El paper dels sentits i la raó en la construcció del nostre saber del món.


 

Un amplio tema de discusión, dada su enorme importancia en la filosofía natural de los antiguos desde su propio origen, tiene relación con la veracidad de los sentidos. Bajo este título se plantea el problema en los tratados eruditos modernos. Se originó a partir de la observación de que los sentidos en ocasiones nos «engañan» —como cuando una barra recta, sumergida oblicuamente hasta la mitad en agua, parece quebrada—, así como de la constatación de que el mismo objeto afecta de forma distinta a personas diferentes —el ejemplo corriente en la Antigüedad era la miel, que resulta amarga al enfermo de ictericia—. Hasta hace poco algunos científicos se contentaban con la distinción entre lo que ellos de nominaban cualidades «secundarias» de la materia (color, sabor, olor, etcétera) y sus cualidades «primarias», extensión y moción. Esta distinción era sin duda una derivación tardía de la antigua controversia, un intento de solución: las cualidades primarias se concebían como constituyentes del extracto verdadero e inquebrantable, destilado por la razón a partir de la información directa de los datos sensoriales. Esta perspectiva hace tiempo que no es aceptable, por supuesto, dado que la teoría de la relatividad nos ha enseñado (si es que no lo sabíamos ya antes) que el espacio y el tiempo, así como la forma y el movimiento de la materia en el espacio y en el tiempo, son elaboradas construcciones hipotéticas de la mente, en absoluto inquebrantables, mucho menos todavía que las sensaciones directas, para las cuales debe reservarse el epíteto «primario» (si es que algo merece tal apelativo).

Pero la cuestión de la veracidad de los sentidos es sólo el preámbulo de otras mucho más profundas, que siguen en vigencia hoy día y de las cuales algunos de los pensadores de la Antigüedad estaban enteramente al corriente. ¿Se basa nuestra imagen del mundo únicamente en las percepciones de los sentidos? ¿Qué papel juega la razón en su construcción? ¿Reposa quizás esta construcción en último extremo exclusivamente en la razón pura?

En el horizonte del triunfal avance de los des cubrimientos experimentales del siglo XIX, cualquierperspectiva filosófica con una fuerte inclinación hacia la «razón pura» era verdaderamente mal recibida por los científicos destacados. Esto ya no es así. El desaparecido Sir Arthur Eddington se sentía cada vez más emocionalmente vinculado a la teoría de la razón pura. Aunque pocos lo siguieran hasta este extremo, su exposición fue admirada en lo que tenía de ingeniosa y fructífera. Max Born creyó necesario, sin embargo, escribir un panfleto como refutación. Sir Edmund Whittaker casi suscribía la afirmación de Eddington de que algunas constantes puramente empíricas pueden inferirse ostensiblemente de la razón pura, por ejemplo el número de partículas elementa les del universo. Dejando de lado los detalles y considerando desde una perspectiva amplia el esfuerzo de Eddington, surgido de una sólida confianza en la sensatez y simplicidad de la naturaleza, tales ideas no nos parecen en absoluto aisladas. Incluso la maravillosa teoría de la gravitación de Einstein, basada en evidencias experimentales firmes y sólidamente afianzada en nuevos hechos observacionales predichos por él, sólo pudo ser descubierta por un genio con fuerte inclinación por la simplicidad y la belleza de las ideas. Las tentativas de generalizar su magna y triunfante concepción para unificar el electromagnetismo y la interacción de las partículas nucleares respondían a la esperanza de «conjeturar» en gran medida el modo en que la naturaleza trabaja real mente, apoyándose en los principios clave de simplicidad y belleza. De hecho, derivados de esta actitud impregnan, quizá demasiado, el trabajo en la física teórica moderna, pero no es éste el lugar para las críticas.

Los puntos de vista más enfrentados en cuanto a la construcción a priori, a partir de la razón, del comportamiento efectivo de la naturaleza puede decirse que están representados en la actualidad por los nombres de Eddington por una parte y, si se me permite, Ernst Mach por otra. El abanico completo de posibles actitudes entre estos límites y el vigor con que se sos tiene un punto de vista, defendiéndolo y atacando, si no ridiculizando, la alternativa contraria tiene notables representantes entre los grandes pensadores de la Antigüedad. No sabemos realmente si asombramos de que estos pensadores, con su conocimiento infinitamente inferior de las leyes efectivas de la naturaleza, pudieran desplegar una diversidad tan grande de opiniones acerca de sus fundamentos (junto con el exaltado celo con que cada uno defiende su hipótesis favorita), o más bien extrañamos de que la controversia no se haya calmado, vencida por la enorme cantidad de información obtenida desde entonces. (pàgs. 40-43)


Erwin Schödinger, La naturaleza y los griegos, Tusquets Editores, Metatemas, Barna 1997

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