Capitalisme descontrolat: el minotaure global.
Yanis Varoufakis |
El momento 2008
Nada nos humaniza tanto como la aporía, ese estado de intensa
perplejidad en el que nos encontramos cuando nuestras certezas se hacen añicos;
cuando, de repente, quedamos atrapadas en un punto muerto, sin poder explicar lo
que ven nuestros ojos, lo que tocan nuestros dedos, lo que oyen nuestros oídos.
En esos raros momentos, mientras nuestra razón se esfuerza con valentía para
comprender lo que registran nuestros sentidos, nuestra aporía nos humilla y
prepara a la mente bien dispuesta para verdades antes insoportables. Y cuando la
aporía despliega su red para prender a toda la humanidad, sabemos que estamos
en un momento muy especial de la historia. Septiembre de 2008 fue uno de esos
momentos.
El mundo acababa de quedarse pasmado de una manera no vista desde
1929. Las certezas que nos había costado décadas de condicionamiento reconocer
desaparecieron, todas de golpe, junto con 40 billones de dólares de activos en
todo el globo, 14 billones de dólares de riqueza doméstica sólo en Estados
Unidos, 700.000 puestos de trabajo mensuales en Estados Unidos, incontables
viviendas embargadas en todas partes... La lista es casi tan larga como
inimaginables las cifras que hay en ella.
La aporía colectiva se vio intensificada por la respuesta de los
gobiernos que, hasta aquel instante, se habían aferrado tenazmente al
conservadurismo fiscal como quizá la última ideología de masas superviviente
del siglo XX: empezaron a inyectar billones de dólares, euros, yenes, etc., en
un sistema financiero que, hasta pocos meses antes, había vivido una racha
magnífica, acumulando fabulosos beneficios y manifestando, provocador, que
había encontrado la olla de oro al final de un arco iris globalizado. Y cuando
esa respuesta resultó demasiado floja, nuestros jefes de estado y primeros
ministros, hombres y mujeres con impecables credenciales antiestatales y
neoliberales, se embarcaron en una juerga de nacionalizaciones de bancos,
compañías de seguros y fabricantes de automóviles que haría palidecer hasta
las hazañas del Lenin posterior a 1917.
A diferencia de crisis previas, como la del pinchazo de la burbuja puntocom en
2001, la recesión de 1991, el Lunes Negro
(3), la debacle latinoamericana de los ochenta, el deslizamiento del Tercer
Mundo en la atroz trampa de la deuda o incluso la devastadora depresión de
principios de los ochenta en Gran Bretaña y partes de Estados Unidos, esta
crisis no estaba limitada a una geografía específica, una determinada clase
social o a sectores particulares. Todas las crisis anteriores a 2008 eran, en
cierto modo, localizadas.
Sus víctimas a largo plazo apenas habían tenido importancia
alguna para los poderes fácticos y cuando (como en el caso del Lunes Negro, el
fiasco del fondo de inversiones Long-Term
Capital Management [LTCM] de 1998 o la burbuja de las puntocom dos años
después) fueron los poderosos quienes sintieron la sacudida, las autoridades se
las habían arreglado para acudir al rescate rápida y eficazmente.
En contraste, el crash de 2008 tuvo efectos devastadores tanto
globalmente como en el corazón del neoliberalismo. Es más, sus efectos
estarán con nosotras por un largo, largo tiempo. En Gran Bretaña, fue
probablemente la primera crisis de la que se tenga memoria que ha golpeado
realmente las regiones más ricas del sur. En Estados Unidos, aunque la crisis
de las hipotecas subprime empezara en los rincones menos prósperos de aquella
gran tierra, se extendió a cada recoveco y esquina de las privilegiadas clases
medias, sus comunidades cercadas, sus frondosos barrios residenciales, las
universidades de la Ivy League donde se
congregan los pudientes, haciendo cola por mejores papeles socioeconómicos.
En Europa, el continente entero retumba con una crisis que se niega
a marcharse y que amenaza ilusiones europeas que habían conseguido mantenerse
intactas durante seis décadas. Los flujos de migración se invirtieron, a
medida que trabajadores polacos e irlandeses abandonaban Dublín y Londres por
igual para irse a Varsovia y Melbourne. Hasta China, que se libró
estupendamente de la recesión con una saludable tasa de crecimiento en tiempos
de contracción global, está en apuros por la caída de su cuota de consumo en
los ingresos totales y su fuerte dependencia de los proyectos de inversión
estatal que están alimentando una preocupante burbuja, dos presagios que no
auguran nada bueno en una época en que se cuestiona la capacidad del resto del
mundo a largo plazo para absorber los excedentes comerciales del país.
Para mayor aporía general, las altas esferas dieron a conocer que
también ellas habían dejado de comprender los nuevos giros de la realidad. En
octubre de 2008, Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal (la
Fed) y considerado el Merlín de nuestros tiempos, confesó haber descubierto
«un defecto en el modelo que yo consideraba la estructura funcional crítica que
define el funcionamiento del mundo».
Dos meses después, Larry Summers, anteriormente secretario del
Tesoro del presidente Clinton y, en aquel momento, asesor jefe en economía
(director del Consejo Económico Nacional) del presidente electo Obama, dijo que
«[e]n esta crisis, hacer demasiado poco supone una mayor amenaza que hacer
demasiado...». Cuando el Gran Mago confiesa haber basado toda su magia en un
modelo defectuoso de cómo funciona el mundo y el decano de los asesores
económicos presidenciales propone abandonar toda precaución, el público «lo
pilla»: nuestro barco está surcando aguas traicioneras e inexploradas, su
tripulación no tiene ni idea, su patrón está aterrado.
De esta manera entramos en un estado de tangible aporía
compartida. Una ansiosa incredulidad reemplazó a la indolencia intelectual. Las
autoridades parecían privadas de autoridad. Las políticas, era evidente, se
estaban improvisando sobre la marcha. Casi inmediatamente una desconcertada
opinión pública sintonizó sus antenas en toda dirección posible, buscando
desesperadamente explicaciones para las causas y naturaleza de lo que acababa de
alcanzarle. Como para demostrar que la oferta no necesita asistencia cuando la
demanda es abundante, las imprentas empezaron a rodar. Uno tras otro,
artículos, extensos ensayos, hasta películas comenzaron a salir a borbotones
por las tuberías, creando un desbordamiento de posibles explicaciones sobre lo
que había fallado. Pero si bien un mundo perplejo siempre está preñado de
teorías sobre sus apuros, la sobreproducción de explicaciones no garantiza la
disolución de la aporía.
Seis explicaciones de por qué sucedió
1. «Principalmente es un fracaso de la imaginación colectiva de gente
muy brillante... a la hora de entender los riesgos que corre el sistema en su
conjunto»
Ésa era la esencia de una carta enviada a la Reina de Inglaterra
por la Academia Británica el 22 de julio de 2009, en respuesta a una consulta
que ella había presentado a una reunión de ruborizados profesores de la London
School of Economics: «¿Por qué no lo vieron venir?» En su carta, treinta y
cinco de los más destacados economistas británicos prácticamente responden:
«¡Huy! Confundimos una Burbuja grandota con un Feliz Mundo Nuevo.» El meollo de
su respuesta era que, aunque estaban al tanto y con los datos a la vista,
habían cometido dos errores de diagnóstico relacionados: el error de la
extrapolación y el (bastante más siniestro) error de caer en la trampa de su
propia retórica.
Todo el mundo podía ver que los números se estaban desmadrando.
En Estados Unidos, la deuda del sector financiero se había disparado desde un
ya considerable 22% del producto nacional (Producto Interior Bruto o PIB) en
1981 a un 117% en el verano de 2008. Mientras tanto, los hogares americanos
vieron su participación en la deuda del producto nacional elevarse del 66% en
1997 al 100% diez años después. Reunida, la deuda agregada de EEUU en 2008
superaba el 350% del PIB, cuando en 1980 se había mantenido en un ya abultado
160%. En cuanto a Gran Bretaña, la City de Londres (el sector financiero en el
que la sociedad británica se había jugado la mayoría de sus cartas, después
de la rápida desindustrialización de principios de los ochenta) lucía una
deuda colectiva de casi dos veces y media el PIB de Gran Bretaña, mientras que,
sumado a eso, las familias británicas debían una suma mayor que el PIB
anual.
Entonces, si una acumulación de deuda exorbitante introducía más
riesgo del que el mundo podía soportar, ¿cómo es que nadie vio venir el
desastre? Ésa era, al fin y al cabo, la razonable pregunta de la Reina. La
respuesta de la Academia Británica confesaba a regañadientes los pecados
combinados de una retórica petulante y una extrapolación lineal. Juntos, esos
pecados se alimentaban de la jactanciosa convicción de que se había producido
un cambio de paradigma que permitía al mundo de las finanzas crear una deuda
ilimitada, benigna, sin riesgos.
El primer pecado, que adoptó la forma de una retórica de
formalización matemática, indujo en autoridades y académicos la falsa
creencia de que la innovación financiera había extirpado el riesgo del
sistema; que los nuevos instrumentos permitían una nueva forma de deuda con las
propiedades del mercurio. Una vez generados los préstamos, se troceaban
después en diminutos pedazos, se agrupaban en paquetes que contenían
diferentes grados de riesgo (6) y se vendían por todo el globo. Al extender de
esta manera el riesgo financiero, sostenía tal retórica, ni un solo agente se
enfrentaba a un peligro tan significativo como para hacerles daño si algunos
deudores caían en bancarrota. Era una fe de la Nueva Era en los poderes del
sector financiero para crear un «riesgo sin riesgo», que culminaba en la
creencia de que ahora el planeta podría soportar deudas (y las apuestas que se
hacían sobre esas deudas) que eran mucho mayores que los ingresos globales
reales.
El vulgar empirismo apuntalaba dichas creencias místicas: allá en
2001, cuando la llamada «nueva economía» se vino abajo, destruyendo mucha de la
riqueza de papel sacada de la burbuja puntocom y de estafas como la de Enron, el
sistema resistió. La burbuja de la nueva economía de 2001 fue, de hecho, peor
que su equivalente de las hipotecas subprime que estalló seis años después. Y
aun así los efectos adversos fueron eficazmente contenidos por las autoridades
(si bien el empleo no se recuperó hasta 2004-05). Si una sacudida tan inmensa
pudo ser absorbida con tanta facilidad, seguramente el sistema podría soportar
impactos más pequeños, como las pérdidas de 500.000 millones de dólares en
subprimes de 2007-08.
De acuerdo con la explicación de la Academia Británica (la cual,
todo hay que decirlo, es ampliamente compartida), el crash de 2008 sucedió
porque, para entonces –y sin que lo supiesen los ejércitos de hiperinteligentes
hombres y mujeres cuyo trabajo era haberse enterado mejor–, los riesgos que se
habían presumido no arriesgados eran cualquier cosa menos eso. Bancos como el
Royal Bank of Scotland, que empleaba a 4.000 «gestores de riesgos», acabaron
consumidos por un agujero negro de «riesgo deteriorado». El mundo, según esta
lectura, pagaba el precio por creerse su propia retórica y por presumir que el
futuro no sería diferente del pasado más reciente. Al creer que había diluido
el riesgo con éxito, nuestro mundo financiarizado creaba tanto que fue
consumido por él.
2. Captura
regulatoria
Los mercados determinan el precio de los limones. Y lo hacen con un
mínimo aporte institucional, puesto que las compradoras reconocen un buen
limón cuando se lo venden. No se puede decir lo mismo de los bonos o, lo que es
aún peor, de instrumentos financieros sintéticos. Quien compra no puede
saborear el «producto», estrujarlo para ver si está maduro ni oler su aroma.
Depende de información institucional externa y de reglas bien definidas que son
diseñadas y supervisadas por autoridades desapasionadas e incorruptibles. Se
supone que éste era el papel de las agencias de calificación de riesgos y de
los organismos reguladores del estado. No cabe duda de que ambos tipos de
institución resultaron no sólo deficientes, sino culpables.
Cuando, por ejemplo, una obligación de deuda garantizada (CDO) –un
activo de papel que agrupa multitud de porciones de tipos de deuda muy
diferentes– (7) obtenía una calificación triple A y ofrecía un rendimiento de
un 1% por encima de las Letras del Tesoro de EEUU (8), el significado era doble:
quien la compraba podía confiar en que su compra no era una porquería y, si el
comprador era un banco, podía tratar aquel pedazo de papel exactamente de la
misma forma (y sin una pizca de riesgo más) que el dinero real con el que
había sido comprado. Esta pretensión ayudó a los bancos a conseguir
impresionantes beneficios por dos razones:
1. Si se aferraban a su recién adquirida CDO –y, recordemos, las
autoridades aceptaban que una CDO calificada con triple A era tan buena como los
billetes de dólar del mismo valor nominal–, los bancos ni siquiera tenían que
incluirla en sus cálculos de capitalización. (9) Esto significaba que podían
usar con impunidad los depósitos de sus clientes para comprar las CDO
calificadas como triple A sin comprometer su capacidad de conceder nuevos
préstamos a otros clientes y otros bancos. Mientras pudiesen cargar tasas de
interés más altas que las que habían pagado, comprar las CDO calificadas con
triple A aumentaba la rentabilidad de los bancos sin limitar su capacidad de
conceder préstamos. Las CDO eran, en efecto, instrumentos para saltarse las
normas diseñadas para salvar al sistema bancario de sí mismo.
2. Una alternativa a guardar las CDO en las cámaras del banco era
endosárselas a un banco central (por ejemplo, la Reserva Federal) como
garantías de préstamos, que los bancos podían usar entonces como desearan:
para prestar a clientes, a otros bancos o para comprarse aún más CDO. Aquí el
detalle crucial es que los préstamos obtenidos del banco central con el aval de
las CDO calificada con triple A tenían las ínfimas tasas de interés que
cobraba el banco central. Entonces, cuando las CDO maduraba, a una tasa de
interés de un 1% por encima de lo que el banco central estaba cobrando, los
bancos se quedaban con la diferencia.
La combinación de estos dos factores significaba que los emisores
de CDO tenían buenas razones para:
a) emitir tantas como les fuese físicamente posible;
b) pedir prestado tanto dinero como fuera posible para comprar las
CDO de otros emisores; y
c) mantener enormes cantidades de este tipo de activos de papel en
sus libros.
¡Ay, era una invitación para que imprimieran su propio dinero! No
es de extrañar que Warren Buffet echara un vistazo a las legendarias CDO y las
describiera como armas de destrucción masiva. Los incentivos eran incendiarios:
cuanto más se endeudaban las instituciones financieras para comprar las CDO
calificadas como triple A, más dinero hacían. El sueño de tener un cajero
automático en el salón de casa se había hecho realidad, al menos para las
instituciones financieras privadas y la gente que las dirigía.
Con estos datos ante nuestros ojos, no es difícil llegar a la
conclusión de que el crash de 2008 fue el inevitable resultado de otorgar a los
cazadores furtivos el papel de guardabosques. Su poder era impúdico y su imagen
de brujos posmodernos que sacaban de la nada nueva riqueza y nuevos paradigmas
resultaba incontestable. Los banqueros pagaban a las agencias de calificación
de riesgos para que extendieran el estatus de triple A a las CDO que ellos
emitían; las autoridades reguladoras (incluido el banco central) aceptaban esas
calificaciones como legítimas; y las jóvenes promesas que se habían hecho con
un empleo mal pagado en una de las autoridades reguladoras enseguida comenzaron
a plantearse avanzar en sus carreras pasándose a Lehman Brothers o Moody's.
Supervisándolos a todos ellos había una hueste de secretarios del tesoro y
ministros de Finanzas que, o bien ya habían prestado años de servicio en
Goldman Sachs, Bear Stearns, etc., o bien esperaban unirse a aquel círculo
mágico tras dejar la política.
En un ambiente en el que reverberaban los corchos de las botellas
de champán y los motores revolucionados de brillantes Porsches y Ferraris; en
un paisaje en el que torrentes de primas bancarias inundaban áreas ya
adineradas (estimulando aún más el boom inmobiliario y creando nuevas burbujas
desde Long Island y el East End de Londres a las afueras de Sydney y los bloques
de apartamentos de Shanghai); en ese entorno en el que en apariencia la riqueza
de papel se autopropagaba, se habría necesitado una disposición heroica,
temeraria, para dar la alarma, hacer las preguntas incómodas, poner en duda la
pretensión de que las CDO calificadas con triple A suponían un riesgo cero.
Incluso si alguna reguladora, corredora de bolsa o ejecutiva bancaria
incurablemente romántica pretendiese dar la voz de alarma, sería barrida del
mapa y acabaría como una trágica figura arrojada al arroyo de la historia.
Los hermanos Grimm tienen un relato con una olla mágica que
encarna los sueños tempranos de la industrialización, con cornucopias
automáticas que cumplen todos nuestros deseos, sin freno. Era también un
relato crudo y moralizante que demostraba cómo aquellos sueños industriales
podían convertirse en pesadilla. Pues, hacia el final del relato, la
maravillosa olla enloquece y termina inundando el pueblo de gachas. La
tecnología se rebeló, de la misma manera que la propia creación del ingenioso
doctor Frankenstein de Mary Shelley se volvió encarnizadamente contra él. De
una manera similar, los cajeros automáticos virtuales materializados por Wall
Street, las agencias de calificación de riesgos y los organismos reguladores en
connivencia con ellos inundaron el sistema financiero con unas gachas de nuestro
tiempo que terminaron ahogando a todo el planeta. Y cuando, en otoño de 2008,
los cajeros automáticos dejaron de funcionar, un mundo adicto a las gachas
sintéticas se detuvo en seco con un chirrido.
3. Codicia
irreprimible
«Es la naturaleza de la bestia», dice la tercera explicación. Los
humanos son criaturas codiciosas que sólo simulan civismo. A la más mínima
oportunidad, robarán, saquearán y abusarán de los demás. Esta lóbrega
visión de la humanidad deja poco espacio para una pizca de esperanza de que los
inteligentes abusones acepten reglas que prohíban los abusos. Porque, aunque
acepten, ¿quién va a hacer que se cumplan? Para mantener a los abusones a raya
sería necesario un Leviatán dotado de un poder extraordinario. Pero, entonces,
¿quién le pondrá el cascabel al Leviatán?
Así es como funciona la mente neoliberal, llegando a la
conclusión de que quizá las crisis sean males necesarios; de que ningún
modelo humano puede impedir las debacles económicas. Durante unas décadas,
comenzando con los intentos posteriores a 1932 del presidente Roosevelt para
regular los bancos, la solución del Leviatán fue ampliamente aceptada: el
Estado podía y debía jugar su papel hobbesiano regulando la codicia y
equilibrándola con la decencia. La Ley Glass-Steagall de 1933 es posiblemente
el ejemplo más citado de ese esfuerzo regulador.
Sin embargo, los años setenta vieron un firme alejamiento de este
marco regulatorio y un avance en dirección al reestablecimiento de la
perspectiva fatalista de que la naturaleza humana siempre encontrará caminos
para frustrar sus mejores intenciones.
Esta «retirada hacia el fatalismo» coincidió con el período en
que el neoliberalismo y la financiarización comenzaban a asomar sus feas caras.
Esto significó una nueva versión del viejo fatalismo: el abrumador poder del
Leviatán, si bien era necesario para mantener a los abusones en su sitio,
estaba ahogando el crecimiento, constriñendo la innovación, poniendo freno a
las finanzas creativas y, en consecuencia, manteniendo el mundo al ralentí
justo cuando las innovaciones tecnológicas ofrecían el potencial de empujarnos
hacia planos más elevados de desarrollo y prosperidad.
En 1987, el presidente Reagan decidió sustituir a Paul Volcker
(nombrado por la Administración Carter) como presidente de la Reserva Federal.
Su elección fue Alan Greenspan. Meses más tarde, los mercados monetarios
experimentaban el peor día de su existencia, el infame episodio del «Lunes
Negro». El hábil manejo de sus consecuencias por parte de Greenspan le valió
la reputación de haber arreglado las cosas eficientemente después de un
colapso del mercado monetario. Haría el mismo «milagro» una y otra vez
hasta su jubilación en 2006.
Greenspan había sido escogido por los acérrimos neoliberales de
Reagan no a pesar de, sino a causa de su creencia profundamente arraigada de que
los méritos y capacidades de la regulación estaban sobrevalorados. Greenspan
dudaba verdaderamente de que cualquier institución estatal, incluida la Reserva
Federal, pudiese poner freno a la naturaleza humana y contener la codicia de
manera efectiva sin, al mismo tiempo, matar la creatividad, la innovación y, en
última instancia, el crecimiento. Su creencia le llevó a adoptar una receta
simple, que dio forma al mundo durante sus buenos diecinueve años: puesto que
nada disciplina la codicia humana como los implacables amos de la oferta y la
demanda, dejemos que los mercados funcionen como quieran, pero que el Estado se
mantenga alerta y dispuesto a intervenir para arreglar los destrozos cuando
llegue el inevitable desastre. Como un padre liberal que permite a sus hijos
meterse en todo tipo de líos, esperaba los problemas pero pensaba que era mejor
hacerse a un lado, preparado siempre para entrar, limpiar después de la
escandalosa fiesta o curar las heridas y los huesos rotos.
Greenspan se ciñó a su receta, y a ese modelo subyacente del
mundo, en todas y cada una de las épocas difíciles que se produjeron durante
su presidencia. Durante las épocas buenas, se quedaba sentado, sin hacer casi
nada, aparte de soltar alguna que otra arenga sibilina. Después, cuando
estallaba alguna burbuja, se intervenía agresivamente, bajaba los tipos de
interés en picado, inundaba los mercados con dinero y por lo general hacía
cual- quier cosa necesaria para reflotar el barco que se hundía. La receta
parecía funcionar bien, por lo menos hasta 2008, año y medio después de su
retiro dorado. Después dejó de funcionar.
En su favor, Greenspan confesó haber malinterpretado el
capitalismo. Aunque sólo sea por este mea culpa, la historia debería tratarlo
con benevolencia, pues hay muy pocos ejemplos de hombres poderosos dispuestos a
y capaces de sincerarse, en especial cuando quienes solían ser sus amigotes
siguen negarse a admitir sus errores. De hecho, el modelo del mundo de
Greenspan, al que él mismo renunció, aún sigue vivo, sano y volviendo a
imponerse.
Apoyado e incitado por un renaciente Wall Street empeñado en hacer
descarrilar cualquier intento serio, posterior a 2008, de regular su
comportamiento, la perspectiva de que la naturaleza humana no puede ser
contenida sin comprometer simultáneamente nuestra libertad y nuestra
prosperidad a largo plazo ha vuelto. Como un doctor que hubiese cometido una
negligencia criminal y cuyo paciente hubiese sobrevivido por suerte, el
establishment anterior a 2008 sigue insistiendo en ser absuelto amparándose en
que el capi- talismo, después de todo, sobrevive. Y si algunas de nosotras
seguimos insistiendo en asignar las culpas del crash de 2008, ¿por qué no
censurar la naturaleza humana? Seguramente una introspección honesta nos
revelaría a todas y cada una de nosotras un lado oscuro culpable. El único
pecado que confesó Wall Street es haber proyectado ese lado oscuro sobre una
pantalla más grande.
4. Orígenes
culturales
En septiembre de 2008, los europeos miraban con condescendencia
hacia el otro lado del charco, sacudiendo la cabeza con la interesada
convicción de que los anglo-celtas, finalmente, estaban recibiendo su merecido.
Tras años y años de sermones sobre la superioridad del modelo anglo-céltico,
sobre las ventajas de los mercados laborales flexibles, sobre lo idiota que era
pensar que Europa podría mantener una generosa red de bienestar social en la
era de la globalización, sobre las maravillas de una cultura emprendedora
agresivamente atomizada, sobre la brujería de Wall Street y sobre la brillantez
de la City de Londres posterior al Big-Bang, las noticias del crash, sus
señales y avisos mientras se transmitían por todo el mundo, llenaron el
corazón europeo de una mezcla de Schadenfreude y temor.
Desde luego, no pasó mucho tiempo antes de que la crisis migrara a
Europa, metamorfoseándose en el proceso en algo mucho peor y más amenazante de
lo que los europeos podían haber llegado a anticipar. No obstante, la mayoría
de los europeos siguen convencidos de las raíces culturales anglo-célticas del
crash. Culpan a la fascinación que sienten los pueblos angloparlantes por la
noción de la propiedad de la vivienda a toda cosa. Tienen dificultades para
introducir en sus mentes un modelo económico que genera ridículos precios
inmobiliarios al estigmatizar a quienes alquilan vivienda en lugar de comprar
(por estar subyugados a sus caseros) mientras enaltecen a los falsos
propietarios (que están aún más endeudados con los banqueros).
Europa y Asia por igual vieron el obsceno tamaño relativo del
sector financiero anglo-céltico, que había estado creciendo durante décadas a
expensas de la industria, y se convencieron de que el capitalismo global estaba
en poder de lunáticos. Así que cuando la debacle empezó precisamente en esos
lugares (EEUU, Gran Bretaña, Irlanda, el mercado inmobiliario y Wall Street),
no pudieron evitar sentirse reafirmadas. Mientras el sentido europeo de
reafirmación recibió el salvaje golpe de la consiguiente crisis del euro, Asia
aún puede permitirse una gran dosis de condescendencia. De hecho, en gran parte
de Asia se alude al crash de 2008 y sus secuelas como «la Crisis del Atlántico
Norte».
5. La teoría
tóxica
En 1997, Robert Merton y Myron Scholes recibieron el premio Nobel
de Economía por desarrollar «una fórmula pionera para la tasación de opciones
financieras». «Su metodología», pregonaba la nota de prensa del comité del
premio, «ha abierto el camino para las tasaciones económicas en muchas áreas.
También ha generado nuevos tipos de instrumentos financieros y ha facilitado
una gestión de riesgos más eficiente en la sociedad.» Ay, si el desafortunado
comité del Nobel hubiese sabido que, en un par de breves meses, la muy alabada
«fórmula pionera» causaría una espectacular debacle de cientos de miles de
millones de dólares, el colapso de un importante fondo de inversión libre (el
infame LTCM, en el que Merton y Scholes habían invertido todo su prestigio) y,
naturalmente, un rescate por parte de las siempre serviciales contribuyentes
estadounidenses.
La auténtica causa de la quiebra de LTCM, que fue un mero ensayo
de la debacle mayor que supondría el crash de 2008, fue bastante simple:
inmensas inversiones se apoyaban en la indemostrable premisa de que se puede
calcular la probabilidad de las acontecimientos que el propio modelo desestima
no sólo como improbables, sino, de hecho, como inteorizables. Adoptar una
premisa lógicamente incoherente en las teorías propias ya es bastante malo.
Pero jugarse la fortuna del capitalismo mundial basándose en semejante premisa
bordea lo criminal. Entonces, ¿cómo lograron los economistas que colase?
¿Cómo convencieron al mundo y al comité del Nobel de que podían calcular la
probabilidad de acontecimientos (tales como una sucesión de impagos) que su
propio modelo presumía que eran incalculables?
La respuesta reside más en el campo de la psicología de masas que
en la propia economía: los economistas pusieron una nueva etiqueta a la
ignorancia y la comercializaron como una forma de conocimiento provisional.
Después los financieros construyeron nuevas formas de deuda sobre esa
ignorancia reetiquetada y levantaron pirámides sobre la premisa de que el
riesgo se había eliminado. Cuantos más inversores eran convencidos, más
dinero hacían todos los implicados y mejor era la posición de los economistas
para acallar a cualquiera que se atreviese a poner en duda sus premisas
subyacentes. De esta manera, las finanzas tóxicas y la teorización económica
tóxica se convirtieron en procesos que se reforzaban mutuamente.
Mientras los Mertons del mundo financiero se dedicaban a recoger
premios Nobel y acumular fabulosos beneficios al mismo tiempo, aquellos de sus
colegas que permanecían en los grandes departamentos de economía estaban
cambiando el «paradigma» de la teoría económica. Si un tiempo atrás, los
economistas destacados se dedicaban al asunto de dar explicaciones, la nueva
tendencia era reetiquetar. Copiando la estrategia de los financieros de
disfrazar la ignorancia como conocimiento provisional y la incertidumbre como
riesgo sin riesgo, los economistas renombraron el desempleo inexplicado (por
ejemplo, una tasa observada del 5% que se resistía a cambiar) como la tasa
natural de desempleo. Lo bueno de la nueva etiqueta era que, de repente, el
desempleo parecía natural y, por tanto, ya no necesitaba explicación.
En este punto, merece la pena ahondar un poco más en el elaborado
timo de los economistas: cada vez que eran incapaces de explicar las
desviaciones observadas en la conducta humana a partir de sus predicciones, a)
etiquetaban tal comportamiento como «desequilibrio» y después, b) presuponían
que éste era aleatorio y lo incluían en su modelo como tal. En tanto las
«desviaciones» fuesen acalladas, los modelos funcionaban y los financieros
conseguían beneficios. Pero cuando cundió la desazón y comenzó el pánico en
el sistema financiero, quedó demostrado que las «desviaciones» eran de todo
menos aleatorias. Naturalmente, los modelos se vinieron abajo, junto con los
mercados que habían ayudado a crear.
Cualquiera que investigue sin prejuicios estos episodios debe,
dicen, concluir que las teorías económicas que dominaron el pensamiento de
personas influyentes (en el sector bancario, los fondos de cobertura, la Reserva
Federal, el Banco Central Europeo... en todas partes) no eran más que formas
levemente veladas de fraude intelectual, que proporcionaban las hojas de parra
«científicas» tras las cuales Wall Street intentaba esconder la verdad acerca
de sus «innovaciones financieras». Se presentaban con nombres impresionantes,
como Hipótesis del Mercado Eficiente (HME), Teoría de las Expectativas
Racionales (TER) y Teoría del Ciclo Económico Real (TCER). En realidad, no
eran más que teorías muy bien empaquetadas cuya complejidad matemática logró
ocultar su debilidad durante demasiado tiempo.
Tres teorías tóxicas que
apuntalaron el pensamiento del establishment hasta 2008
HME: Nadie puede hacer dinero sistemáticamente dudando del
mercado. ¿Por qué? Porque los mercados financieros se las ingenian para
asegurarse de que los precios actuales revelen toda la información privada que
hay. Algunos agentes de los mercados reaccionan exageradamente ante la nueva
información, otros reaccionan con pasividad. Por lo tanto, incluso cuando todos
se equivocan, el mercado acierta. ¡Pura teoría panglossiana!.
TER: Nadie debería esperar que ninguna teoría sobre las acciones
humanas haga predicciones acertadas a largo plazo si la teoría presupone que
los humanos la malinterpretan por sistema o la ignoran totalmente. Por ejemplo,
imaginemos que una brillante matemática desarrollase una teoría para farolear
en el póquer y nos instruyera en su uso. La única forma de que funcionase para
nosotras sería si nuestras oponentes no tuviesen acceso a la teoría o la
malinterpretaran. Porque si nuestras oponentes también conociesen la teoría,
todas podrían usarla para averiguar cuándo vamos de farol, frustrando así el
propósito del farol. Al final, la abandonaríamos y ellas harían lo mismo. La
TER da por sentado que tales teorías no pueden predecir bien el comportamiento
porque la gente se dará cuenta y, con el tiempo, infringirá sus mandatos y
predicciones.
No cabe duda de que esto suena radicalmente antipaternalista.
Presupone que la sociedad no puede recibir muchas aclaraciones de teóricos que
creen conocer sus comportamientos mejor que Fulano y Mengano. Pero la puntilla
viene al final: para que la TER se sostenga, tiene que ser cierto que los
errores de la gente (cuando predice alguna variable económica, como la
inflación, los precios del trigo, el precio de un derivado financiero o de una
acción) siempre tienen que ser aleatorios, es decir, sin un patrón, sin
correlación, sin teorización posible. Sólo se necesita reflexionar un momento
para ver que la adhesión a la TER, especialmente cuando se asocia con la HME,
es equivalente a no esperar nunca recesiones, por no mencionar las crisis. Así
que, ¿cómo responde un creyente de la HME y la TER cuando sus ojos y oídos le
gritan a su cerebro: «¡recesión, quiebra, colapso!»? La respuesta es
dirigiéndose a la TCER en busca de una explicación reconfortante.
TCRN: Tomando la HEM y la TER como punto de partida, esta teoría
describe el capitalismo como una Gaia perfectamente ajustada. Sin
interferencias, permanecerá en equilibrio y nunca sufrirá una contracción
(como la de 2008). Sin embargo, bien podría ser «atacada» por algún shock
«exógeno» (proveniente de algún Estado entrometido, una caprichosa Reserva
Federal, los abyectos sindicatos, productores de petróleo árabes, extranjeros,
etc.), a la que debe responder y adaptarse. Como una benevolente Gaia que
reaccionase al impacto de un inmenso meteorito, el capitalismo responde con
eficiencia a las sacudidas exógenas. Quizá le lleve un tiempo absorber el
golpe, y puede que haya muchas víctimas en el proceso, pero, con todo, la mejor
manera de gestionar las crisis es dejar que el capitalismo lidie con ellas sin
ser sometido a más choques administrados por las egoístas autoridades
estatales y sus compañeras de viaje (que fingen defender el bien común para
promover sus propios intereses).
En resumen, los derivados financieros tóxicos fueron apuntalados
por la teoría economía tóxica, que, a su vez, no eran más que delirios
interesados en busca de una justificación teórica; tratados fundamentalistas
que sólo reconocían los hechos cuando éstos acomodaban las demandas de la fe
lucrativa. A pesar de sus altisonantes etiquetas y su apariencia técnica, los
modelos económicos eran simples versiones matemáticas de la enternecedora
superstición de que los mercados saben qué es mejor, tanto en tiempos de
tranquilidad, como en períodos tumultuosos.
6. Fallo
sistémico
¿Y si no se pudiese culpar del crash ni a la naturaleza humana ni a
la teoría económica? ¿Y si resulta que se debió a que los banqueros fuesen
codiciosos (aunque la mayoría lo sean) o a que hicieran uso de teorías
tóxicas (aunque sin duda lo hicieron), sino a que el capitalismo fue presa de
una trampa creada por él mismo? ¿Y si el capitalismo no es un sistema «natural»
sino, más bien, un sistema particular propenso al fallo sistémico?
La izquierda, con Marx como su profeta original, siempre ha
advertido que, como sistema, el capitalismo se esfuerza por convertirnos en
autómatas y por convertir nuestra sociedad de mercado en una distopía al
estilo de Matrix. Pero cuanto más se acerca a alcanzar su objetivo, más se
aproxima al momento de su propia ruina, de forma muy parecida al mítico Ícaro.
Después, tras el crash (y a diferencia de Ícaro), se levanta del suelo, se
sacude el polvo y vuelve a embarcarse en la misma ruta una y otra vez.
En esta explicación final de mi lista, parece como si nuestras
sociedades capitalistas hubiesen sido diseñadas para generar crisis
periódicas, que empeoran cada vez más cuanto más alejan el trabajo humano del
proceso de producción y el pensamiento crítico del debate público. A quienes
culpan a la avaricia, la codicia y el egoísmo humanos, Marx les replicaba que
están siguiendo un buen instinto, pero están mirando en el lugar equivocado;
que el secreto del capitalismo es su tendencia a la contradicción, su capacidad
para producir al tiempo riqueza masiva y pobreza insoportable, magníficas
nuevas libertades y las peores formas de esclavitud, resplandecientes esclavos
mecánicos y trabajo humano depravado.
La voluntad humana, en esta lectura, puede resultar oscura y
misteriosa; pero, en la Edad del Capital, se ha convertido más en un derivado
que en una fuerza motriz. Pues es el capital el que ha usurpado el papel de la
fuerza primaria que da forma a nuestro mundo, incluida nuestra voluntad. El
impulso autorreferencial del capital se burla de la voluntad humana, del
empresariado y de la clase trabajadora por igual. Pese a ser inanimado e
inconsciente, el capital –abreviatura de máquinas, dinero, derivados
titularizados y toda forma de riqueza cristalizada– evoluciona rápidamente como
si funcionase por sí mismo, usando agentes humanos (banqueros, jefes y mano de
obra en igual medida) como peones de su propio juego.
De manera similar a nuestro subconsciente, el capital también
implanta ilusiones en nuestras mentes, por encima de todas, la ilusión de que,
al servirle, nos hacemos valiosas, excepcionales, potentes. Nos enorgullecemos
de nuestra relación con él (ya sea como financieros que «crean» millones en un
solo día, ya como empresarias de las que dependen multitud de familias
trabajadoras, o como trabajadoras que disfrutan de un acceso privilegiado a una
brillante maquinaria o a ridículos servicios fuera del alcance de emigrantes
ilegales), cerrando los ojos al trágico hecho de que es el capital el que, en
efecto, es dueño de todas nosotras, y que somos nosotras quienes lo servimos a
él.
El filósofo alemán Schopenhauer nos reprendió a nosotras, las
humanas modernas, por engañarnos creyendo que nuestras creencias y acciones
están sometidas a nuestra conciencia. Nietzsche coincidió con él al sugerir
que todas las cosas en las que creemos, en cualquier momento dado, no reflejan
más verdad que la del poder de otro sobre nosotras. Marx metió a la economía
en la estampa, reprendiéndonos por ignorar la realidad de que nuestros
pensamientos han sido secuestrados por el capital y su ansia acumuladora. Por
supuesto, aunque sigue su propia y férrea lógica, el capital evoluciona
inconscientemente. Nadie diseñó el capitalismo y nadie puede civilizarlo ahora
que va a toda máquina.
Tras evolucionar sencillamente, sin consentimiento de nadie, nos
liberó rápidamente de formas más primitivas de organización social y
económica. Generó máquinas e instrumentos (materiales y financieros) que nos
permitieron apoderarnos del planeta. Nos permitió imaginar un futuro sin
pobreza, donde nuestras vidas ya no están a merced de una naturaleza hostil.
Pero, al mismo tiempo, al igual que la naturaleza produjo a Mozart y al sida
usando el mismo mecanismo indiscriminado, también el capital produjo fuerzas
catastróficas con tendencia a provocar discordia, desigualdad, guerra a escala
industrial, degradación ambiental y, por supuesto, crisis financieras. De un
tirón, generaba –sin ton ni son– riqueza y crisis, desarrollo y privación,
progreso y atraso.
¿Podría ser entonces que el crash de 2008 no fuese más que
nuestra oportunidad periódica para darnos cuenta de hasta dónde hemos
permitido que nuestra voluntad esté subyugada al capital? ¿Acaso fue una
sacudida que debía despertarnos a la realidad de que el capital se ha
convertido en una «fuerza a la que debemos someternos», en un poder que
desarrolla «una energía cosmopolita, universal que quiebra cualquier límite y
cualquier vínculo y se presenta como la única política, la única
universalidad, el único límite y el único vínculo»?
Yanis Varoufakis, El Minotauro global, Capitán Swing, Madrid 2012
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