Todos se han vuelto gramscianos.





Últimamente se habla con frecuencia en los medios de “batallas culturales”, a menudo referidas a las que libra la ultraderecha y el trumpismo. Se habla de echar abajo la “cultura progre”, el “wokismo”, la “hegemonía cultural de la izquierda”, o como Trump de crear un “nuevo sentido común”. Se diría que se han vuelto todos gramscianos, pues se emplean en ello conceptos del gran pensador sardo. Y ciertamente hace ya decenios que la derecha ultra francesa (Nouvelle Droite, A. Benoist) había hallado un recurso teórico en esa obra inestimable que son los Cuadernos de la cárcel. Las batallas culturales no son algo de ahora, no se han dejado de librar desde que el capitalismo es tal. Cuando emergía le fue necesaria toda una pléyade de intelectuales que libraran una verdadera guerra de ideas contra las estructuras culturales antiguas. No hay más que leer el primer capítulo del Manifiesto para ver como Marx y Engels enfatizan esa lucha en la que “todo lo sólido se desvanece en el aire”. ¿No era la Ilustración, la filosofía, la literatura, la Enciclopedia, el anticipo de la Revolución? ¿No había entendido el mismo Robespierre que la revolución era la realización de la filosofía? ¿No había comprendido todo eso la Iglesia al incluir aquellos malditos libros en su Index librorum prohibitorum?

Para el pensador italiano las grandes crisis económicas no conllevaban una deslegitimación tal del sistema que abriese el camino de la revolución, y la razón de ello había que buscarla en la cimentación que proporcionaba un extenso y ramificado entramado ideológico que configuraba toda una cultura e incluso el propio sentido común. La ideología, pues, jugaba un papel muy relevante.

La ideología actúa continuadamente, pero no siempre adquiere la forma explícita de batalla cultural. Esto lo hace en determinados momentos o periodos, como el que venimos viviendo desde hace mucho tiempo, ahora más intensificado por la irrupción de la extrema derecha en numerosos países de distintos continentes. El acontecimiento de la inmigración masiva, llamada inevitablemente a acrecentarse, ha servido de motivo en la potenciación del par nacionalismo-xenofobia y sus divisiones (dentro/fuera, mismo/otro). Se desencadena el impulso de reafirmación de una identidad propia, en realidad idealmente reconstruida de forma excluyente, que ahora se siente amenazada y clama por el rechazo tanto de la diferencia que procede de fuera, como la nacida en su interior estimada esta como desviación traidora.

La derecha extrema quiere explotar el difuso resentimiento o malestar que tales cambios han generando en algunos sectores sociales: privilegiados del patriarcalismo, agricultores y ganaderos que creen excesivas las restricciones llamadas verdes (plaguicidas, talas, animales protegidos, uso de antibióticos, controles) cazadores, amantes del toreo, gentes de lugares de especial concentración de la inmigración, los incómodos y desorientados de todo tipo ante las nuevas diferencias. Su inquietud será dirigida, pues en contra de esa nueva cultura y de cualquier teoría científica que pudiera servirle de apoyo (relativa a cambio climático, extinción de especies, deterioro de ecosistemas, morbilidad, concepto de raza, etc). No se dejará de alimentar cierto antiintelectualismo en todo ese rechazo.

A ello habría que añadir los teóricos neoreaccionarios del aceleracionismo o de eso que confusamente se ha autodenominado Dark Enlightenment, Ilustración oscura (Land, Yarvin), auténtica antiilustración, por cuanto que consideran oscuro el legado moderno de Las luces y rechazan sin rebozo sus ideales de igualdad, universalismo, fraternidad. En esa tesitura, su propuesta sería la de una intensificación sin límite de la innovación tecnológica y en general de las fuerzas productivas que la revalorización del capital no dejaría de impulsar, la cual arrasaría las viejas ataduras, los sectores sociales e instituciones aferrados a ellas, ante lo que la democracia misma quedaría atrás como forma manifiestamente ineficaz y obsoleta, denunciada como opuesta a la libertad, y el mundo se convertiría en el reino de un modo nuevo de anarcocapitalismo, una sociedad que como complejo tecnoeconómico tendría un gobierno de monarquía absoluta, como el de un CEO director de la gran empresa. Eso es lo que pretenden oponer a lo que Yarvin llama The Cathedral, esto es al entramado institucional y de poder que promovería la cultura hegemónica actual que ellos combaten. No todas estas ideas son coherentes entre sí, hay mucho de cacofónico en ellas, pero en esas semiluces se mueven estos futuristas.

Trump hablaba de crear un nuevo “sentido común”, y si por algo se caracteriza este es por su naturaleza heteróclita, pues es “un agregado caótico de concepciones dispares” (Gramsci), sedimentos de enfoques e ideas pertenecientes a complejos diversos e incluso alejados en el tiempo. Nada menos fácil de cambiar, no es algo claramente disponible, al menos de forma directa; su tiempo corre mas lento que otras capas de nuestro intelecto. Con todo, cualquier cambio profundo afecta a ese nivel, esa es la gran ambición de estos nuevos ideólogos. En estas batallas andamos.

Jorge Álvarez Yágüe, Batallas culturales, Faro de Vigo 29/03/2025

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