Miopia moral.
Nuestro juicio moral es miope, tan miope como nuestro entendimiento del mundo. No se trata de una analogía superficial, sino de una correspondencia profunda, como si ambas formas de ceguera fueran engendradas por el mismo tipo de ignorancia ontológica.
Apenas comprendemos los mecanismos elementales que nos rodean: cómo se articula una cremallera, cómo se sostiene el vuelo de una aeronave o de qué modo germina y se cosecha una simple zanahoria. ¿Con qué pretensión, entonces, podríamos dictaminar con autoridad si nuestras acciones son moralmente válidas a escalas planetarias, civilizatorias o sistémicas?
La moral, como el conocimiento, es borrosa cuando nos alejamos del plano inmediato. Solo en el corto alcance, en la proximidad del daño visible, de la herida que se abre o del gesto que repara, podemos vislumbrar si algo es moral o inmoral. Incluso ahí, el juicio se tambalea.
En lo cercano —cuando vemos herir, consolar, castigar o cuidar— podemos intuir la carga moral de un acto. Si insulto a alguien o le tiendo la mano, es probable que mi gesto tenga un contenido ético comprensible. Pero incluso aquí hay ambigüedad: el médico que corta la piel para operar hace daño, pero salva. El soldado que dispara puede estar evitando una invasión mayor. El policía que detiene a alguien quizá evita una tragedia. Un «ya no quiero verte más» a la persona que más amas puede ser lo mejor para ella, para ti o para los dos, o puede que no. Porque todo está enmarañado. Por esa razón, si la moral directa ya es ambigua, la indirecta es prácticamente indescifrable.
Cuando las consecuencias se diluyen en sistemas complejos, lo moral se convierte en un relato. En una apuesta. Y, a menudo, en una ilusión. Enviar dinero al tercer mundo, consumir productos éticos, reciclar obsesivamente, evitar pajitas de plástico… todo eso se articula en torno a una narrativa moral que no tiene capacidad de ver el sistema completo. No hay feedback. Y sin feedback, como ocurre en ciencia, el juicio es endeble. No hay certeza, solo hipótesis, muchas veces basadas en emociones o en la necesidad de pertenecer a una comunidad que hemos determinado como la de «los buenos».
Todos, en general, queremos estar en el lado bueno de la historia. La cuestión es cuán convencidos estamos de que hemos acertado. Hasta dónde estamos dispuestos a ir con esa certeza.
Al final, el juicio moral que adoptamos suele coincidir con el de nuestros pares. No solo porque nos influencien, sino porque queremos pertenecer a una comunidad moral, ser validados, sentirnos buenos en el espejo del grupo. La ética no es una piedra: es un relato en constante reescritura, tejido con ciencia, con cultura, con afectos y con miedo.
Tal vez por eso nuestra brújula moral solo apunta hacia lo inmediato, lo visible, lo táctil. Solo reacciona ante el roce de una mirada, el temblor en la voz del otro, la sangre que todavía está caliente. Más allá de ese umbral —en el sistema, en las cadenas invisibles que nos conectan a miles de kilómetros— nos desorientamos. Nos extraviamos como náufragos en un mar sin olas. Y, sin embargo, seguimos tejiendo relatos. Los necesitamos para no hundirnos. Para fingir que sabemos lo que hacemos. Igual que usamos una cremallera sin entenderla, o pulsamos un interruptor sin sospechar el monstruo radiactivo que ruge en las entrañas de la central nuclear.
¿Somos buenos? ¿Somos malos? Ni lo sabemos ni podemos saberlo. Porque no somos ninguna de esas cosas. Somos otra criatura. Más oscilante. Más ambigua. Seres a tientas, que palpan el mundo como un ciego lo hace con un rostro desconocido buscando una expresión. Nos guiamos por sensaciones, intuiciones, por la presión de las miradas ajenas y el eco de lo que se espera de nosotros. No somos brújula. Somos péndulo. Y nos movemos según el temblor del instante.
Como hemos visto, la moral comparte la misma fragilidad que el conocimiento: ambos son artes de equilibrio sobre el abismo. Solo podemos aspirar a verdades parciales, resoluciones locales que se corrigen en la fricción, como el navegante que ajusta la vela según el viento y no según la carta estelar. Pretender certezas absolutas en sistemas que ni siquiera podemos mapear es una forma elegante de declararse zero epistémico, de renunciar al pensamiento bajo la máscara de la convicción.
La salida no es el cinismo ni la abdicación, sino una humildad activa, casi científica: contrastar, preguntar, corregir. Entender que toda app moral está, en el mejor de los casos, en fase beta. Quien abraza esa modestia no ve más lejos que los demás, pero afina la mirada sobre lo inmediato. Aprende a distinguir las sombras propias, esas que a menudo proyectamos en la figura del otro. Y camina con menos riesgo de confundir su reflejo con el rostro del enemigo.
Sergio Parra, Tu horizonte moral es tan limitado como tu horizonte epistémico, Sapieciología 27/04/2025
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