Contra l''ofensòmetre'.

by Eduardo Estrada
A raíz de los horrendos atentados de París se ha levantado cierta polémica acerca de si todos somos o no Charlie Hebdo. Como la primera opción (“Yo soy Charlie Hebdo”,apoyada por Mario Vargas Llosa en EL PAÍS del 9 de enero) fue la que tomaron muchos ciudadanos ya antes de que se convirtiera en postura oficial, el artículo de David Brooks en el New York Times (“Yo no soy Charlie Hebdo”, que EL PAÍS publicaba junto con el de Vargas Llosa) no tenía más remedio que llamar la atención y forzar la búsqueda de una “equidistancia” ponderada entre esas dos posiciones aparentemente enfrentadas, que se materializó en la secuela de Víctor Lapuente “No sé si soy Charlie Hebdo”(EL PAÍS, 10 de enero).

Lo primero que hay que decir sobre esta polémica es que, a pesar de la confusión creada por los títulos sobre todo en las “redes sociales”, el artículo de Brooks no defiende lo contrario que el de Vargas Llosa sino exactamente lo mismo y, en mi opinión, mejor, porque al entrar más en materia añade al gesto ya en sí mismo honroso de ponerse la pegatina de la defensa de la libertad de expresión una reflexión acerca de las condiciones que se han de exigir para poder llevarla con dignidad, y no solamente como una camiseta que nos garantiza salir en la foto de los buenos.

Sobre todo, acierta plenamente cuando define a los humoristas como una suerte de niños grandes, gamberros y pernipeludos que desempeñan la indispensable función social de protegernos contra nuestros propios ridículos: nos reímos de nosotros al reírnos con los niños o con los humoristas, aprendemos a no tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos al comprender su broma como broma, mientras que sí tomamos en serio lo que dicen los “eruditos sabios y considerados”. Así al menos deberían ser las cosas, aunque no estoy tan seguro de que esto ocurra “en la mayoría de las sociedades”, que según el autor serían inteligentes combinaciones de civismo y sentido del humor. Yo diría más bien que las sociedades donde se intenta mantener ese equilibrio son, por desgracia, una exigua minoría, y que incluso en ellas lo más corriente es reírse de los sabios como si fueran niños latosos y tomarse completamente en serio a los enfants terribles. He aquí algunos ejemplos, de menos a más: igual de “pueril” que cada invención de Gila, Wolinski o Tim Burton es la prohibición de que un catedrático universitario critique públicamente a la Asociación Nacional del Rifle, lo que pasa es que no nos reímos de esa prohibición porque, según nos cuenta Brooks, al tal catedrático lo despidieron de su trabajo por hacer esa crítica en twitter, y eso no tiene ninguna gracia.

Puede suceder, sin duda, que algunas palabras y viñetas “ofendan” o “falten al respeto” a algunas personas (sobre lo que volveremos en seguida), pero es preciso notar que la Asociación Nacional del Rifle no es una persona, como tampoco lo son “el islam” o “el islamismo radical”. Por el contrario, quienes se arrogan, sólo en nombre de sus sentimientos de ofensa, la representación directa y personal del “islam”, del “pueblo americano”, del “pueblo catalán” o del “pueblo vasco” están ya, lo sepan o no, haciendo una caricatura pueril y desvergonzada del islam, de América, de Cataluña o de Euskadi; son ellos quienes, como niños traviesos, caricaturizan aquello en cuyo nombre dicen hablar: ¿por qué a estos humoristas sí deberíamos tomárnoslos en serio? ¿No será porque, como al catedrático del ejemplo de Brooks, nos da miedo que nos despidan?

Muy en serio nos tomamos durante muchos años la caricatura que ETA hacía de los vascos (arrogándose su representación exclusiva), no porque la cosa no fuera de chiste, sino porque era un chiste cargado de goma 2 y 9 milímetros parabellum. Análogamente, y salvando todas las distancias, es un error pensar que son los dibujantes de Charlie Hebdo quienes caricaturizan “ofensivamente” el islam: ellos se limitan a retratar con total verosimilitud y realismo la caricatura que del islam hacen los terroristas, lo que pasa es que éstos últimos no nos hacen gracia porque llevan pistolas lanzagranadas. La historia nos enseña que había mucha más sátira contra el cristianismo cuando los cardenales pretendían influir en las decisiones políticas y reinar sobre la vida civil, y que el nivel de sarcasmo anticlerical ha descendido tanto más allí donde más la religión se ha convertido en asunto privado. Por eso, el argumento de Brooks es: “Yo no soy Charlie Hebdo… pero me gustaría serlo (en lugar de soportar la hipócrita corrección política de los campusestadounidenses o —podríamos añadir nosotros— el cinismo de quienes llevan la pegatina sin estar a su altura)”; y por ello termina abogando liberalmente contra toda prohibición en el ámbito del discurso público y oponiéndose a quienes ven en ese tipo de sátiras un “exceso” de la libertad de expresión que debería ser “limitado” o restringido.

Esa postura moderadamente restrictiva es la que adopta el profesor Lapuente, que encuentra abusiva la protección jurídica de la libertad de expresión porque con ella “se tolera prácticamente todo (como ha sucedido en Francia con Charlie Hebdo)”, nos dice. Se lamenta asimismo de que no exista un medidor objetivo de las ofensas que pudiera determinar el punto en el que hay que reprimir la libertad de expresión, que sería aquel en el cual “una persona (el Rey, fulanito de tal) o una comunidad (religiosa, étnica) se sienten tan seriamente ofendidos que pudieran llevar a cabo una acción desestabilizadora". Yo, por el contrario, celebro con alborozo que no haya “ofensómetros”, porque si los hubiera y se aplicasen como Lapuente propone, ello significaría ni más ni menos que si un loco se sintiese tan humillado por las ecuaciones de segundo grado que fuera capaz de cometer algún atentado ante su sola mención, habría que prohibir su enseñanza y la publicación de los libros que las contuviesen, que sería muy parecido a censurar Charlie Hebdo como medida preventiva contra actos criminales como el del 7 de enero.

A falta, pues, de “ofensómetros” objetivos, en los Estados de Derecho la resolución de los conflictos —cuya existencia es consustancial a la democracia— entre el debido respeto a la dignidad de las personas y la libertad de expresión constitucionalmente consagrada se encomienda a los tribunales de justicia; craso error, según Lapuente, porque el juez, pobrecillo, “con toda la buena intención del mundo, pero sin ser un experto en libertad de expresión, aplica la ley”. No digo que este sistema sea perfecto, pero lo encuentro en todo caso preferible a dejar estos asuntos en manos de unos presuntos “expertos en derechos y libertades” superiores a los jueces, que me recuerdan mucho a aquellos “expertos en virtud” que en la Atenas de Sócrates enseñaban lo que no puede aprenderse y vendían lo que no tiene precio, obteniendo pingües beneficios a fuerza de adular a los poderosos. Porque ello significaría sacar “preventivamente” la tutela de la libertad de expresión del ámbito de los tribunales y entregarla a unos comités deontológicos profesionales que, por ejemplo y para proteger los beneficios empresariales, podrían despedir a los viñetistas de Charlie que dibujasen determinadas caricaturas, igual que los rectores de las universidades de EE UU mencionadas por Brooks (sin duda asesorados por comités deontológicos) despidieron a ciertos profesores sólo por ejercer su libertad de cátedra, sin que en ningún caso los así reprimidos o despedidos puedan reclamar ante un juez contra esas acciones amparándose en la libertad de expresión.

En definitiva, la cuestión no es ser o no ser Charlie Hebdo, sino cómo hacernos merecedores de un derecho verdaderamente excepcional y estadísticamente raro en el mundo, como es la libertad de expresión, al que nos hemos acostumbrado tanto que solamente le asignamos su auténtico valor cuando de algún modo lo vemos amenazado. Es cierto que todos los días se publican millones de periódicos y millones de viñetas. Pero son una cifra pequeña (sobre todo cualitativamente) en comparación con todos aquellos que no pueden publicarse, quizá ni siquiera imaginarse. En honor a todos ellos, procuremos no descuidar ese milagro.

José Luis Pardo, Reírnos de nosostros mismos, El País, 14/01/2015

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