse fue lo mismo. Llamarle “aventura” al
proceso soberanista y perder votantes conservadores, ídem. Para colmo, el
presidente de la Generalitat lanzó un proceso en el que no solo se ha
perjudicado a sí mismo, sino que ha acabado mejorando a sus rivales.
Solo hay una excepción a este desatino: los socialistas, que a la figura del
político aferrado al poder han añadido la figura del político aferrado a la
oposición. El PSC continúa precipitándose hacia un agujero negro desde un viaje
en el que perder votos, ahora mismo, es un desastre menor comparado con la
pérdida de imaginario y de un terreno político propio. Si lo suyo es España, el
PP representa esa opción con mayor rotundidad y con el soporte de su Gobierno en
Madrid, mientras que Ciutadans lo hace con más frescura y los resultados le
perfilan una línea ascendente. Y si lo suyo es la izquierda, por ese flanco,
precisamente, le van adelantando, tanto los poscomunistas de ICV como Esquerra
Republicana. Por no mencionar la renovación radical que ofrece la Candidatura de
Unidad Popular (CUP), una organización que se estrena con tres escaños y dejará
oír la voz de los indignados, con todo desparpajo, en el nuevo Parlamento.
Mientras Artur Mas se concentraba en “hacer geografía”, aplicado al trazado
de las fronteras y posibilidades del nuevo Estado, se nos decía que además
estaba “haciendo historia”. Ahora tendrá que postergar esas escalas mayores en
aras de la matemática; o del sudoku, como definen algunos analistas su tarea
inmediata de armar un Gobierno estable que pueda lidiar con la crisis.
El declive de CiU y PSC demuestra algo más. Y es que el gran perdedor de
estas elecciones ha sido el establishment político catalán. Un sistema en el que
el pacto político parece ir por un lado y el contrato social, por otro. A la luz
de los hechos, ya ni siquiera es imposible predecir que lo ocurrido a los
socialistas termine por traspasarse a los nacionalistas. Y no porque sus
discursos y aspiraciones hayan desaparecido de la sociedad; es que la renovación
de esos discursos y esas aspiraciones está siendo acometida por otras
fuerzas.
Otro varapalo es el que se han llevado los medios de comunicación. Estos, en
su mayoría, prefirieron protagonizar la batalla política antes que descifrarla,
optaron por el aplauso o la demolición antes que por la crítica, se entregaron a
sus intereses —y a la práctica del wishful thinking— antes que a la
problematización de los mismos.
Palmeros y enemigos dieron por buena la destrucción de la curva, así como los
conversos dieron por buena su deconstrucción. Y en esas estaban cuando, de
sopetón, la política les sorprendió mientras se dedicaban a jugar a la
política.
Estas elecciones han tirado por la borda, además, los complejos que quedaban
en la política catalana. ¿Referéndum? ¿España? ¿Independencia? ¿Por qué no?
Todas las posibilidades están abiertas y todas las opciones son legítimas. Pero
tendrán que ser laicas (no mesiánicas), electivas y poner, de antemano, la
verdad de los programas sobre la mesa (si es sobre el papel, mejor, todo sea
dicho). Se ha acabado el tiempo de cuidar las palabras “para no debilitar” al
proyecto político; de avanzar a hurtadillas “para no perjudicar la estrategia”,
de estipular gradaciones de catalanes, españoles o cualquier híbrido que elija
pertenecer a esta ciudadanía. Y ese contrato social, a priori, incumbe a la
política social y a la lingüística, a la económica y a la sanitaria, a la sexual
y a la territorial, a la familiar y a la cultural.
Vistos los resultados, llegan los primeros terrores. Así que no faltan voces
lamentando la dificultad de salir adelante con tanta complejidad en la
representación parlamentaria. Debido a ella, nos dicen, ha perdido la
“gobernabilidad”. Será precisamente por eso que ha ganado la
democracia.
Iván de la Nuez, Problemas con la curva, El País, 30/11/2012
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