Aprendre a tractar els objectes.
La desconsideración por los objetos, la indiferencia para con ellos, tiene
algo de descuido de uno mismo y de los demás. La íntima relación entre objetos y
sujetos, que inicia con Descartes la modernidad y sus certezas,
muestra hasta qué punto nuestra existencia se constituye en esa permanente
distancia recorrida que nos vincula. Que eso pueda conducir hasta el extremo de
querer atraparlos y apoderarnos de lo que son, de tratar de percibirlos (hay
mucho de capio en percipere), no impide constatar que objetos
y sujetos nos constituimos conjuntamente, siquiera como fábula
o representación. Así el mundo, nuestro mundo, viene a ser imagen reflejada
asimismo en las cosas. Y nuestro hogar también. Y las necesitamos.
El uso inapropiado y el abuso de los
objetos preludian formas inquietantes de relación entre nosotros mismos. La poca
atención para con ellos, su reducción a meros instrumentos o utensilios,
ignoraría hasta qué punto cuando nos faltan nos sentimos despojados de algo más
que de una posesión, de algo bien distinto de una simple propiedad. Son, no
pocas veces, pertenencias, que forman parte de quienes somos.
Hay sin duda algo burgués en la concepción cartesiana de lo
moderno, pero a su vez, algo hermosamente ilustrado. Y no poco
de inteligente responsabilidad en concebirlos, en cuidar de su
sentido, de su creación, de su presencia y de su eficacia, de su duración.
Educarnos para su adecuado trato, tanto en espacios particulares como públicos,
es ya un modo de velar por la relación con uno mismo y con los otros. Hacer
ostentación de descuido no significa desprendimiento sino insolidaria
indiferencia.
Aprender
a tratar los objetos, a cuidarlos, a elegirlos, a apreciarlos, a
vincularse con ellos, sin necesidad de adueñarse posesivamente de ellos,
desarrolla formas singulares de atención. Y hasta tal punto
que, incluso en condiciones de posibilidad reducidas, no faltan quienes muestran
un miramiento que denota respeto y delicadeza, que son un
cultivo de la sensibilidad y de la
sensualidad.
Pero paradójicamente hay quienes agotan en el trato con los objetos toda
consideración, mientras se muestran muy poco afectados por la suerte de los
demás. Aunque esa excepción tantas veces constatada tampoco desautoriza la
enorme importancia de saber velar por las cosas. Se puede ser
exquisito con ellas y descuidado con los seres
humanos, pero quien arrolla y arrasa los objetos suele andarse en general con
pocas contemplaciones.
Los objetos enmarcan, delimitan o son entorno, definen
espacios y son referencia temporal, y llegan a fechar
no pocas veces nuestra existencia, como acontecimientos que minuciosamente
elaboran el calendario de los detalles que perfila todo lugar
habitable. Miden y pautan los avatares como lo hacen las horas y los días.
Los objetos tienen su modo de hablar, siquiera
con un decir como el de quien sólo ofrece “palabritas entrecruzadas con
divertimentos” (verbula mixta iocis). Ese proceder insuficiente
tiene, en la caracterización del Pamphilus, sus efectos y su
eficacia. Es necesario también escucharlos, incluso con su silencio, en las
voces que despiertan en cada uno de nosotros. Por eso los libros son los
objetos más locuaces. Y pueden constituir un cierto hogar y ofrecernos
una casa no exenta de intemperies. No cuidar y respetar el lenguaje de
los objetos, arrasar o ignorar lo que nos otorgan no es nomadismo ni
simple errar, es dilapidación.
Lejos de todo acopio o acumulación, la singular sencillez de ciertos objetos
nos da que decir, nos ofrece compañía para nuestras ensoñaciones y concreta
nuestra imaginación en los límites de una belleza que no se agota en la
utilidad. En el más modesto de los rincones puede aguardarnos la posibilidad que
nos procuran de revivir. Y el arte de elaborarlos exige la correspondencia de
recrearlos.
No deja de ser significativo que Ovidio caracteriza su
exilio como inhóspito singularmente por verse privado y
separado de sus libros. Y a ellos se dirige con la esperanza de que
lleguen donde él mismo no es capaz de alcanzar. De hecho, sin saberlos al lado
el sitio parece otro. Incluso, en alguna medida, los demás también. Y entonces
es hora de volver a un modo diferente de encuentro con las cosas, el de esa
escritura que en su perenne vagar busca entre objetos, y no
necesariamente lejos, alguna suerte de país natal.
Ángel Gabilondo, Entre objetos, El salto del Ángel, 20/11/2012
http://blogs.elpais.com/el-salto-del-angel/2012/11/entre-objetos.html
http://blogs.elpais.com/el-salto-del-angel/2012/11/entre-objetos.html
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