Singularitat humana.
Aristóteles enfatizaba el hecho de que, por carecer de alma racional y
lingüística, los animales tendrían un conocimiento reducido a la experiencia, es
decir, conocimiento de individuos y no conocimiento de especies. Especie e idea
se designan en griego por la misma palabra eidos, de ahí que la facultad de
eidénai, por la cual Aristóteles singularizaba a los humanos, signifique tanto
capacidad de especificar o clasificar como capacidad de percibir el entorno a
través de ideas o conceptos generales. De tal manera, la ausencia de estos
conceptos en los animales carentes de razón, haría imposible que aquello con lo
que se relacionan sea percibido por ellos como representante de una especie: el
animal no humano se las vería con un entorno natural poblado de individuos que
no representarían especies, no serían almendro, caballo abeja o espino.
He tenido ya ocasión de comentar esta tesis de Aristóteles e introducir alguna matización. Es de señalar concretamente que ausencia de capacidad de especificar no implica imposibilidad de relacionarse con el mundo a través de tipos. El animal que reacciona ante la presencia de un bastón erguido, establece desde luego una vinculación con algo que le ha amenazado anteriormente, lo cual supone ya conexión tipológica. Mas esta conexión no implica en absoluto el subsumir ambos casos bajo una comunidad de concepto. Incluso tratándose del ser humano, los vínculos (imprescindibles para la vida) en los que se forja la experiencia hacen absolutamente superfluo el que, de hecho, el entorno sea considerado bajo el prisma de la determinación específica (1).
Mas precisamente por
considerar en términos generales muy sensata la caracterización aristotélica del
conocimiento animal como limitado a vínculo con individuos, me resultó
particularmente interesante oír a Francisco J. Ayala, afirmar recientemente en
Barcelona que una de las cosas que singulariza al animal humano es el
sentimiento de individualidad. Los individuos de otras especies, venía a decir
el gran genetista, no tienen tal sentimiento, porque ello equivaldría a tener
sentimiento de su propia muerte.
Resultaría pues que el animal humano, que de
una u otra manera siempre mediatiza la relación con su entorno subsumiendo lo
que se presenta bajo una especie (o una especie potencial cuando, aun ignorantes
de qué planta específica se trata, sabemos que se trata de una planta)...sería
precisamente el único animal que vive y siente desde la individualidad.
Como
seres de pura experiencia, los animales no dotados de lenguaje y razón sólo se
relacionarían con individuos, pero curiosamente su comportamiento sería
exhaustivamente reductible a exigencias de su especie. Por el contrario, estando
su entorno siempre mediatizado por conceptos, constituyendo todo individuo al
que se confronta una especie (en acto -almendro- o en potencia -árbol), el
animal humano se experimenta sin embargo a sí mismo como individualidad
irreductible y si esta vivencia no es neutralizada, la propia supervivencia se
erigirá para él en necesidad absoluta, pasando a segundo plano las motivaciones
vinculadas a la dignidad y hasta la persistencia de la especie. El sentimiento
de finitud y el deseo de perseverar se impondrían entonces a la exigencia de
mantener lo que nos caracteriza como especie, se impondrán a ese "instinto" de
lenguaje de Steven Pinker, al que aquí me he referido en ocasiones.
Víctor Gómez Pin, Sentimiento de individualidad y singularidad humana, El Boomeran(g), 13/11/2012
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(1) Intentaré ilustrar este último extremo:
Sea una pareja de perros cuya
alimentación asociamos a la nuestra por el hecho de que cada día comen los
restos de nuestro propio almuerzo. Supongamos que uno de ellos ingiere una
pócima que le hace vomitar, lo cual poco después le ocurre asimismo al segundo
perro. Cosa de technè (es decir, esa capacidad exclusiva del animal humano que
traducimos por técnica y arte), nos diría Aristóteles, es razonar concluyendo
que para la especie de los perros esa pócima es nociva. Pero mera cosa de
experiencia sería el proceso consistente en vincular el malestar de esos
animales (que podemos perfectamente no saber siquiera que son individuos de la
especie perro) y asociándolo al hecho de que su alimentación es afín a la
nuestra, abstenernos prudentemente de consumir la pócima (la prudencia es para
Aristóteles una virtud animal, vinculada precisamente a la experiencia) .
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