Esperar l'Apocalipsi, una forma de vida.


Crisis no es lo mismo que desolación. Crisis no es lo mismo que demolición. Crisis no es lo mismo que pobreza, enfermedad, humillación y muerte. Lo que esta Gran Crisis causa, sin embargo, con su comportamiento es un horrendo castigo que si ha tomado primero en sus fauces a los países del sur de Europa no ha terminado su devoración. Más que eso, según Huw Pill (¿píldora venenosa?) de la plantilla de Goldman Sach, el asunto no ha hecho -para España- más que empezar. ¿Acabar con la crisis, el paro, el empobrecimiento, la desesperación? Si la sevicia no ha hecho más que empezar a salivar ¿cómo será su vómito cuando se atragante?

Nadie lo sabe. Y aquí ha radicado durante estos años, faltos de luces, la tenebrosidad de la situación. Y su pesadilla. Porque en tanto se ha podido culpar a la codicia humana, a la desalmada conciencia de los banqueros, a las malditas ratas de las agencias de rating o a la incompetencia de los políticos la plaga de los crímenes de lesa humanidad, nos manteníamos en actitud vengativa, tan excitante que movía al saqueo o la subversión.

Pero ni siquiera los movimientos callejeros de revuelta han llegado ser demasiado enérgicos: ni incendiarios, ni incontrolados, ni saboteadores (Rayo Vallecano aparte). Las protestas contra los recortes en Grecia, Portugal, en España o Gran Bretaña, han brotado como fuegos fatuos. Bengalas del malestar, fumarolas de las fuertes heridas sufridas, pero nada equivalentes a quemar a los malditos ("que no nos representan") en la hoguera y a sus instituciones también.

Al cabo se ha llegado a un punto dominical en que los políticos siguen celebrando sus votos, sus langostinos, sus verbenas y nada puede esperarse de gentes que siendo prácticamente las mismas, unas han ganado mayoría y otras incluso las han perdido ya.

¿Entonces? ¿En quién confiar? ¿A qué esperar?

Por unos u otros medios, esta Gran Crisis posee el carácter natural de una hecatombe. O aún peor, los atributos de alguna catástrofe sobrenatural enviada sin razón, sin proporción, sin plazo de duración o alivio. De este modo, las víctimas han sido más que ciudadanos superexplotados de carnes al grill, cuerpos sometidos a una incompresible ley del Sistema que como un Dios sin seso (ni sexo) envió primero una oleada de fuego especulativo, luego otra marea de deuda ardiente y luego otra de fulgurante deuda soberana.

O, finalmente, por contraposición, un enfriamiento absoluto del ánimo y, por momentos, una rendición de los seres humanos a la perdición termal. ¿Será Angela Merkel el anticristo flamante? ¿Será Alemania la serpiente que recobra su aire de dragón histórico y capitanea un nuevo Holocausto interracial? No sería del todo extraño puesto que la historia profética del Apocalipsis lleva a ciudades malditas como Babilonia y de Anticristos que se encarnan en los mismos papas, como figuras perversas de la máxima santidad.

Pero ni siquiera esta narración de tremendo videojuego parece verosímil. Demasiado simple para entusiasmar, carente de intriga suficiente, falta de código cifrado y ausente de guerreros sagaces en busca del Santo Grial.

Pero, entonces, ¿qué es esto que pasa? ¿Asistimos a una representación del fin de los tiempos y seguimos contando como incautos las fechas de las cumbres, los días del rescate o los números de los institutos de medición? El Credit Suisse, un supuesto ángel incontaminado, ha calculado que las familias españolas han perdido casi un 20% de su riqueza efectiva en los últimos seis años. En ese número del diablo (6 años o 666) la boyante España de los ochenta naufraga y todavía no es consciente de cómo ha podido ser.

Ni siquiera los premios Nobel, Stiglitz o Krugman, alcanzan a diagnosticar con determinación las causas y los remedios. Y si de la enfermedad no se conoce sus componentes ¿cómo componer el remedio que neutralice la toxicidad?

De este modo, día tras día, mientras los políticos demoran sus acciones o las cumbres se derriten sin afrontar el Mal, la población se sume en un desánimo que, de un lado, representa a aquellos que se queman a lo bonzo ante los edificios oficiales. Pero también a los millones de familias (unos 13 millones de personas en España ahora) que de ser clase media o casi media han devenido en el cero de la sociedad.

Hace ochenta años, Keynes calculaba que para esta época la economía habría resuelto el problema de los ciclos y se dirigía a procurar un bienestar donde bastaría con trabajar tres horas. No iba si se quiere descaminado del todo. No habrá bienestar pero vamos camino de trabajar cero horas. Un desiderátum de esta coordenada que hoy se acompaña con la asíntota de la inanidad.

No trabajamos más, trabajamos menos. No trabajamos menos para vivir mejor sino que no hay trabajo para procurar que vivamos felizmente menos.

¿Triunfo pues del capitalismo rampante y rapaz? Triunfo funeral del capitalismo que extrayendo la médula de los obreros ha venido a convertirlos, uno a uno, en disecaciones de su misma figuración. Capitalismo taxidermista que en su maniobra de expolio termina, curiosamente, a su vez expoliándose a sí mismo y condenándose a la exfoliación total.

China espera a estallar con su burbuja inmobiliaria y tras ella los demás países emergentes desde la India a Brasil. Todo será una cuestión de tiempo, biológico y vegetal. De apenas un nuevo año chino y de una media docena para todos los demás.

Con ello el horizonte quedará allanado y deshabitado al modo de la historia que se cuenta en el cine de Yo soy leyenda. Siendo, además, en el caso de la leyenda de Richard Matheson, la leyenda intuida del mundo que nos parió.

Y nos mató. Segundo pilar, pues, del Apocalipsis de San Juan. No es una u otra circunstancia envenenada la que presagia el advenimiento de nuestro Gran Dolor. "Y del humo del pozo / Salieron langostas de la tierra / Y se les dio potestad. / Como los escorpiones de la tierra / prohibido les fue que dañasen la gramilla de la tierra / Y todo lo verde / y ningún árbol, Sino sólo a los hombres / Que no tienen el sello de Dios / sobre las frentes". Esto exclama el Apocalipsis de San Juan.

El corazón de Dios parece harto de la turbadora vida de los hombres y de este modo no quiere salvarlos del terrible Juicio Final. Sólo los árboles y la gramilla (¿la gallina, incluso?) le interesan, tal como los benditos ecologistas de tan buen corazón.

Porque ¿será cierto que el hombre ha pecado imperdonablemente contra el divino Cordero? Claro que no. Durante años el ciudadano consumidor no hizo otra cosa que cumplir con el comunitario mandamiento del consumo. Gracias a su consumo o su gasto en el hiperconsumo nacieron empresas y puestos de trabajo no sólo en Occidente sino en Oriente. Emergieron países, islas ahumadas, desde los fondos de la miseria y el mundo se creyó en la senda de una proeza planetaria que transportaba emigrantes del sur al norte y de la prostitución tailandesa a las factorías de seda estampada en los alrededores de Milán. Y viceversa.

Una gran kermés internacional, cargada de robos, droga y asesinatos múltiples, de tráfico de niños, de mujeres y órganos palpitantes, convirtió el mundo en una algarabía desarrollista que, con su pedrería de pecados, no dejó a casi nadie indiferente. Eso era el Progreso. Desequilibrado, delirante, especulativo y demencial fue el Progreso de la Postmodernidad. ¿Fue esta la neurótica causa de la crisis? Para que lo fuera realmente era necesario la locura contra un Dios. ¿Estaría dispuesto el mundo para esta blasfemia con carácter del Medievo? Claro que no.

El estallido de la burbuja financiera o de cualquier burbuja lasciva nacía de la extrema fermentación y la Humanidad no habría sido sino la levadura necesaria de un nuevo mundo que muchos empezaban a gustar y pronosticar. La riqueza se extendería por el planeta, los indios tendrían su Bollywood, los chinos su Sanghay Café y los brasileños su Maracaná universal. El fin de un tiempo viejo, el tiempo obsoleto del siglo XX se reemplazaba por el blanco resplandor del siglo XXI, sin gulags, sin guerras frías, sin amenazas atómicas, sin petróleo y sin C02.

Pero ¿habrá una guerra forjándose ya? En Irán, en Siria, en las Coreas, en China y en Japón. La Gran Depresión de 1929 halló su milagroso remedio en la Segunda Guerra Mundial. Allí murieron 60 millones de personas que podrían haber sido población desempleada y, por añadidura, las empresas envejecidas y sus gastados puestos de trabajo obtuvieron la oportunidad de sanearse con la última generación del marketing y la maquinaria nueva. ¿Será hoy precisa una nueva Gran Guerra para que la hormona capitalista pueda sobrevivir?

O bien ¿es concebible, de otro lado, una salvación absoluta del estrago actual que ya ha hundido a cientos de miles de empresas y hasta el alma empresarial de nuestra economía vigente?

Porque ¿el Estado? ¿Quién puede seguir esperando algo de este demacrado Leviatán? Si hay una criatura emponzoñada por el desastre esta es, en primer lugar, la política estatal y sus carcomidos comportamientos.
Y, sin política saludable o son-rosada ¿Cómo esperar la curación?

De toda la maldad de esta Gran Crisis pueden ser excluidos los obreros, los curas, los maestros y los auxiliares de enfermería. En el corazón de las tinieblas de esta formidable Crisis anida como el peor gusano la corrupción política y de cuya apestosa secreción ha sido apestada toda una sociedad de líderes partidistas, peores que los robbers baron, peores que las Cuatro Fieras que el Ángel del Apocalipsis explica como "Poderes Políticos". El León con alas de águila que evoca el Paganismo. El oso devorador de muchas carnes que anda con tres huesos en la boca. El Leopardo con cuatro cabezas y cuatro alas. La Fiera con pies de hierro de la que surge el Anticristo.

Puede esperarse que todo esto que ocurre para la ruina de los seres humanos provenga de un más allá. Razón esotérica que viene a cebarse en nosotros como acaso en otros planetas de los que no tenemos noticia ni rastro de PIB. Puede ser que esta etapa se inscriba en el proceso, no siempre dulce, de la Humanidad y que su parte más hostil se represente ahora. Puede ser. Pero ¿quién podría olvidar que unos se enriquecen a la vez que otros se despeñan en la indigencia? ¿Quién podría olvidar que las diferencias de renta han pasado de ser entre lo más alto a lo más bajo de 16 veces a 300 y a veces a 3.000?

No se trata sólo de una insufrible y gigantesca injusticia. Se trata sencillamente de una monstruosidad. Tan importante que decide el destino de los humildes, humilla su personalidad, descompone sus amores y sus familias, les condena como perros a comer de los contenedores y a vivir en chamizos en las faldas de la ciudad maldita. Esa Babilonia del Apocalipsis que han levantado los asalariados urbanistas de Tongzhou, Dublín, Seseña o Guardamar.

Los preppers o adeptos al prepping (preparación) forman un movimiento que se prepara para el colapso de la civilización occidental y ya encuadran a tres millones de personas, por lo menos. Todos ellos aprenden a cultivar judías o nabos, a elaborar pan, criar gallinas o confeccionar mermeladas, tejerse un suéter o hacer funcionar un motor con aceite de cocina. Todos ellos alertados por el inexorable fin de esta civilización.

De hecho, como enseña el Apocalipsis, no esperan una catástrofe a plazo fijo. Simplemente ven que esto va indefectiblemente de mal en peor. Viven pues para y por la catástrofe que, de ser tenida por un hecho extraordinario, se ha instalado como una "normalidad".

Huyen de las ciudades habitadas por zombis desocupados y del Gobierno de la nación colonizados (incubados) por las elites del dinero. La fantasía del aislamiento comunitario descrita por Night Shyamalan con la película The Village (2004) tiene su continuidad en el film 2012 de Roland Emmerich,  The Road, con la ventaja de que ya no dan qué pensar.

Los prepper no esperan nada de la civilización una vez que ha tomado estos derroteros denigrantes. En suma, no esperan nada del capitalismo ni del postcapitalismo, ni del capitalismo rosa o a la violeta. Todo ha quedado impregnado de un verdoso color que, como un moho, cae sobre la felicidad de los habitantes humanos, tan afectados por sus empleos precarios como por la subestimación del paro y la ferocidad de la desigualdad creciente, ardiendo como una zarza de cruel e injusta abnegación fatal.

Vicente Verdú, El triste color de la crisis, El Boomeran(g), 26/11/2012

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