Silicon Valley: els intel·lectuals que construeixen el futur.
No hay que despreciar a estos pensadores de nuevo cuño. Para empezar, producen ideas con una eficiencia propia de una cadena de montaje: sus entradas de blog, podcasts y artículos de Substack tienen la sutileza de un tren de mercancías. Y sus “opiniones polémicas”, aunque llenas de vulgaridad, suelen basarse en tradiciones filosóficas concretas. Y están llenos de aciertos extraños e improbables: [el economista alemán] Albert O. Hirschman seguramente se sorprendería al ver que el poderoso análisis de su obra Salida, voz y lealtad alimenta campañas para construir Estados en red, ciudades privadas y colonias marinas. Los cacareados devaneos de Thiel con Leo Strauss y René Girard no son más que una rama de este árbol genealógico de la filosofía. Otra rama, más robusta, corresponde a Karp, cuya tesis doctoral sobre Adorno y Talcott Parsons sirve hoy como contrapeso intelectual del imperio de la vigilancia de Palantir. Adorna siempre con citas eruditas sus comunicaciones con los inversores; en una de las más recientes figuraba Samuel Huntington. Sin embargo, por alguna razón, la realpolitik para optimistas que ofrece Karp parece todo lo contrario de Adorno. “La capacidad superior de organizar la violencia que posee EE UU”, anunció en marzo en Fox Business, “es el único motivo de que el mundo haya progresado en los últimos 70-80 años”.
La retórica militante de Karp deja al descubierto la impaciencia de Silicon Valley cuando el pensamiento está desligado de la acción. Seguramente, Marx brindaría por el giro que han dado hacia la praxis: en lugar de limitarse a “debatir sobre el mundo”, tienen la voluntad, los medios —y ahora, por lo visto, “las pelotas”— que hacen falta para cambiarlo.
Los vocabularios taxonómicos a los que hemos recurrido hasta ahora —élites, oligarcas, intelectuales públicos— se tambalean ante esta nueva especie. Los filósofos-reyes de Silicon Valley no son simplemente los mecenas de antaño, que financiaban gabinetes de expertos u organizaciones sin ánimo de lucro. Ahora han creado un híbrido más potente: carteras de inversión que funcionan como argumentos filosóficos, posiciones de mercado que convierten las convicciones en operaciones. Y mientras los multimillonarios de la era industrial construían fundaciones para dejar un recuerdo de su visión del mundo, los personajes actuales crean fondos de inversión que son al mismo tiempo fortalezas ideológicas.
Hoy está cada vez más claro que el mayor peligro son los oligarcas tecnológicos, y no sus plataformas dirigidas por algoritmos. Su arsenal dispone de tres instrumentos letales: la gravedad del plutócrata (unas fortunas tan inmensas que distorsionan la física básica de la realidad), la autoridad del oráculo (pensar que sus ideas tecnológicas son profecías inevitables) y la soberanía de la plataforma (la propiedad de las intersecciones digitales en las que se desarrolla la conversación de la sociedad). La adquisición de Twitter (ahora X) por parte de Musk, las inversiones estratégicas de Andreessen en Substack y el acercamiento de Peter Thiel a Rumble, el YouTube conservador, han colonizado el medio y el mensaje, el sistema y el mundo real.
Debemos actualizar nuestras taxonomías para incluir esta nueva especie de oligarcas intelectuales. ¿Cómo situar a estas figuras en los grandes debates sobre los intelectuales? A finales de los años ochenta, Zygmunt Bauman esbozó dos arquetipos intelectuales: los “legisladores”, que descendían de la cima de la montaña con los mandamientos de la sociedad grabados en piedra, y los “intérpretes”, que se limitaban a traducir entre distintos dialectos culturales sin prescribir ninguna regla universal. Bauman siguió la pista de cómo iba erosionándose la postura legislativa en la posmodernidad: los grandes relatos morían; la autoridad universal se marchitaba; lo único que quedaba era la interpretación.
Nuestros oligarcas intelectuales empiezan siendo los intérpretes por excelencia. Se presentan como medios tecnológicos, unos canales pasivos para unos futuros inevitables. ¿Cuál es su talento especial? Interpretar las hojas de té del determinismo tecnológico con perfecta claridad. Ellos no prescriben; se limitan a traducir el evangelio de la inevitabilidad. Y así cumplen la función “intelectual” de su identidad de doble hélice.
Pero la cadena de ADN oligárquico se enrosca más. Equipados con sus visiones proféticas, exigen sacrificios específicos al público, el Gobierno y sus empleados. Altman viaja sin parar entre capitales como un Kissinger tecnológico, ofreciendo tratados de paz para guerras de IA que ni siquiera han comenzado. Musk dibuja el esquema del destino cósmico de la humanidad con la certeza de un plan quinquenal soviético. Thiel y Karp reformulan la estrategia de defensa mientras Andreessen reimagina el dinero y Srinivasan la gobernanza. Su talento interpretativo se transforma, como si fuera un camaleón, en mandato legislativo.Mientras tanto, los oligarcas intelectuales de Silicon Valley han construido puertas catedralicias a partir de lo que los posmodernistas calificaron en su día de escombros: un relato grandilocuente con palabras como “tecnología” —y “disrupción”, “innovación”, “IAG [Inteligencia Artificial Generativa] ”— inscritas en cada piedra, bajo el peso de la inevitabilidad. Hojean tomos como Lo inevitable: Entender las 12 fuerzas tecnológicas que configurarán nuestro futuro (Teell, 2018), de Kevin Kelly no como lectores, sino como editores, y escriben sus propios imperativos entre líneas. El magnate de la tecnología, que antes se conformaba con predecir el futuro, ahora exige que nos adaptemos a él.
Sus pronunciamientos presentan la consolidación y la expansión de sus respectivas prioridades no como un asunto de interés empresarial, sino como la única oportunidad de salvar el capitalismo. El “manifiesto tecnooptimista” de Andreessen —la encíclica digital que insta a Estados Unidos a “construir” en vez de lamentarse— rebosa referencias al estancamiento económico y asegura que la audacia empresarial es el único antídoto contra la esclerosis sistémica. Después de invocar a Nietzsche y Marinetti, decreta que la aceleración es una virtud y condena el impulso precavido por considerarlo una herejía. “Creemos que no hay problema material”, entona, “que no pueda resolverse con más tecnología”.
Thiel, con su continua insistencia en que Occidente ha perdido la capacidad de crear innovaciones audaces, también evoca la imagen de un desierto tecnológico que Silicon Valley debe irrigar. Por su parte, Altman ejecuta un ágil doble paso: primero declara que la IA devorará puestos de trabajo y luego propone la renta básica universal como la única solución lógica. Todas estas no son meras perogrulladas egoístas, sino imperativos existenciales: si rechazamos sus propuestas, veremos cómo se derrumba la civilización.
Todas estas declaraciones siguen una estrategia de una sencillez brutal: restablecer una alianza entre la clase intelectual tecnológica y el poder del dinero antiguo, para lo que había que eliminar todo pensamiento subversivo. La consecuencia ha sido que los oligarcas intelectuales se han convertido en una entidad social estable y coherente. De lo que no hay duda es de que no se retirarán ni siquiera después de aplastar a sus enemigos woke y a los amantes de las normas ESG.
No llegan al Washington de Trump como invitados, sino como arquitectos. Su maquinaria de manipulación de la realidad —inyecciones de dinero, control de las plataformas, burocracias que se pliegan para traducir la fantasía privada en política pública— ejerce un poder sin precedentes. Carnegie y Rockefeller inspiraban respeto, pero no disponían de un arsenal tan letal: la caja de truenos de las redes sociales, el aura de las celebridades, la motosierra del capital riesgo, la llave maestra del Ala Oeste. Con su capacidad de reescribir las normas, canalizar los subsidios y recalibrar las expectativas públicas, transmutan los sueños febriles —feudos de blockchain, colonias en Marte— en un futuro aparentemente verosímil. Por suerte, la aparente fortaleza monolítica del poder tecnooligárquico esconde defectos estructurales que los observadores devotos no ven. Paradójicamente, su evidente capacidad de tergiversar la realidad como les conviene se desautoriza a sí misma porque construyen unas cajas de resonancia que aplastan la crítica esencial mientras ensalzan la libertad de expresión. Separados del toque de mordacidad de los hechos sin adornos, estos pontífices de Silicon Valley pierden sus instrumentos de navegación. Y en un panorama ya lleno de muestras de culto al fundador, el contacto con la realidad sin filtros escasea cada vez más.
Este es uno de los numerosos aspectos en los que la política no se parece en nada a los negocios. El capital riesgo habitual tiene que hacer frente al frío juicio del mercado. Los capitalistas que proclamaron que WeWork era el futuro del trabajo vieron que las realidades de la pandemia pinchaban la burbuja. El mercado, pese a todas sus imperfecciones, pone a prueba de forma periódica las hipótesis de inversión de cada uno.
En cambio, el poder oligárquico ofrece una tentación más oscura: ¿por qué ajustar las predicciones para que encajen con la realidad cuando se puede manipular la realidad para dar validez a las predicciones? Cuando Andreessen Horowitz anuncia que la criptomoneda es la sucesora inevitable de la banca, a continuación no viene la adaptación, sino la activación: desplegar el peso del gobierno de Trump para transformar la profecía en política. La colisión entre las fantasías arriesgadas y la terca realidad es evitable cuando se poseen las palancas para reconfigurar la propia realidad. Y esa es la maniobra suprema: los oligarcas intelectuales reconfiguran la legislación, las instituciones y las expectativas culturales hasta que la profecía y la realidad se funden en una sola alucinación (gracias a ChatGPT, por supuesto).
Ahora bien, la realidad mantiene su punto de ruptura, una lección que los burócratas soviéticos aprendieron cuando sus ficciones cuidadosamente elaboradas se estrellaron contra las limitaciones materiales. El Partido Comunista Chino, más astuto en sus métodos, construyó unos sistemas de recopilación de quejas de varios niveles —foros digitales, funcionarios locales, ONG aprobadas— que proporcionaban información crucial sobre posibles turbulencias.
Los oligarcas intelectuales manifiestan el instinto opuesto: están siguiendo el modelo soviético. El aparato DOGE de Musk convierte a los empleados que no despide en maniquíes que asienten con la cabeza, mientras que su equipo va a la caza de los disidentes a través de las plataformas digitales con una eficiencia algorítmica. Al optar por negar la realidad como los soviéticos en vez de controlarla como los chinos, han creado unas cajas de resonancia que, en última instancia, romperán sus grandes proyectos.
La ironía hiere: estos hombres que ven comunistas al acecho por todas partes están a punto de perfeccionar el pecado capital de la tecnocracia soviética, que es confundir sus elegantes modelos con la realidad rebelde que pretenden domesticar.
La verdad es que no deberíamos sorprendernos tanto: cuando los oligarcas intelectuales se apoderan del aparato más poderoso de la historia, es inevitable que se transformen en apparatchiks, aunque ellos se vayan de vacaciones a acampar en el festival Burning Man en vez de los ostentosos sanatorios de Crimea. Es posible que Elon Musk empezara como Henry Ford, pero terminará como Leónidas Breznev.
Evgeny Morozov, Los oligarcas tecnológicos imponen su profecía, El País 20/04/2025
Comentaris