Malala: el dret a l'educació amenaçat.
Cuando estuvieron en el poder en Afganistán, prohibieron la escolarización y
el trabajo de las mujeres y las confinaron a sus casas como si fueran muebles.
Derribado su régimen, se han dedicado a quemar escuelas de niñas y a amedrentar
a quienes han osado plantarles cara. Han matado a sangre fría a maestras,
funcionarias y policías. Esa crueldad no les ha impedido ganar adeptos al otro
lado de la frontera, en Pakistán, donde sus hermanos ideológicos también han
utilizado el asesinato y la intimidación para imponerse en aquellas zonas en las
que el Estado es más débil. Pero el
ataque de los talibanes contra Malala Yousafzai, la adolescente que defendía
en público el derecho de las niñas a ir a la escuela, ha
indignado incluso a muchos de los que miraban para otro lado.
“Que esto sea una lección”, declaró el portavoz de los talibanes paquistaníes
al responsabilizarse del atentado. Más tarde, cuando se supo que Malala podía
sobrevivir, dejaron claro que volverían a la carga. ¿A qué se debe tanta
inquina? ¿Qué hay detrás de la oposición talibán a la educación de las mujeres?
¿Tan peligroso les parece que se formen?
Si hay una imagen que refleje la esperanza de Afganistán, es la de las niñas
a la salida de clase. Con sus uniformes negros y sus pañuelos blancos sobre la
cabeza son la promesa de un futuro distinto para un país castigado por la
geografía, la guerra, vecinos sin escrúpulos y gobernantes corruptos. Para esta
corresponsal que lo visitó durante los oscuros años del régimen talibán, las
risas despreocupadas de esas crías mientras corretean alrededor de sus madres o
hermanos de vuelta a casa hacen olvidar el silencio sepulcral que entonces
oprimía a los afganos.
Con 30 millones de habitantes y 12 de ellos entre los 7 y los 12 años,
Afganistán tiene hoy una de las proporciones más altas del mundo de niños en
edad escolar. Aunque todavía cinco millones no están escolarizados, de los que
van a alguna de las 12.500 escuelas, un 37% son niñas. Hace 10 años apenas había
un millón de escolares, todos chicos, y 3.400 escuelas repartidas por todo el
país.
A pesar de ese considerable avance, siguen existiendo importantes
limitaciones para el acceso de las chicas a la educación. Desde el elevado coste
de la enseñanza (libros, uniformes, etcétera) hasta la falta de suficientes
maestras (apenas un 30% del cuerpo docente). Una vez cumplidos los 10 años,
muchas familias consideran inaceptable que las niñas tengan profesores hombres y
les parece más importante encontrarles un marido. Un 43% de las mujeres están
casadas antes de los 18 años, muchas aún niñas. Según el informe de este año del
programa Educación para Todos de la ONU, mientras que un niño afgano
permanece en la escuela 10,1 años, una niña solo está 6,1 años (la media global
es de 11,6 y 11,3). Además, los avances realizados durante la última década
penden de un hilo debido a la persistencia del conflicto civil. La insurgencia
talibán y el peso de la tradición impiden que las niñas vayan a clase en 200 de
los 412 distritos en que se divide el país.
Sardar Roshan, exministro de Educación afgano y actual director de un centro
de formación profesional privado en Kabul, lo atribuye a “una combinación de
ignorancia y prejuicios muy arraigados”. En una conversación telefónica
manifiesta que “el analfabetismo y el atraso hacen que se vea la escolarización
de las niñas como fruto de la influencia occidental”. De ahí, asegura, que
aunque solo los más extremistas se opongan a la educación femenina, el resto
tema defenderla abiertamente o criticar a quienes la sabotean quemando
colegios.
Para Zeenia Shaukat, una experta en desarrollo y activista de los derechos
humanos paquistaní, hay algo más: una sociedad patriarcal en la que “la mayoría
de los padres considera las funciones reproductivas y domésticas de las niñas
más importantes que formarlas intelectual y profesionalmente”. En ese contexto,
“cualquier intento de excluirlas del sistema educativo, por parte de los
talibanes o de otros grupos extremistas, encuentra menos resistencia”, explica
en un e-mail.
“La oposición de los talibanes [a la educación de las niñas] es parte de su
identidad, de su ideología nihilista”, defiende Isobel Coleman, investigadora
principal en el Council of Foreign Relations y autora de Paradise beneath
her feet (Randon House, 2010), sobre cómo las mujeres están transformando
Oriente Próximo. “Si nos atenemos a lo que decían cuando estaban en el poder en
Afganistán, no se oponen a que las niñas vayan a la escuela, pero quieren que lo
hagan según sus normas, con sus profesoras, su programa, etcétera, algo que
nunca pusieron en práctica”, añade por teléfono antes de apuntar a la enorme
hipocresía de que “muchos altos dirigentes talibanes enviaban a sus hijas a la
escuela fuera de Afganistán”.
Para Coleman, el ataque a Malala “es puro terrorismo, un intento de sembrar
el miedo entre la gente, de decirles que ni siquiera una niña de 15 años está
fuera de su alcance” (aunque hasta ahora se había dicho que tenía 14, cumplió 15
el pasado julio).
La joven estudiante, que
había recibido amenazas previas, sufrió de forma directa lo que significa
vivir bajo la férula talibán cuando en 2009 esa milicia se hizo con el control
del valle del Swat, en cuya capital, Mingora, vivía con su familia. Cerraron
todas las escuelas de niñas, incluida la suya, que dirigía su padre. Lo contó en un blog
y desde entonces no ha dejado de hacer campaña a favor del derecho a la
escolarización de las paquistaníes.
“Dispararon a Malala porque la educación de las niñas amenaza todo lo que
ellos defienden. El mayor riesgo para los extremistas violentos en Pakistán no
son los drones estadounidenses. Son las niñas con formación”, ha
escrito Nicholas D. Kristof en The New York Times.
No es solo una opinión. Hay datos que la sustentan. Según el Banco Mundial,
“educar a las niñas es una de las mejores formas no solo de avanzar en la
igualdad de género, sino de promover el crecimiento económico y elevar el
bienestar general”. El conocimiento tiene un efecto multiplicador porque las
mujeres tienden a invertir en sus comunidades. Así, por cada año más de
escolarización, aumenta su salario un 10%, se reduce la mortalidad infantil al
menos un 5% y también se extiende la permanencia de sus hijos en la escuela.
Pero las más educadas también tienden a casarse más tarde, tener menos hijos
y a adquirir independencia económica. Eventualmente, eso les lleva a querer
tomar las riendas de sus vidas y entonces ponen contra las cuerdas el sistema
patriarcal que los talibanes defienden a capa y espada. Los fanáticos, que según
Shaukat “ven a las mujeres independientes como una amenaza al dominio masculino
de la sociedad”, justifican su intransigencia al respecto en la sharía,
o ley islámica, dando así argumentos a quienes en Occidente consideran misógino
el islam.
“Es una interpretación misógina del islam, una interpretación muy
conservadora y literal que constriñe la función de la mujer en la sociedad”,
opina Coleman antes de precisar que “hay muchas interpretaciones y muchas
prácticas, y ninguna otra llega a tales extremos”.
“No tiene raíz religiosa, sino cultural”, apunta por su parte Roshan, el
exministro de Educación, quien no obstante defiende que la sociedad afgana en
general no se opone a la educación de las niñas y que el rechazo es algo
importado. “Antes de que nos sumiéramos en la guerra hace tres décadas, las
niñas iban a la escuela”, asegura, y pone como ejemplo la buena acogida del
centro de formación profesional que dirige y que tiene un alumnado mixto. “Son
ideas de fuera de nuestras fronteras, inspiradas en círculos muy conservadores
de Oriente Medio que las introdujeron en la época de los muyahidín”, explica en
referencia a quienes combatieron contra la ocupación soviética y evitando
mencionar a Arabia Saudí, que los financió.
El dinero saudí ha contribuido sin duda a extender la interpretación puritana
y patriarcal del islam beduino predominante en ese país. No obstante, como
apunta Coleman, “incluso, donde las mujeres tienen menos derechos legales que en
Afganistán y Pakistán, hace décadas que han accedido a la educación y en la
actualidad constituyen una mayoría significativa en las universidades”.
“La religión es solo una excusa. Ni el islam ni ninguna otra imponen límites
a la educación de las niñas. Muchas comunidades manipulan la religión en ese
sentido”, afirma Shaukat. Esta activista recuerda que “hay muchas zonas del
mundo en las que se limita la escolarización de las niñas debido a la pobreza,
los matrimonios tempranos o porque, de tener que elegir, los padres prefieren
educar a los hijos”.
“No conozco ningún otro caso, aparte de Afganistán y Pakistán, en el que se
niegue el derecho a la educación de las niñas”, refuta Coleman que visitó esos
países para escribir Paradise beneath her feet. “En otras partes del
mundo no es una prioridad, pero salvo algún grupo extremista como los Al Shabab
en Somalia y últimamente en Malí, no se trata de un rechazo institucionalizado”,
explica.
Lieke van de Wiel, consejero de educación de Unicef para Asia del Sur,
confirma en un e-mail que “tanto en Afganistán como en Pakistán, la
predisposición de los padres a enviar a sus hijas a la escuela es menor que
otros países, donde también se dan casos de rechazo en algunas zonas, pero
menos”. Este experto también señala que los ataques a escuelas femeninas o a
niñas que van a clase son más frecuentes en ambos, aunque carece de datos de
centros dañados o escolares afectadas.
En los últimos años se ha reducido la diferencia en la educación de niñas y
niños en todo el mundo, y dos tercios de los países han alcanzado la paridad en
la primaria. Afganistán y Pakistán no están entre ellos. En el primero, apenas
hay 64 niñas escolarizadas por cada 100 niños, y solo un 18% de ellas completa
la primaria (frente al 54% de los varones). Con todo, se trata de un gran avance
ya que 10 años atrás, durante el régimen talibán, no había escuelas femeninas.
Más sangrante es el caso de Pakistán que, sin el lastre de las tres décadas de
guerra de su vecino, tiene una ratio de escolarización de 79,64 chicas cada 100
chicos y una diferencia significativa entre quienes acaban la primaria en ambos
sexos (el 60% frente al 78%). India tiene una ratio de 92,18, Irán de 96,38 y
Arabia Saudí de 97,15.
No obstante, Shaukat se muestra convencida de que el rechazo a la
escolarización de las niñas se ha reducido. “Ahora, si la gente tiene la
oportunidad, prefiere educar a sus hijas”, afirma. Para ella, la situación
actual es “un fracaso del Estado que no ha sido capaz de hacer la educación
accesible para todos, a pesar de que una reciente enmienda constitucional la
consagra como un derecho fundamental de los ciudadanos”.
Con 190 millones de habitantes, Pakistán aún tiene fuera de las aulas a ocho
de sus 20 millones de niños en edad escolar, y el porcentaje de chicas es mayor
que el de chicos. A Shaukat le preocupa además “la calidad de la educación”. En
su opinión, “el currículo que se enseña en numerosas escuelas aún fomenta una
ideología estrecha de miras que se centra en la supremacía de una religión y una
nacionalidad sobre la otra, con poco espacio para el pensamiento crítico”.
Shaukat no lo menciona con su nombre, pero se está refiriendo al islamismo
radical con el que han coqueteado los sucesivos Gobiernos militares y civiles,
que es el caldo de cultivo de los talibanes y que refuerza el machismo de la
sociedad paquistaní. A pesar de haber sido el primer país islámico en elegir a
una mujer para dirigir el Gobierno (Benazir Bhutto, en 1993), Pakistán quedó en
una vergonzosa tercera posición en la lista de países con mayor brecha de género
elaborado el año pasado por el World Economic Forum.
“Pakistán, como nación, no ha hecho suficiente por la educación de sus
mujeres”, concurre Coleman. En su libro cuenta que el Gobierno apenas dedica un
1% de su presupuesto a la educación frente al 30% destinado a defensa. El mismo
desequilibrio se repite en la ayuda que recibe de EE UU, su principal aunque
incómodo aliado. Según datos recogidos por la prensa de ese país, Washington le
da un dólar para educación por cada 10 para asistencia militar, y eso después de
que recientemente triplicara la aportación civil hasta 170 millones anuales.
La esperanza de los observadores es que el atentado contra Malala sirva de
punto de inflexión para que tanto los ciudadanos como las autoridades de
Pakistán reflexionen sobre la grave situación en la que se encuentra el país y
cambien sus prioridades. “Debería ayudar a que la gente diera la espalda a los
talibanes y a su ideología; se presentan como defensores de los valores
auténticos y sobre todo como adalides frente a EE UU y Occidente, pero eso no
puede justificar su brutalidad”, concluye Coleman, para quien el rechazo popular
es la única solución, ya que combatirlos con las armas solo les da más
alas.
Angeles Espinosa, La lección de la niña Malala, El País, 25/10/20112
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/10/24/actualidad/1351097014_489996.html
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2012/10/24/actualidad/1351097014_489996.html
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