La independència, principal problema dels catalans?
Escribo este artículo a más de un mes vista de las elecciones catalanas. Para cuando se celebren habrán pasado muchas cosas, entre ellas, quizá, que la marea independentista habrá empezado a bajar. Sea como sea, una cosa parece segura: estas son las elecciones más importantes de la democracia, y no solo en Cataluña; también son las elecciones más nítidas, porque lo que los catalanes decidimos en ellas es muy sencillo: si el principal problema de Cataluña es la independencia, que va a solucionar nuestros problemas, o si la independencia no es más que una cortina de humo que oculta nuestros problemas, que son descomunales. Nada alivia de momento la angustia como llegar a la conclusión ilusoria de que uno no es responsable de sus propias desdichas; eso es lo que decidimos los catalanes el 25 de noviembre: si afrontamos nuestros problemas o los eludimos atribuyéndoselos a España y siguiendo a un tecnócrata travestido de mesías, que ha encandilado a la peña con el paraíso prometido por la frase genial de Francesc Pujols: “Llegará un día en que los catalanes iremos por el mundo y lo tendremos todo pagado”. Lo que decidimos es lo mismo que, según Juan Rulfo, debían decidir los mexicanos: “O nos salvamos juntos o nos hundimos separados”. Y por eso estas elecciones no son vitales solo para Cataluña, sino también para España y hasta para Europa: es evidente que, en medio de la crisis más seria desde los años treinta, si Cataluña emprende el camino de la secesión, España podría desintegrarse y, si España se desintegra, Europa podría desintegrarse también. A esto, los nacionalistas lo llaman el discurso del miedo; pero hay que reivindicar el derecho a tener miedo: quien no tiene miedo no es valiente, sino temerario; el valiente es quien tiene miedo y se aguanta y sigue adelante y afronta sus desdichas y trata de ponerles remedio.
Así que los catalanes tenemos un problema con el nacionalismo catalán; lo peor es que también lo tenemos con el nacionalismo español. No estoy diciendo, por tanto, que no exista un contencioso real entre Cataluña y España: incluso, el PP catalán reconoce que la financiación de Cataluña debe cambiarse. Ni estoy diciendo que, si una mayoría de catalanes decide que quiere celebrar un referéndum sobre la independencia, no haya que encontrar la forma de que ese referéndum pueda celebrarse, reformando la Constitución con el fin de adaptar las leyes a la voluntad de la mayoría de los ciudadanos (pero hay que hacerlo, insisto, legalmente, porque en democracia la ley es la garantía de la libertad y la justicia, y por eso Artur Mas llevó el gran premio a la irresponsabilidad al afirmar que haría un referéndum “con la ley o sin la ley”); es más: si una mayoría suficiente de catalanes decidiera en referéndum que Cataluña fuera independiente, habría que defender la independencia de Cataluña (aunque al día siguiente cogiéramos un avión hacia Madagascar). Pero antes, los independentistas y soberanistas tienen que demostrar que son mayoría y que su mayoría es suficiente; y tienen que demostrarlo en las urnas: las manifestaciones, en democracia, no bastan. Y los que pensamos que la independencia no es el primer problema de Cataluña deberíamos decirlo en las urnas, votando a quienes no son ni independentistas ni soberanistas. Es verdad que quienes rechazamos por igual el nacionalismo español y el catalán no lo tenemos fácil, porque la izquierda catalana ha jugado durante más de 30 años en el campo del nacionalismo catalán, presa de la trampa que éste le tendió, según la cual quien no es nacionalista catalán es nacionalista español. Es triste que Iniciativa per Catalunya parezca atrapada sin remedio en esa dicotomía falaz; también, durante muchos años, lo ha parecido el PSC, o una parte sustancial del PSC, que ahora, dicen, empieza a librarse de ella. Ojalá sea verdad.
En resumen: en Cataluña, como en muchos lugares, hay ahora mismo razones para el cabreo, y hasta para sentirse humillado y desesperado. Los problemas son reales; lo que hay que encontrar es la buena solución. Por volver a los años treinta, también entonces los alemanes tenían razones reales para el cabreo, la humillación y la desesperanza. Ellos votaron en las urnas la solución equivocada; como todos, yo solo espero que nosotros acertemos.
Javier Cercas, La gran desilusión, El País semanal, 11/11/2012
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