Dolor i consol.
Hay días, o parajes, o silencios que asoman cuando estás entre gentes, que
invitan a refugiarte en tus pensamientos más íntimos. En esos pensamientos que
siempre quedan abrazados a ti mismo, escondidos en ti mismo. Y en medio de la
vorágine de las opiniones, las luchas sociales, tantas veces estériles, las
locuras arrogantes, cortas y caducas de tantos, y hasta los sufrimientos y el
dolor personal, estos pensamientos proporcionan un cierto calor, un consuelo
insospechado. Esos pensamientos íntimos, escondidos, se vuelven de este modo
como una especie de refugio último en donde, muchas veces sin saberlo, buscamos
huir del sufrimiento. Los seres humanos jugamos, como niños, con esas ideas
recogidas, henchidas de sentimiento, que nos transportan mas allá de lo que
vemos y con las que tratamos de ahuyentar nuestros propios demonios y fantasmas.
Y algunos de esos pensamientos, a veces, y sin pudor, desnudos, y tal vez sin
interés para nadie, se refugian en algún trozo de papel arrugado*.
El sufrimiento es el mayor castigo del hombre. El sufrimiento aprieta el
pensamiento y lo ahoga, lo azota, lo esconde, lo anula. El sufrimiento es la
cadena más pesada y dura que ata a los hombres. El sufrimiento es como un filtro
negro que no deja ver el mundo humano de su propio color. Es el instrumento
esclavizador más vil y perverso. Y ese sufrimiento lo experimenté unas semanas
atrás, cuando llegué a mi trabajo. Era, aparentemente un día más en el que,
inopinadamente, encontré caras largas, tristes y grises como las mismas paredes
del edificio. Algo había calado silencioso en la gente. Y es que el gran amigo
de todos había muerto. Una pincelada cruel lo había borrado de ese cuadro de
realidad que habitábamos todos, todos los días. Un zarpazo ignorante cercenó un
sentido. Pareciera como si un rayo hubiese borrado en todo el mundo la sonrisa y
la esperanza. Era un hombre sano y de mente clara, privilegiada. Era un hombre
desprendido de cargas inútiles, fuera el dinero o querencias estériles y al que
siempre se le veía feliz regalando tiempo y agradecimiento. Un hombre
excepcional, con vida encontrada en la ayuda, la sonrisa, el desprendimiento
¿Qué sentido tiene ese nacer y morir con tantas preguntas y ninguna
respuesta, me pregunté allí mismo? ¿Qué diseño perverso, logrado precisamente a
golpes de vida y muerte, ha conducido a la aparición del hombre, de su cerebro,
con ese único propósito de mantenerle vivo y alcanzar solo logros tantas veces
estériles? ¿Qué si no el miedo y la ignorancia ante la muerte ha llevado al
hombre a huir, sin propósitos ni verdades, a un mundo imaginario del que el
mismo hombre ha escrito y descrito engañosamente para sí mismo, una realidad
inexistente?
Y así me sobrecogió aquel día ese sentimiento de la muerte que impone miedo y
desconcierto. Del miedo como amenaza y sufrimiento. Del sufrimiento a ese
sinsentido que se avecina en lontananza. De los pensamientos sobre tanta
estupidez, aquella en la que todos caemos, pues si la muerte, al final, dicta e
iguala toda medida humana y si el hombre sabe de su propia muerte ¿de dónde
nacen esos afanes desmesurados, esas injusticias despiadadas del hombre contra
el hombre? Y así, aquellos días, entre acúmulos profundos de memorias y olvidos,
amores y odios, verdades y mentiras, todo correteando azaroso y sin rumbo ni
proyecto, despedí a mi amigo, al amigo de todos. Y así continuó después la vida.
Y así, sin duda, también la muerte.
Francisco Mora, Pensamientos escondidos, El Huffington Post, 11/11/2012
*Francisco Mora, Pensamiento escondidos. Libros Singulares. Alianza Editorial. Madrid 2012
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