El retorn de la "chusma".

La foto es de AFT//Getty Images

Hay una diferencia fundamental que permite contrastar lo que fueron las grandes movilizaciones altermundistas del cambio de milenio —Seattle, Goteburgo, Niza, Praga, Génova, Barcelona, etc.— de las que han conocido numerosas ciudades del planeta en los primeros años de la década de 2010. El panorama que han deparado los grandes estallidos de ingobernabilidad urbana desde 2010 en adelante han presentado formas y formatos muy distintos a los de la multitud negriana, tras la que ya se ha procurado mostrar una reedición del concepto liberal de público. Por un lado, ha persistido la ya vieja tradición de grandes revueltas en barrios populares de periferias urbanas —Francia, Reino Unido Dinamarca— en las que se ha destacado la nula presencia activa de fundamento ideológico o proyecto político; por el otro, han surgido grandes movimientos —a veces colosales— de gente que han salido y han ocupado las calles y las plazas de sus ciudades en España, Israel, Portugal, Islandia, Wisconsin, México, Brasil, Chile, Colombia, Egipto, Túnez, Hong Kong, con un formato de acción que ha sido o bien relativamente inédito —los movimientos de indignados, la "primavera árabe", de todos los cuales el precedente serían las revoluciones "de colores" en los antiguos países socialistas.

Más allá de una denuncia general contra la situación existente —crisis económica, corrupción política, abusos económicos— las movilizaciones han tenido un escaso contenido ideológico, se han exhibido como antipolíticas y han renunciado a cualquier encuadramiento doctrinal y lo han denunciado cuando se ha llegado a insinuar. En muchos casos, los detonantes han sido cuestiones en apariencia menores o anecdóticas, como puedan ser el aumento en las tarifas del transporte público, el suicidio de una persona como consecuencia de la crisis, el precio de los productos agrícolas o el proyecto de construir un parking o un monumento en una plaza, pero han desembocado en grandes manifestaciones siempre acompañadas de altercados y violencia que parecían expresar una especie de hastío general ante el cuadro de corrupción y abuso que predominaba en sus respectivas sociedades y en una impugnación a la totalidad del sistema económico y político vigente.

A pesar de que en algunos casos, los discursos que se la han superpuesto a estos movimientos a posteriori hayan recreado el dialecto propio de las corrientes teóricas del ciudadanismo de izquierdas —es decir el repertorio ideológico disponible—, lo cierto es que la similitud entre estas convulsiones sociales recientes y las convocatorias altermundistas de diez años antes son notables. Lo que se ha visto en la década de 2010 en las calles y plazas de Londres, Atenas, Bogotá, Río de Janeiro o Ferguson, no son protestas contra la injusticia planetaria, llevadas a cabo por militantes altamente concienciados y supuestamente virtuosos, sino auténticas erupciones de rabia colectiva que reúnen muchas de las características de los alzamientos colectivos que acompañaron la constitución de grandes sociedades urbano-industriales en los siglos XIX y XX. Es decir, estas protestas, encendidas de manera que nadie había previsto o que desbordan ampliamente los términos de su convocatoria, tendrían no poco de reedición de lo que Hobsbawn había llamado "disturbios sin ideas": condición con­fusa de sus mo­ti­vaciones, fal­ta de objetivos definidos, apa­ren­te ar­bitra­rie­dad, desme­sura, contradicto­rio de sus fina­lida­des explíci­tas, presencia de argumentos prepolíticos y crip­torre­ligiosos, espontaneísmo, alta probabilidad de que no exis­tie­ra una mano oculta que pro­vocara sus actuaciones vio­len­tas...

Parece que nos encontremos ante un retorno de las viejas masas, no pocas veces bajo la forma de lo que la prensa oficial y los portavoces gubernamentales no dudan en volver a calificar como turba o chusma. No hay semana en que no se reciban constancias de la vigencia de esa vieja amenaza que viene de abajo —esa "niebla oscura y parda, a ras de suelo", de la que hablaba Cortázar, o ese "amasijo de algodón sucio", al que se refiere Céline en Viaje al fin de la noche—y que es la de las congregaciones humanas que, en las calles de una ciudad o de otra de un país o de otro, se licuan de pronto y expresan al unísono su malestar de airada e insolente. Esas formas radicales de disenso basadas en un uso masivo e intenso de la trama urbana excitan una retórica que las muestra como reapariciones de la antigua chusma, a la que el presunto avance civilizatorio no ha conseguido elevar moralmente mediante la inculcación de los valores de civilidad democrática. Los argumentos son ahora los mismos que los que se desde hace más de dos siglos se han venido lanzando contra todas las variedades de turbamulta urbana, tildándolas de expresión de animalidad humana liberada de sus correas. La frontera de lo tolerable continúa estando donde estaba: en que los concentrados no pierdan los estribos, que no se controlen y que haya que controlarlos. La única novedad es que los lenguajes políticamente pertinentes en la actualidad reclamarán ahora medidas policiales y legales contra lo que ahora se presentará como actitudes "incívicas", que suele ser un sinónimo de "violentas", por mucho que en las más de las veces la violencia haya sido provocada por aquellas instancias a las que algo enigmáticamente se presenta como fuerzas "de orden público".

La voluntad de este curso que hoy acaba ha sido la de poner de relieve la actualidad de los debates a propósito de estas formas de acción colectiva a cargo de fusiones humanas que se apropian de manera regular de los exteriores urbanos. Se ha puesto el acento en cómo se conceptualizan y también cómo se emiten juicios morales y políticos a propósito de su naturaleza. Al respecto, se ha procurado confrontar dos expectativas bien diferenciadas, de las que el resultado son dos concepciones a propósito de la masa bien diferenciadas, una de ellas, por emplear una imagen propuesta por Sloterdijk en El desprecio de las masas (Pre-Textos), que la concibe como sagrada —por divina o por diabólica, tanto da— y la otra que la ve como una forma rebajada de lo profano. Masas con aura y masas sin aura. Una de ellas ha aplicado a ese tipo de fenómenos principios interpretativos derivados de las lecturas energicistas de lo social, cuyos precursores serian —desde perspectivas distintas, pero compatibles— la izquierda revolucionaria clásica, tanto marxista como libertaria, y la tradición sociológica francesa originada en Durkheim y Mauss, ambos coincidentes en una evaluación positiva de aquellas circunstancias en las que los individuos se reúnen y generan con ello una nueva forma social. Esta sería el producto de una extraordinaria aceleración e intensificación de la interacción humana, de la que se derivaba una súbita desactivación de los factores inhibidores de la conducta producidos por los principios éticos abstractos y universales.

En tales circunstancias, la coincidencia física de individuos desindividuados —es decir liberados de aquello que les sujetaba, que no era sino el sujeto mismo—, se ponían al servicio de una musculatura social que podía desplegarse sin más fin que advertir de su disponibilidad —como en el caso de las expresiones festivas— o que podía intervenir de manera decisiva en una realidad vivida como insoportable por los colectivos movilizados. Estas ópticas han entendido que las actividades tumultuosas en ciertas coordenadas históricas, al margen de su aspecto estocástico y hasta irracional, vehiculaban lógicas ocultas, pero de urgente aplicación, puesto que resultaban de la percepción compartida de ciertos obstáculos que era perentorio vencer en orden a cambios en las condiciones del presente. En estos casos, las multitudes masificadas se convertían en encarnación y a la vez en brazo ejecutor del inconsciente colectivo, entendido este como pleonasmo, puesto que el inconsciente no es precisamente sino lo colectivo, un extremo más en el que Marx y Durkheim estarían de acuerdo.

El otro bloque de posiciones a propósito de las compactaciones humanas en acción corresponde a perspectivas teóricas cuya génesis y desarrollo se ha tratado de resumir aquí y que platean un tipo de elitismo que coloca al individuo autoconsciente por encima y enfrente de toda forma de fusión que desbarate la hegemonía que merece tanto desde el pensamiento reaccionario aristocratizante como desde la filosofía en que se sostiene la democracia liberal. Para esta última, sobre todo, las masas asustan, como es obvio, por lo que tienen de peligro para los privilegios de aquellos sectores sociales que se escudan en la retórica de las mediaciones presuntamente neutrales, que hablan de ciudadanía, civismo, civilidad, sociedad civil, espacio público, esfera pública, consenso..., para soslayar los determinantes económicos de la vida social. Las multitudes asustan, pero se procura que parezca que más bien escandalizan y ofendan los principios sacrosantos en que se basa el reinado absoluto del sujeto. Lo interesante es constatar como esa mística de la subjetividad como núcleo de la vida social ha acabado alimentando, disfrazada tras un lenguaje y un tono de aspecto revolucionario, una parte de la izquierda postmoderna, que ha contribuido de manera decisiva a la desactivación de la capacidad creativa de las viejas masas con un nuevo intento, ahora con un lenguaje aparentemente novedoso, de convertirlas en público.

Manuel Delgado, La nueva chusma incívica, El cor de les aparences, 28/01/2015

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