Alemanya i l'amor perdut per Grècia.
Y, sin embargo, por raro que suene a los consumidores de información de
nuestros días, Alemania amó apasionadamente a Grecia. Hasta tal punto que, en lo
que en toda escuela se enseña como la obra cumbre de la literatura germana, el
Fausto de Goethe, la boda del protagonista con Helena de Troya quiere
simbolizar, entre otras cosas, la unión de la antigua Grecia con una nación en
ciernes llamada Alemania. Con su insuperable capacidad de síntesis, Goethe
culminaba en ese matrimonio simbólico una de las principales operaciones de
apropiación mental que se haya realizado en la historia de la cultura: dos
mundos, el griego y el germano, quedaban vinculados por una suerte de destino
común que se atestiguaba mediante el arte y la filosofía. Durante dos siglos los
escritores y filósofos alemanes vivieron en el convencimiento de que ellos eran
los herederos naturales de los griegos en la época moderna, creencia, fértil y
catastrófica al mismo tiempo, que condujo a extravagancias —por decirlo de un
modo suave— como la opinión de Heidegger de que solo se podía pensar
verdaderamente en alemán y en griego (es de suponer, vista la consideración que
merece la Grecia moderna, que Heidegger se refería a la lengua griega
antigua).
La boda del alemán Fausto con la griega Helena es, casi, la consecuencia de
una necesidad histórica. A lo largo del siglo XVIII, y hasta mediados de la
centuria siguiente, se suceden tres generaciones para las que lo “griego”
cimenta el futuro de la civilización: Winckelmann y Lessing; Goethe y Schiller;
Hegel, Hölderlin y Schelling. Desde el punto de vista de una asimilación
espiritual el resultado es prodigioso. Alemania es convertida en sucesora de
Grecia. Por primera vez en la cultura europea se trataba de un radical proceso
de sublimación y purificación. Hasta entonces los escritores y pensadores
europeos habían buscado guía y refugio en la entera Antigüedad, como si Grecia y
Roma hubiesen sido una continuidad sin fisuras. Dante se hace acompañar en su
viaje a los ultramundos por Virgilio, en tanto que representante de todo el
mundo antiguo. Shakespeare pone sobre el escenario, sin muchas diferencias, a
héroes helénicos y romanos. Montaigne, en sus Ensayos, cita
indistintamente fuentes griegas y latinas como si dieran lugar a un caudal
único.
Sin embargo, esta tendencia unificadora, grecorromana, mediterránea si se
quiere, cambia drásticamente, de Winckelmann a Schiller, en el clasicismo
alemán. En su Historia del Arte de la Antigüedad, Winckelmann proclama
la superioridad indiscutible de la expresión griega, frente a la cual la
arquitectura y la escultura romanas adquieren un papel notable, pero secundario.
El modelo no es la Antigüedad grecorromana; el modelo, exclusivo, es Grecia. La
diferencia, a este respecto, con Francia es palpable, si tenemos en cuenta que
la liturgia y la estética de la Revolución Francesa atendieron bien claramente a
principios inspirados en la República romana, como muestra con maestría la
pintura de David. Winckelmann popularizó en Alemania, y progresivamente en
Europa, la visión de la Grecia antigua como un ideal absoluto, indiscutible, al
que toda la cultura del porvenir debía dirigirse para alcanzar su madurez. Las
artes visuales eran, por tanto, en su significado más elevado, una creación
griega.
Paralelamente, la literatura alemana que, no lo olvidemos, aunque se aproximó
rápidamente a su edad áurea, estaba en sus inicios, realizó una operación
similar. De Lessing a Schiller modificó el referente grecorromano para centrarse
únicamente en el helénico. Virgilio, el guía de Dante, dejó de ser el
protagonista en el escenario de los sueños de perfección de los escritores
alemanes para dar paso a Homero. Hay un maravilloso poema de Schiller, Los
dioses de Grecia, que atestigua este viraje, además de servir, en nuestros
días, como antídoto contra el veneno de la prensa amarilla contra lo “griego”
(tal vez no sería una mala lectura, tampoco, para la señora Merkel). En una
vuelta más de tuerca, la siguiente generación idealista y romántica, la de
Hölderlin, Hegel y Schelling, apuntaba definitivamente la filiación griega de la
cultura alemana, si bien en el caso del primero, cuyo fervor filohelénico no
tiene parangón, para advertir de los peligros de la concepción germana. No deja
de ser curioso que al leer hoy El archipiélago, de Hölderlin pueden
apreciarse con nitidez ciertas proféticas advertencias sobre la arbitrariedad a
la que se expone una Alemania ensimismada en el egoísmo productivo. Medio siglo
después otro alemán, Nietzsche, acusará a su país de ese mismo “olvido de la
grandeza de Grecia”. El amor por lo “griego” de los escritores alemanes les
llevó con frecuencia a resguardarse frente a lo “alemán”.
Como quiera que fuese Grecia —como idealidad, como entidad metafísica, como
simbolización— jugó un papel extraordinario en la consolidación de la cultura
alemana, sin posible comparación con lo ocurrido en ningún otro país, pese a que
los clasicismos fueron fundamentales en toda Europa. Tal vez la explicación hay
que encontrarla en la debilidad del alemán como lengua de cultura hasta la
segunda mitad del siglo XVIII, y en el retraso histórico de la unidad alemana.
Por ambas razones la apropiación espiritual de una Grecia idealizada fue
determinante. En Gran Bretaña y en Francia este proceso no fue necesario. En
Italia, cuya lengua tenía una larguísima tradición de cultura, el
Risorgimento se apoyó, con naturalidad territorial, en la antigua
Roma.
Únicamente Alemania se consideró de forma tan apasionada y exclusiva la hija
espiritual de Grecia (filiación algo incestuosa en el caso de los amores entre
Fausto y Helena de Troya). En consecuencia, la cultura germana encontró su
matriz, su razón de ser, su destino en lo que supuestamente fue su Grecia
onírica, la de los templos y estatuas de Winckelmann, la de los dioses de
Schiller y los héroes de Hölderlin. En cierto sentido Grecia fue, a través de
los escritores y artistas, el sueño de Alemania.
Ahora, pesadilla. Claro está que el mundo es otro, y Goethe o Hölderlin no
pueden competir con el veneno de los medios de comunicación que se llaman a sí
mismos populares o con la sistemática ignorancia de los políticos. Tampoco,
claro está, los griegos son —ni han sido nunca— aquellos magníficos habitantes
que moran en los versos de Los dioses de Grecia. Pero no deja de ser
curioso —y, en cierto punto, espantoso— que un mismo vocablo, lo “griego”, sirva
en la universidad para aludir a lo mejor de las virtudes y en la calle, para
resumir el más peligroso de los vicios.
Rafael Argullol, Cuando Alemania adoraba a Grecia, El País, 25/11/2012
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