Les ulleres nacionalistes i la història.
Los dos mil años de solera que Esperanza Aguirre atribuyó el pasado
mes de octubre a España parecen pocos para lo que el nacionalismo
español suele considerar como un apropiado abolengo nacional. Quizá a la
condesa de Murillo le tembló la mano y no quiso remontarse a las cuevas
de Atapuerca para buscar el nacimiento de la nación. La Hispania romana
le pareció suficiente. Esta genealogía delineada por Aguirre tal vez
precise de una aclaración, aunque solo sea por el hecho, quizá nimio
para ella pero embarazoso para la política exterior, de que el actual
Portugal estaba incluido en la demarcación provincial romana. Lo que
prueba que la historia nacional solo es historia nacionalizada a
posteriori.
Decía Ernest Renan que el olvido y el error históricos son
imprescindibles para la formación de una nación. Desde que en los años
ochenta historiadores como Eric Hobsbawm, o antropólogos como Benedict
Anderson, demostraran que la nación es un producto histórico y no un
hecho natural, tales olvidos y errores se hacen más necesarios que antes
para el nacionalismo. La nación no es una esencia eterna. Es, como
señala Anderson, una comunidad imaginada que, a través de imágenes,
mapas o historias se piensa como tal. Es un artefacto cultural que
requiere de unos conceptos impensables antes de las revoluciones
americana y francesa de 1776 y 1789 respectivamente. Que la palabra
nación apareciese antes de tales procesos históricos no implica que
tuviese el significado que desde 1789 iba a adquirir. Ningún rasgo es un
pilar del sentimiento nacional hasta que no hay un discurso
nacionalista que lo significa como tal.
Es frecuente considerar que una nación precede al estado y al
nacionalismo, cuando, como reconoció incluso el autoritario general
Pilsudski, principal artífice de la reunificación de Polonia en 1918, es
más bien al revés. De hecho, tras la unificación italiana de 1870, el
nacionalismo italiano pensaba que la principal tarea del nuevo estado
italiano era la de fabricar italianos. Para ello, como demostró Eugen
Weber en su historia de cómo se transformó a los campesinos de Francia
en ciudadanos franceses, se necesitaron unos medios de socialización
imposibles de alcanzar antes de la configuración de los estados
contemporáneos a lo largo del siglo XIX. Es un anacronismo pensar que
una campesina del siglo XVIII tenía el mismo sentimiento de identidad
que una ciudadana del siglo XXI. Atribuir sentimientos y motivaciones
actuales a las gentes que vivieron tres siglos antes es una operación
ideológica que, por burda que sea, precisa de un comentario.
Los orígenes de los grandes estados-nación europeos son como los del
capitalismo, violentos y sangrientos. Nada de lo que vanagloriarse. A
pesar de las bochornosas ceremonias olímpicas de Londres, no hay gloria
alguna en la industrialización británica. Al contrario, es una historia
llena de violencia de clase, expropiación del campesinado y explotación.
Es bien sabido que lo único que diferencia a una lengua de un dialecto
es el tamaño del ejército de cada uno. La historia de los estados-nación
da buena cuenta de ello. Y, como nos recordaron las palabras del
presidente de la AME, esto no parece haber cambiado en exceso gracias al
artículo 8 de la Constitución de 1978, vista por el bipartidismo como
el corolario final e insuperable de un viaje iniciado por los
“españoles” en 1812.
Un proceso que, lejos de ser teleológico y necesario como le gustaría
al Partido Popular, fue bronco, conflictivo y con alternativas
olvidadas por la sencilla razón de que unos tuvieron más fuerza, dinero y
metal que los otros. Espeluzna ver a tertulianos encolerizados hablar
del “adoctrinamiento nacionalista” catalán y no del suyo propio. Como si
su sentimiento nacional fuese algo natural, una posición neutra de
principio, y no el producto del nacionalismo.
No menos temor provocaron las palabras de Núñez Feijóo en su campaña
electoral. Decir que alguien es español aunque no lo admita, es
considerar a la nación como una esencia por encima del tiempo y de la
gente. Las lecciones de “historia verdadera” (sic) de Aguirre no
aguantan el más mínimo escrutinio intelectual. Provocarían una risa
desencajada si su intención no fuese la que es. Su irritada indignación
es la de una nacionalista convencida de que ella pasará, pero la nación
quedará. Y, como tal, olvida que el pasado no es uno, sino muchos y
diferentes. Que en esos pasados, que el nacionalismo desea reducir a uno
que conduce necesariamente a un presente concreto, a un orden social
determinado, lo único común a todos ellos es un proceso múltiple que los
agrupa y dota de sentido: el desarrollo conflictivo del capitalismo.
La lente nacionalista ha sido la más afín al poder. En la mayor parte
de los casos fueron las burguesías industriales o los estados ya
consolidados los que tejieron la idea nacional en torno a la cual todos,
sin excepción de clase, lugar o género, debían congregarse. Solo una
historia se decía posible, la de la nación que representaban las elites
del momento. Y, detrás de ellas, las demás clases en orden y concierto.
Como si una providencial necesidad fuese destruyendo toda alternativa o
residuo no asimilado.
Capitalismo y nación fueron de la mano en el siglo XIX y así entraron
en el siglo XX. La Gran Guerra hubiese sido imposible sin este
artefacto cultural. Es lo que en la Francia de 1914 se llamó la “unión
sagrada”, que obligaba a poner “intereses partidistas” a un lado en pos
de un consenso nacional que ganase una guerra entre elites imperiales.
La competencia entre las industrias europeas por los mercados mundiales
se trató de resolver en las trincheras del continente. En su mayor
parte, los muertos los pusieron las clases populares. Y el nacionalismo
patrocinado por los estados-nación lo hizo posible. Agitar la bandera y
el llamado “interés nacional” no puede ser inocente después de la pasada
centuria. La violenta historia del capitalismo no lo permite.
Miguel Ángel Sanz Loroño, La fantasía nacionalista del PP, Público, 12/11/2012
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