Spinoza i el 15M.



El 15 de mayo de 2011, se produjo inicialmente en Madrid y posteriormente en otras ciudades españolas una movilización social sin precedentes. Lo específico, lo novedoso de esta movilización no era tanto su magnitud, aunque fue y sigue siendo considerable, como algunos de sus aspectos cualitativos. En primer lugar, se trataba de una serie de acontecimientos en gran medida autoconvocados a través de redes sociales y de agrupaciones recientes e informales de estudiantes y trabajadores precarios y posteriormente, de forma directa en las asambleas. En segundo lugar, a diferencia de las manifestaciones clásicas, el 15M ha tendido a mantenerse en el tiempo y el espacio, primero mediante las acampadas y posteriormente a través de una amplia red de asambleas populares en barrios y municipios, así como mediante la constitución de una serie de comisiones encargadas de generar un saber sobre la sociedad y la coyuntura capaz de rivalizar con el del poder e incluso de superarlo.

El 15M, que no es ni una manifestación ni una asamblea prolongada ni tampoco una organización clásica se autoconstituye como una nueva instancia de legitimidad democrática con un programa cada vez más constituyente. Es sin duda un modo de organización política de nuevo tipo con toda la informalidad de una manifestación o una asamblea espontánea, pero con una clara voluntad de hacer de esa misma espontaneidad e incluso de esa relativa informalidad las características de una nueva trama institucional centrada en un dispositivo central: la asamblea abierta.

Uno de los ámbitos en los que el 15M ha producido innovaciones es el del léxico político. Toda una serie de términos como “asamblea abierta”, “asamblearse”, “multitud”, “no representación”, “ausencia de miedo” hacen aparición como elementos de un nuevo discurso sobre la cosa pública, incluso de una nueva gramática de la política irreductible a las categorías lo que se entiende por política en los actuales Estados capitalistas democráticos. Estos términos se oponen al vocabulario de la democracia representativa: parlamento, elecciones, pueblo, legitimidad, violencia legítima, etc. De ahí que precipitadamente se calificara al 15M de apolítico o antipolítico. Sin embargo, desde el primer día, el 15M se puso a hablar de otro modo y lo hizo en un lenguaje nuevo que nadie le había enseñado, como si los términos hubieran ido cobrando sentido a medida que la realidad que ellos mismos contribuían a fraguar les ofrecía nuevos contenidos. Se trata de términos ya existentes o derivados de términos ya existentes --como ese verbo “asamblearse”, voz medio-pasiva de un inexistente verbo “asamblear”--, que se contraponen, sin embargo, a los que configuran el lenguaje del poder, como si fueran su otro, lo que los términos del poder no son y lo que no son términos del poder. Estrictamente se trata de significantes, de palabras en su sentido material, de emisiones sonoras o imágenes gráficas, consideradas independientemente de su significado, en su contraposición con otras a las que se oponen, como pueden oponerse entre sí los rasgos de un fonema y los de otro. Son palabras que producen efectos, que inspiran o reorientan prácticas. Mediante estos significantes, lo que los nuevos movimientos sociales están haciendo es oponerse al léxico y la gramática políticos de la modernidad marcada por el Estado capitalista moderno en sus distintas variantes, desde el absolutismo hasta el liberalismo y el neoliberalismo, sin olvidar sus formas de excepción como el fascismo o las formas aparentadas con el Estado de policía (Polizeistaat) denominadas “Estados socialistas”.

Un nuevo léxico se contrapone al anterior, pero ¿es realmente nuevo este léxico o sólo lo es en relación con aquel al que se opone? Podemos legítimamente poner en duda esta supuesta novedad, pues la modernidad política no fue un proceso que se impusiera pacíficamente, sin luchas y sin enemigos. Para imponer su orden, la burguesía tuvo que vencer e integrar bajo su hegemonía a lenguajes de fuerzas sociales opuestas. Thomas Hobbes, el gran gramático de la modernidad política burguesa no se entiende sin el discurso al que realmente se opone, el de los diggers y los levellers, el de los exponentes de esa “hidra de mil cabezas” que coincide según Peter Linebaugh (1) con la multitud que defiende la res publica, el Common-wealth (2), frente a la república de los propietarios, y pugna por establecer una república de los comunes. El Leviatán hobbesiano y sus derivaciones posteriores autoritarias o liberales se yergue como la figura de la república de la propiedad contra las actas de los “debates de Putney”, los manifiestos de los comunes producidos por el sector popular de la revolución inglesa. El lenguaje de Hobbes se opone también a la tradición republicana materialista y radical representada por Maquiavelo y prolongada, fundamentada y desarrollada en esa auténtica ontología política de la democracia que es la obra de Spinoza. Un Maquiavelo cercano al partido de los “libertini” de Siena (3) y un Spinoza que lamenta la falta de radicación popular de la república holandesa liberal de los hermanos De Witt. No es de extrañar que, precisamente, sean los significantes de esta tradición los que hayan hecho irrupción en las asambleas populares que reclaman los nuevos comunes desde la Puerta del Sol madrileña hasta el Occupy Wall Street neoyorquino, la plaza Syntagma ateniense o los sectores más jóvenes y laicos de las primaveras árabes. Frente al orden de la propiedad que expropia a la multitud tanto su capacidad política como la riqueza socialmente producida, reaparece el partido de los comunes, para el cual la reivindicación de democracia es inseparable de la reivindicación de la riqueza y de la capacidad productiva común, más allá de la propiedad, sea esta privada o estatal.

En el contexto del 15M, los significantes contrapuestos a los del orden de la propiedad y la representación se organizan en torno a tres consignas que ya se oyeron antes del 15M, en ese ensayo general --neutralizado por la victoria electoral de Zapatero-- que fue la protesta masiva contra la versión propagandística sobre los atentados del 11 de marzo de 2004 que intentó imponer el gobierno de Aznar. Son tres las consignas que vienen resonando en las plazas estos últimos años y que han logrado en el 15M estructurarse en una tesis política potente:

1. “Que no nos representan”.
2. “Que no tenemos miedo”.
3. “Lo llaman democracia y no lo es”.

Detrás de estas consignas, de las palabras que las constituyen, de las relaciones entre estas palabras y entre las propias tres consignas, nos encontramos con una auténtica tesis política. Esta tesis coincide en gran medida, y según intentaremos mostrar, de forma no casual, con la que se expresa en esa defensa e ilustración ontológica de la democracia que es la obra de Spinoza en su conjunto (y no sólo su filosofía política declarada como tal) (4). Esta tesis puede sintetizarse como sigue: todo orden político, cualquiera que sea su forma, tiene como base ontológica la democracia. Como base de toda realidad política, la democracia queda así retirada del catálogo clásico aristotélico y polibiano de los regímenes políticos: monarquía, aristocracia y democracia, para servir de fundamento material a cada una de estas formas e incluso a la propia democracia en tanto que es también una forma de gobierno. Esta operación spinoziana tiene una particularidad llamativa, pues es estrictamente la contraria de la llevada a cabo por la línea mayoritaria del pensamiento político occidental que incluye el absolutismo de un Bodin o de un Hobbes, el liberalismo de Locke, la democracia de Rousseau o la doctrina del Estado de Hegel. A través de estas variantes del pensamiento político dominante en occidente cabe reconocer una constante: la idea de representación como base de la unidad política, ya se realice esta representación a través de un monarca de carne y hueso, de una asamblea elegida o de la diferencia interiorizada por cada uno de los sujetos políticos de una democracia rousseauniana entre su voluntad particular y la voluntad general.



De ahí que la consigna “que no nos representan” ocupe en nuestra exposición el primer lugar y que su consecuencia última: “lo llaman democracia y no lo es” opere como conclusión de un posicionamiento político novedoso que se abre sobre algo que sí es democracia.

1. Que no nos representan

“Que no nos representan” es a nuestro entender la consigna que coincide con la crítica general de la representación política y de la política como representación alrededor de la cual toma forma la ontología política de Spinoza. En el contexto del 15M, esta consigna se ha podido interpretar de dos maneras divergentes: o bien como que quienes afirman ser nuestros representantes no lo son en realidad, lo que permitiría que se operase una corrección gracias a la cual acabaríamos siendo “bien” representados; o bien como que el “nosotros” del movimiento y de la pluralidad abierta de la propia sociedad y de las redes de cooperación que la articulan no es de ninguna manera representable. En la práctica, después de unos primeros momentos de vacilación en los que se consideró central la exigencia de una reforma de la ley electoral o la denuncia de la corrupción de los políticos, acabó prevaleciendo la segunda interpretación, que quedó confirmada, por lo demás por el desarrollo asambleario del movimiento. La radicalidad de la crítica del poder como representación extrema la coincidencia con el pensamiento de Spinoza.

“Que no nos representan” quiere así decir que hay algo en ese “nosotros” que es intrínsecamente y no sólo accidentalmente irrepresentable, algo que impide que un Uno se ponga en el lugar de la multitud y la sustituya, en otros términos, que la multitud sigue siendo estrictamente multitud en todas las circunstancias. Esto es muy precisamente lo que afirma Spinoza en la Carta L cuando explica a su corresponsal y amigo Jarig Jelles la diferencia entre su teoría política y la de Hobbes:

Me preguntáis qué diferencia existe entre Hobbes y yo sobre la política: esta diferencia consiste en que mantengo siempre intacto el derecho natural y sólo concedo en una ciudad un derecho al soberano sobre sus súbditos en la medida en que éste los supera en potencia; es la continuación del estado de naturaleza (5).

Spinoza mantiene así siempre incólume el estado natural y el derecho natural en que este se basa. Lo hace porque lo que determina la soberanía no es una ilusoria cesión contractual del derecho de la multitud a un Uno soberano, sino una correlación de fuerzas determinada interna a la propia multitud. El soberano no es ajeno a la multitud, sino, como nos enseña Maquiavelo, un agente más de la multitud, parte de una humanidad política que, metodológica y éticamente hay que considerar como “vulgo” (6). No hay ningún tipo de trascendencia del soberano a la multitud. La representación, en la medida en que expresa una realidad, no constituye una trascendencia efectiva, sino un efecto imaginario sostenido y reproducido por distintos mecanismos de producción de obediencia. El único contenido efectivo de la soberanía es, en efecto, la capacidad que tiene un determinado individuo u órgano de producir una obediencia generalizada de manera prolongada.

El mantenimiento del derecho natural dentro del propio estado civil tiene otra importante consecuencia, pues supone, además de la obediencia, una permanente resistencia por parte de la multitud, de tal modo que si el soberano gobierna efectivamente lo que gobierna es una materia que le opone resistencia, que sigue actuando y, en el propio marco de la representación, no admite nunca una completa sustitución de la multitud por un actor único. Este rechazo de la representación o mejor dicho de la representación como otra cosa que la representación imaginaria de lo que es una correlación de fuerzas efectiva modifica enteramente la ontología social característica de la modernidad.

Esta queda ejemplarmente definida en el esquema que Hobbes desarrolla en el Leviatán. En este esquema, los individuos, como se sabe, constituyen átomos separados entre sí. Cada uno persigue en exclusiva su interés propio sin que entre ellos exista nada realmente común, salvo ese común negativo que es el miedo a morir. Por ello mismo, el problema político fundamental es el de la unificación de una multitud dispersa y compuesta de individuos recíprocamente hostiles e incapaces en esas circunstancias de una auténtica vida común. El problema político será para Hobbes el de la constitución de un mando que pacifique, unifique y represente/sustituya a la multitud. Sabemos que esta unificación, a partir de las condiciones que hemos indicado sólo puede producirse mediante la creación de una instancia superior a cada uno de los individuos o bandos que componen esta multitud, una potencia estrictamente soberana. Esta instancia tiene forzosamente que trascender a la multitud, pues, de no hacerlo, sería tan sólo un bando, una parte de ésta incapaz de poner término a la guerra de todos contra todos. Para crear esta instancia soberana debe, así, romperse el círculo violento del estado de naturaleza mediante un acto de voluntad que se traduce en la decisión por parte de los individuos que integran la multitud y desean librarse del estado de constante peligro de muerte en que viven, de contratar unos con otros una completa transferencia de derechos y de poder a un soberano que se instituye a través del propio contrato.

La ontología social spinozista parte de un fundamento completamente opuesto. Si bien no niega el conflicto entre individuos, afirma la necesidad de que estos colaboren entre sí para subsistir (7). Los individuos humanos viven en un marco común, en un marco de ayuda mutua y de uso variablemente compartido de los bienes comunes. Para Spinoza, el individuo aislado y dotado en su aislamiento de un deseo infinito que necesariamente entra en colisión con el de los demás, es el producto de una imaginación triste en la que se privilegia el miedo y se oculta la radicación de la potencia singular del individuo en la potencia común de la multitud. La multitud sólo existe para Spinoza en cuanto expresión de lo común, de su propia cooperación, del mismo modo que la multitud infinita de las cosas de la naturaleza (los modos) no puede darse fuera de la sustancia común que constituyen y expresan a la vez. Dios y los modos se implican recíprocamente y de manera no accidentalmente análoga lo hacen la Ciudad (la comunidad política) y la multitud que la compone.

En las condiciones que caracterizan el trabajo en el postfordismo, la ontología social spinozista adquiere una sorprendente actualidad. Como sabemos, la producción postfordista se caracteriza por su ruptura con los rasgos jerárquicos y disciplinarios propios del modelo fordista. Quien unifica las operaciones productivas y pone a trabajar el organismo común compuesto por los diversos trabajadores no es un mando exterior. La cooperación entre trabajadores se desarrolla prevalentemente en una dimensión horizontal y sobre la base de conocimientos, capacidades y recursos comunes que caracterizan en trabajo en red y el trabajo cognitivo (8). La revuelta del trabajador social, precario, cognitivo, a la que estamos asistiendo recupera así en la práctica y de la forma más natural todo un tesoro de significantes asociados al spinozismo.

2. Que no tenemos miedo

La segunda consigna, “que no tenemos miedo” remite al modo específico en que el poder soberano y en general toda forma de poder o de dominación genera obediencia.

Tiene a otro bajo su potestad --nos dice Spinoza-- quien lo tiene preso o quien le quitó las armas y los medios de defenderse y de escaparse o quien le infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores, de tal suerte que prefiere complacerle a él más que a sí mismo y vivir según su criterio más que según el suyo propio (9).

El temor y la esperanza son así resortes de poder más eficaces que cualquier brida o que los muros de cualquier prisión, pues quien se vale de estos medios puramente físicos solo posee el cuerpo del individuo dominado, pero no su alma, mientras que quien lo tiene de las dos últimas formas “ha hecho suyas tanto su alma como su cuerpo, aunque sólo mientras persista el miedo y la esperanza” (Ibid.). El poder es así capacidad de producir obediencia en los individuos que le está sometidos pues “no es el motivo por el que obedece, sino la obediencia lo que hace al súbdito” (10). Los instrumentos fundamentales de esa producción de obediencia son el miedo y la esperanza. Miedo y esperanza son afectos correlativos e inseparables: “la esperanza no es sino una alegría inconstante surgida de la imagen de una cosa futura o pretérita de cuya realización dudamos. Por contra, el miedo es una tristeza inconstante surgida también de la imagen de una cosa dudosa” (11). Ambos afectos son expresiones de la heteronomía, pues la incertidumbre del acontecimiento futuro no es mera ignorancia, sino que depende de la atribución de su producción a un sujeto real o imaginario dotado de libre arbitrio. Se depende así de aquel a quien se atribuye el poder de producir a su arbitrio acontecimientos alegres o tristes para nosotros. La esperanza y el miedo, son por lo demás, afectos inseparables que se transmutan el uno en el otro, pues imaginar que no se llegue a producir un acontecimiento triste produce alegría y por lo tanto esperanza, mientras que imaginar que no vaya a tener lugar un acontecimiento alegre produce miedo...a partir de la esperanza (12).

No tener miedo es también carecer de esperanza, conocer la potencia propia y asumir una posición ética y política autónoma. No tener miedo es destruir la base de la obediencia pasional obtenida por el soberano mediante el temor y la esperanza, sustituyéndola por una obediencia racional basada en la convicción. De este modo, el poder soberano pierde la trascendencia que le otorgaban el miedo y la esperanza e incluso llega a desvanecerse como poder diferenciado al producirse todos los efectos positivos de unificación de la multitud y de establecimiento de un marco social seguro mediante las propias dinámicas internas de la multitud. De la monarquía se pasa así, a través de las formas oligárquicas, a la democracia concebida como aquel régimen en que el consenso y la concordia se basan en máximo grado en la racionalidad de la propia multitud, transmutándose la obediencia en libertad del individuo racional dentro del orden común de la ciudad.

El 15M, de nuevo, actualiza las temáticas spinozistas oponiéndose a una forma particularmente feroz de régimen monárquico, la actual monarquía restaurada por Franco y en la que se prolongan los efectos de la acumulación originaria de terror de la que nació el franquismo. De ahí la fuerte conciencia existente dentro el 15M de que la democracia encabezada por Juan Carlos no es ni mucho menos el pacífico Estado de derecho que pretende ser, sino, en sentido fuerte, un régimen o incluso “el” Régimen. Un régimen aparece como tal, como mera facticidad histórica basada de un modo u otro en la violencia, a partir del momento en que su legitimidad, entendida rigurosamente como capacidad de producir obediencia por medio del miedo y la esperanza desaparece en favor de la indignación:

Para que la sociedad sea autónoma --sostiene en efecto Spinoza--, tiene que mantener los motivos del miedo y del respeto; de lo contrario, deja de existir la sociedad. Pues, para aquellos o aquel que detenta el poder del Estado, es tan imposible correr borracho o desnudo con prostitutas por las plazas, hacer el payaso, violar o despreciar abiertamente las leyes por él dictadas y, al mismo tiempo, mantener la majestad estatal, como lo es ser y, a la vez, no ser. Asesinar a los súbditos, espoliarlos, raptar a las vírgenes y cosas análogas transforman el miedo en indignación y por tanto, el estado político en estado de hostilidad (13).

La indignación como pasión es directamente contraria a la atomización que el orden del Estado neoliberal nos impone. Spinoza la define como sigue: "Indignatio est odium erga aliquem, qui alteri malefecit.", la indignación es "odio contra alguien que ha hecho mal a otro" (14). La indignación es, pues, una pasión triste, un odio, una tristeza que atribuimos a una causa exterior a nosotros. Sin embargo, esa tristeza, este odio, tendrá una función fundamental: restablecer la relación social cuando el poder la daña y amenaza con destruirla. Es una pasión peligrosa, pues va directamente dirigida contra el poder opresor y pone en peligro el conjunto del orden social: "aunque la indignación parezca ofrecer la apariencia de equidad, lo cierto es que se vive sin ley allí donde a cada cual le es lícito enjuiciar los actos de otro y tomarse la justicia por su mano" (15). Sin embargo, como otras muchas pasiones que Spinoza considera tristes desde el punto de vista ético, la indignación no deja de ser una pasión política necesaria, pasión de resistencia, pasión constitutiva de un nuevo orden. Esto nos permite pasar a la tercera consigna del 15M que habíamos puesto de relieve.

3. Lo llaman democracia y no lo es

“Lo llaman democracia y no lo es”. Esta consigna viene a enlazarse con las dos anteriores como la conclusión lógica del “silogismo indignado”. Lo que aquí se expresa es una adhesión radical a la democracia, pero una adhesión exigente que no admite que se haga pasar por democracia un absolutismo por mucho que esté electoralmente legitimado. La democracia es sin duda otra cosa que el régimen por el cual los ciudadanos representados se ven excluidos de la vida política después de cada elección. Elegir, para el ciudadano del Estado neoabsolutista propio de las democracias liberales, es renunciar a cualquier posibilidad efectiva de decidir.

El capitalismo de hegemonía financiera ha puesto claramente de relieve el hecho de que el conjunto de las instituciones políticas de los regímenes capitalistas democráticos se encuentra abiertamente al servicio de los mecanismos generales de acumulación de capital. Este hecho estaba ya bastante claro desde Hobbes y los clásicos de la tradición liberal que son en realidad sus ingratos herederos. Para todos ellos, el poder político debe siempre producir y reproducir por medios siempre normales y siempre excepcionales las condiciones del buen funcionamiento del espacio en que se realiza la autovalorización del capital: el mercado. Queda así la decisión política limitada y subordinada por esta función básica. El liberalismo siempre reconoció como legítimo y justificó como necesario que el poder político se subordine al mercado y sus necesidades, que se convierta, según la expresión de Michel Foucault, en un “gobierno económico” (16) en el doble sentido de que, idealmente, debe gobernar poco y también de que el centro de gravedad del gobierno sea un control indirecto de la población mediante la economía.

En la actualidad, la crisis ha hecho visible lo que hasta ahora apenas se vislumbraba, poniendo de manifiesto el poder del capital y sus instituciones sobre un poder político que sigue considerándose “soberano”. Para el 15M, la democracia actual no es una democracia, porque el ciudadano no puede en ella decidir nada, puesto que todas las decisiones sustanciales se toman en una instancia supuestamente no política y regida por leyes “naturales” como es la de la economía. La crítica de la representación se completa así con una crítica de los intereses privados oligárquicos que dominan las instancias de decisión oficiales. La forma política de la representación tiene, así, en la dictadura del capital una fundamentación material que la hace a la vez posible y necesaria.

Frente a la representación/exclusión y su fundamentación en la dictadura del capital y de sus agentes sociales, los nuevos movimientos propugnan una democracia que “sí lo es”. En las formas, es una democracia abierta, una democracia que no es del pueblo sino de la multitud (17). En su base material, la democracia real se basa en las redes de cooperación y comunicación a través de las cuales se desarrollan, cada vez con mayor amplitud los comunes tanto cognitivos y afectivos como materiales (18). Y es que, a partir de la recuperación de los comunes cognitivos como instrumentos de cooperación productiva que ha tenido lugar en el modelo económico postfordista, se ha podido generalizar la conciencia y la reivindicación de lo común, extendiéndola al agua, al aire, la naturaleza, los servicios públicos etc.

La democracia no es una forma de Estado. Lo que “llaman democracia”, en cambio, sólo es eso: una forma del Estado esencialmente soberano y absolutista que difiere de las otras formas por la identidad del titular concreto de la soberanía, pero no por su modo de ejercerla. En “lo que llaman democracia” el soberano ya no sería un individuo ni una fracción oligárquica de la sociedad, sino el conjunto de la población representado en un parlamento. Una democracia parlamentaria coincide en lo fundamental con el esquema hobbesiano del poder soberano y de su ejercicio, pues solo permite una actividad política sustantiva a los representantes y, aún así, dentro de las limitaciones materiales que impone la obligación de asumir como prioritarias las necesidades de la acumulación del capital. Lo pertinente aquí no es siquiera la oposición entre democracia directa e indirecta. Incluso en una democracia directa como la que piensa Rousseau en el Contrato Social, la unificación de la multitud en un pueblo a través de la representación también está presente. Ciertamente, los individuos que constituyen el “peuple assemblé” (el pueblo reunido en asamblea) no están separados de sus representantes, pero sí están separados de sí mismos en cuanto se ven divididos por la distinción entre su voluntad particular y la voluntad general. Al igual que la voluntad legisladora del soberano de Hobbes y de Bodin, la voluntad general de Rousseau establece un más allá que trasciende a la multitud y pone límites al pueblo mediante un mecanismo de representación.

En Spinoza, la democracia se define como “Imperium omnino absolutum” (19), como un mando político enteramente absoluto. Esto resulta, en apariencia bastante paradójico pues según esto la monarquía absoluta o la oligarquía resultarían ser regímenes con un poder menos “absoluto” que la democracia. Sin embargo, esta paradoja se deshace cuando observamos que el poder del soberano absolutista definido como absoluto por estar más allá de las leyes, “solutus legibus” es en gran medida ilusorio. El monarca se presentaba como fuente única y unilateral de toda legislación y reivindicaba un poder ilimitado para aplicarla. El poder se presenta en este esquema como una sustancia, una cosa que puede ser objeto de apropiación patrimonial: se trata de ese poder que todo el imaginario político de la modernidad ha pensado como algo que se puede “tomar”. Para Spinoza, sin embargo, esto nunca puede ser así. El poder es siempre relación y, por ello mismo es siempre relativo y relacional. El concepto de “poder absoluto” es, por consiguiente, un absurdo. Cuando se ha intentado pensar, ha sido siempre bajo la forma de una imagen asociada a una pasión triste: tristeza del régimen del Turco que conforme al mito vigente en el siglo XVII, coartaba toda libertad individual, tristeza también de los totalitarismos, no menos míticos, de nuestra época (20). Tristeza e impotencia radican en la improductividad de todo poder que pretenda imaginarse sin tensión, sin resistencia.

Si el poder es siempre relación, esta relación es siempre compleja, pues se configura en un campo de relaciones coextensivo con las variadísimas articulaciones de la propia multitud. Todo poder separado es una ilusión, fruto a la vez de la arrogancia del gobernante y de la impotencia e indignidad de los gobernados. Ilusión es el Estado mismo: todo Estado en cuanto se basa en la integración de los individuos aislados en una unidad de representación y de mando reproducida mediante el mecanismo del miedo y la esperanza. Más acá de la representación están las relaciones efectivas internas a la multitud. Esas relaciones de cooperación material, lingüísticas, afectivas, cognitivas de las que Spinoza, gracias a su ontología social fue aún más consciente que Marx. La base de la democracia spinozista es la autodeterminación del campo de relaciones que es la multitud. El conjunto abierto de todas las relaciones, a costa de ser solo ese entramado y ninguna cosa concreta --ningún “pueblo” representable-- es el único sujeto del “Imperium omnino absolutum”. La multitud consciente de su potencia, de su capacidad de cooperación productiva, supera así la soledad del individuo del mercado representado por el soberano y con ello mismo liquida toda trascendencia imaginaria del soberano. Un gran spinozista, Antonio Negri, afirmaba en una reciente entrevista al diario argentino La Nación del 2 de noviembre de 2012, a propósito de esa ruptura con la soledad que es causa y efecto del poder soberano en los movimientos sociales actuales: “La multitud proletaria es libre, pero al mismo tiempo se reúne porque la soledad es el verdadero problema. No es la pobreza el déficit del ser, el verdadero déficit es la soledad. Hay necesidad de superarlo, de recomponerlo. La pobreza tiene la enorme fuerza de ser trabajo vivo. Se trata de un ser-ahí vivo y efectivo que se presenta como índice de asociación, de cooperación, de construcción. De construcción de ser: porque el ser puede ser construido y no preexiste como fondo. El ser no está siempre detrás sino que en cada momento se encuentra "ahí", como existente en el momento oportuno en el que se rompe la repetición monótona del tiempo. Se trata de la composición de las afecciones que Marx recupera de Spinoza”.

Conclusión

Ante nuestros ojos está teniendo lugar un doble proceso marcado por la deslegitimación y destitución de un absolutismo que se declara democrático y por la constitución de una democracia real ajena a la representación soberana. La democracia ya no se concibe como poder del pueblo, sino como gobierno de la multitud por sí misma. Sus instituciones ya no son las de la representación/sustitución, sino las de una cooperación institucional libre, horizontal, abierta, basada en las nuevas formas de cooperación productiva en que se sustenta la actual producción biopolítica. Distinciones hasta hace poco sagradas y evidentes empiezan a caer, como ocurre con la distinción entre política y economía ya en gran parte abolida por el capitalismo y su Estado privatizado. O con la distinción entre vida y producción. Este nuevo proceso está liquidando esa gramática política de la modernidad que tuvo en Spinoza su crítico más radical. Esto es lo que explica esa aparentemente misteriosa aparición de un filósofo del siglo XVII en el terreno político actual. Los significantes spinozistas fueron durante mucho tiempo malinterpretados y banalizados pues era imposible, sin graves consecuencias, asumir su radicalidad. Gran parte de la modernidad política expresada en la Ilustración es un esfuerzo por rechazar y asimilar banalizándolo el trauma que supuso el spinozismo. Hoy resurgen sus significantes y sus conceptos, dotados de nuevos contenidos, como instrumentos eficaces de crítica del mortífero y moribundo orden vigente. En cierta manera, los movimientos democráticos de la multitud que hoy se desarrollan están completando el capítulo inacabado del Tratado Político de Spinoza sobre la democracia, que los editores cerraron póstumamente con un “reliqua desiderantur”: falta el resto. Hoy ese resto se está de nuevo escribiendo.

Bari-Bruselas, octubre-noviembre de 2012

Notas

1. Peter Linebaugh, Marcus Rediker, The Many-Headed Hydra: Sailors, Slaves, Commoners, and the Hidden History of the Revolutionary Atlantic, Beacon Press, 2001.

2. Antonio Negri, Michael Hardt, Commonwealth, Belknap Press of Harvard University Press, 2011.

3. Jérémie Barthas, Retour sur la notion de libertin à l'époque moderne, in Libertinage et philosophie au XVIIème siècle, Publications de l'Université de Saint Etienne, 2004.

4. Cf. a este respecto: Antonio Negri, L'anomalia selvaggia, saggio su potere e potenza in Spinoza, Roma, Feltrinelli, 1981 ; y, más recientemente : Filippo del Lucchese, Tumulti e indignatio. Conflitto, diritto e moltitudine in Machiavelli e Spinoza, Ghibli, Milano, 2004.

5. «Quantum ad politicam spectat, discrimen inter me, et Hobbesium, de quo interrogas, in hoc consistit, quod ego naturale ius semper sartum tectum conservo, quodque supremo magistratui in qualibet urbe non plus in subditos iuris, quam iuxta mensuram potestatis, qua subditum superat, competere statuo, quod in statu naturali semper locum habet.» Spinoza, Epistola L, ad Jarig Jelles, Hagae Comitis d. 2. Iunii 1674., in Spinoza, Opera, herausgegeben von Carl Gebhardt, Heidelberg, Carl Winters, 1925, Bd. IV, p. 238.

6. «Nel mondo non é senon vulgo» Machiavelli, Il Principe, Cap. XVIII, Italia, Pisa, 1814, p. 69.

7. Cf. Spinoza, Ética, IV, cap. VII a IX.

8. Adelino Zanini, Ubaldo Fadini, Lessico postfordista, Milano, Feltrinelli, 2001.

9. Spinoza, Tratado político, traducción de Atilano Domínguez, Madrid, Alianza Editorial, 1986, p. 90.

10. Spinoza, Tratado Teológico-político XVII, 2.

11. Spinoza, Ética, III, XVIII, escolio II.

12. Spinoza, Ética, III, definiciones de los afectos, XII, explicación.

13. Spinoza, TP, IV, 4, p. 115.

14. Ética III, definiciones de los afectos, XX.

15. Ética IV, Cap.XXIV.

16. Sobre el concepto de « gobierno económico », cf. Michel Foucault, Sécurité, Territoire, Population, Paris, Seuil, 2004, lecciones del 25 de enero de 1978, p. 88 n. 40, y del 1 de febrero de 1978, p. 116 n. 23.

17. A propósito de la institución de la « asamblea abierta » uno de los análisis más profundos y lúcidos es el de Aurelio Sainz Pezonaga en su artículo: Complejidad y hegemonía en la política de movimientos. El caso 15M, publicado en el numéro 12 de la revista (en formato electrónico) Youkali, de enero de 2012, enteramente dedicado al 15M junto a otros análisis sobre este fenómeno que comparten en buena medida la inspiración del presente texto.

18. Cf. Antonio Negri, Michael Hardt, Commonwealth, Part 3: Capital and the struggles over Common Wealth.

19. Spinoza, TP, XI, 1, p. 220.

20. Cf. Étienne Balibar, «Spinoza, l'anti-Orwell», in La crainte des masses, Paris, Galilée, 1997.

Juan Domingo Sánchez, El spinozismo espontáneo del 15M: indignatio y crítica de la representación, iohannesmaurus, 21/11/2012

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