L'origen de l'individu.


¿Tiene sentido imaginar un pasado en que había hombres, aunque no individuos? La pregunta suena rara, o quizá estúpida. ¿Cómo Juan, Pedro y Pablo, en la medida en que existen y son hombres, no van a ser individuos? Y si lo son, ¿por qué no habrían de serlo igualmente sus tatarabuelos, y los tatarabuelos de sus tatarabuelos, y así de corrido hasta aburrirse? Pero ¡cuidado!, quizá hayamos ido demasiado aprisa. A lo mejor resulta que en la Edad del Bronce no había aún individuos. Pensemos en Áyax, según Sófocles lo retrata en la tragedia homónima. La figura procede del repertorio homérico, y si bien Sófocles la reinterpreta y estiliza y somete a alquimias varias, en ella se pueden percibir todavía rasgos típicos de las castas guerreras que asolaron Troya hacia 1200 a. C. Así que el tiempo nos ha legado, adherida a una invención poética, el presumible trasunto de un hombre remoto que no sentía como nosotros, que no respondía como nosotros, que no era como nosotros. ¿Cómo era entonces? ¿En qué sucesión de perfiles se habría descompuesto su rostro ante el objetivo de un fotomatón? Les resumo la tragedia en dos trancos: Áyax se siente afrentado al no recibir las armas del difunto Aquiles y decide tomar venganza de los Atridas y de Ulises, que ha sido agraciado con el honor y los despojos. Sin embargo, Atenea lo ciega, y el héroe, en un ataque de locura, confunde a sus enemigos con las reses que sirven para avituallar al ejército griego y causa entre éstas una degollina (también mata a unos pastores, a los que apenas se alude en la tragedia: las clases son las clases, o mejor, la gente menuda no cuenta cuando las clases son las clases). Recuperada la razón, Áyax decide que el ridículo en que ha incurrido es incompatible con su dignidad de príncipe y guerrero y se traspasa dejándose caer sobre una espada que ha clavado en el suelo, con la punta mirando hacia arriba.

Para los griegos de la Época Oscura no era posible que un hombre vulnerase su fórmula social sin convertirse en un monstruo, que es como designó Buffon a las criaturas cuyas partes se ensamblan contraviniendo las leyes de la naturaleza. Áyax constata su condición monstruosa y se da matarile, dado que cada cosa ha de estar en su sitio y él no ocupa ya ninguno en particular. Es precisamente esto, esta falta de fluidez, lo que provoca que no sea un individuo. El hijo de Telamón se encuentra encerrado en su noción principesca y heroica con la misma inexorabilidad con que un rinoceronte de Java lo está en el género Rhinoceros y la diferencia Sondaicus. Se altera el género o la diferencia, y desaparece el rinoceronte de Java; se anulan el aura y el rango, y Áyax se pierde en un equívoco que es como la nada. ¿Hemos terminado?

No. Al sujetar a las personas, el estatus impedía que unas clases penetraran en otras. Hace tres mil años, no habría cabido en cabeza alguna que un siervo de Áyax intentara igualarse con Áyax. Esa pretensión, además de impía, habría parecido desatentada, frenética, hostil al buen concierto de las cosas. En nuestro mundo, por el contrario, el estatus es algo en lo que se entra y de lo que se sale, no una esencia ni un destino. Consideren el caso de Reagan, actor en sus años mozos, después sindicalista, luego político y a continuación presidente de los Estados Unidos. Un antiguo, aterrizado en el último tercio del siglo XX gracias a una máquina del tiempo, se habría quedado perplejo y como fuera de sitio. Habría comparado, o casi, a Reagan con Dafne, que primero ninfa y después laurel. Esto no tiene nada que ver con lo que opinamos ahora. El fulgurante ascenso de Reagan no constituye para nosotros un milagro. Es sólo éxito.

La tesis que Larry Siedentop desarrolla en Inventing the Individual. The Origins of Westrn Liberalism (2014) está en línea con lo que precede: a fin de ser individuo, el hombre necesitó desacoplarse del sistema de categorías que en el pasado habían servido para definir su posición en la jerarquía social. Siedentop añade dos observaciones importantes. En primer lugar, y obviamente, la precarización de las categorías iguala a los hombres. En segundo lugar, los hace libres. Debilitadas o suprimidas las categorías, se dilata el espacio por donde es posible moverse sin entrar en colisión con el prejuicio, la tradición, las costumbres, el rito, la casta o el género. «Individuo», «libre» e «igual» integran, por tanto, conceptos correlativos. Se empieza por uno cualquiera de los tres, y se acaba fatalmente en los otros dos.

El libro ostenta, debajo del título, el subtítulo siguiente: «Los orígenes del liberalismo occidental». La apostilla es esclarecedora, y a poco que me apretasen, agregaría incluso que exacta. Existen motivos fundados para entender que la compleja química moral que propició la aparición del individuo, y con ella la igualdad y la libertad, impulsó también la justicia (o lo que nosotros consideramos tal), el pensamiento racional y la democracia. Sobre el proceso en sí o su lógica interna, en la medida en que la hubo, caben hipótesis diversas, tanto más contenciosas cuanto más ricas en pormenores y detalles. Pocos discuten, no obstante, que a lo largo del tiempo, en el arco comprendido entre el mar Negro y el Atlántico, fue produciéndose una concurrencia o confusión de hechos cuya sedimentación final es lo que identificamos como «Occidente» o, reduciendo las escalas, como «Europa», metonimia que usamos más para designar una sicología y una forma de vida que un continente propiamente dicho.

¿Dónde se dio el pistoletazo de salida? Siedentop se apunta a una explicación cristiana, que se puede aceptar hasta cierto punto, pero no al cien por cien. De añadidura, el autor estropea su valiosa idea con simplificaciones y reiteraciones que convierten a ratos la lectura de la obra en un martirio, no sé si en la acepción sacrificial de la palabra o en otras para las que no se ha encontrado aún un adjetivo lo bastante contundente. Tanto es así que estuve a pique de no terminar el libro y marcharme a otros libros o de copas. Después pensé que era una pena no discutir un asunto tan hondo como el que se aborda en Inventing the Individual y decidí hacer de tripas corazón. Pero no podía seguir la partitura original: me habría quedado sin lectores a la primera vuelta del camino. En consecuencia, he considerado oportuno moverme al bies. En la primera parte del artículo trazo una genealogía del individuo inspirada en algunas de las cosas que han conseguido saberse sobre el período grecorromano. Mucho de lo que afirma Siedentop se puede comprender perfectamente sin hacer alusión a Cristo, san Pablo o los Padres de la Iglesia. En la segunda parte expongo (y critico) el libro en sí, y en la «Conclusión» invito a Siedentop a que sea más franco y traiga al proscenio y vista del público a su Dios escondido y, sin embargo, omnipresente. Bien, es hora de empezar. Abro fuego con una andanada sobre griegos y romanos.

El individuo: primer intento

Suele ubicarse el origen de la civilización occidental en la mancha helena, allí donde ésta se inclina hasta tocar el macizo de Anatolia por su costado mediterráneo. En aquellas latitudes las ideas empiezan a cambiar superado el enorme apagón que se llevó por delante la civilización micénica, y ya no cambian, sino que se aceleran y como atropellan según avanza hacia su fin el siglo V a. C. Más de ciento cincuenta años después de que los fisiólogos hubiesen intentado una sistematización del cosmos, el sílabo cultural griego se enriquece con una noción que todavía perdura hoy: la del alma como centro o foco de la personalidad humana. En los cantos homéricos, el alma o psique se sustanciaba en un hálito que las gentes exhalaban por la boca al partirse de este mundo. Esa fuerza vital, mitad resuello, mitad espíritu, apenas si ofrecía concomitancias con el alma que nosotros guardamos en nuestro almario. No infundía unidad en las conductas o, dicho alternativamente, cumplía funciones cuya coordinación exacta elude aún a los expertos. Esto sigue siendo todavía así a mediados del siglo V a. C., como cabe apreciar por un pasaje desconcertante del Agamenón de Esquilo. Artemisa, contraria a las matanzas de inocentes que el ejército capitaneado por los Atridas perpetrará en Troya, detiene los vientos e impide que la flota aquea deje el Áulide y alcance su destino. De resultas, Agamenón se enfrenta a un dilema: o da satisfacción a la diosa sacrificando a su hija Ifigenia, o debe renunciar a la aventura troyana. Famosamente, el capitán de los aqueos sacrifica a Ifigenia. Pero lo hace en estado de trance: una furia incontrastable se apodera de él y lo arrastra a ordenar la inmolación de la joven. No resulta sencillo adivinar ilación ni continuidad en la secuencia de hechos desencadenados por la intervención de Artemisa. Fase 1: entre el honor de los griegos y la vida de su hija, Agamenón elige el honor de los griegos. Fase 2: los dioses irrumpen en Agamenón y aceleran la ejecución de la sentencia. La fase 1 entra en lo que un economista llamaría «teoría de la elección racional». La fase 2 evoca poderes portentosos de origen sobrenatural, pero que, de alguna manera, forman también parte de Agamenón.



Que no conozcamos dónde empieza y dónde termina Agamenón, suscita un problema análogo al que se plantea cuando un naufragio ha tenido lugar en aguas jurisdiccionalmente mal definidas. ¿A qué administración asignar la carga que contenía el navío? Mutatis mutandis: ¿a qué agente imputar el sacrificio llevado a cabo por el capitán aqueo? No se sabe. Lo que está claro es que el individuo, en el sentido que nosotros otorgamos a la palabra, no puede ser como el Agamenón que Esquilo saca a relucir en su tragedia. O el individuo se halla en grado de hacerse responsable de sus actos, o le falta algo para ser individuo. Conforme a una teoría de gran predicamento entre los helenistas, fue Sócrates el primero en atisbar la noción de conciencia personal –el documento de referencia es la Apología, escrita por un Platón todavía muy socrático–. Años después, y por efecto de una contaminación órfica, Platón añadiría, al hallazgo de Sócrates, elementos de índole metafísica y escatológica. El alma, que para los griegos arcaicos no cabía ni en la categoría de lo espiritual ni en la de lo material, se muda en un ente consciente de sí mismo y capaz de sobrevivir a la extinción del cuerpo. El texto clave para esta elaboración platónica es el diálogo Fedón, en que es Sócrates quien habla, pero Platón el que piensa. Entiéndase, el que en realidad dice las palabras que en el diálogo se atribuyen a Sócrates. Nos encontramos a principios del siglo IV a. C. La datación exacta del diálogo está aún por determinar (1).

Por supuesto, no bastó con que Sócrates se hiciera tales y cuales reflexiones, o Platón éstas o las de más allá, para que apareciesen los claros y las sombras, los esbozos de cosas, que prefiguran al individuo moderno. También hubieron de cambiar el derecho, la religión, la filosofía, la organización política y la social. Me centraré en la religión, el gran campo de batalla entre los filósofos ilustrados de la época sofoclea y lo que Gilbert Murray denominó «the Inherited Conglomerate», es decir, el acervo de supersticiones por las que aún se regían las ceremonias públicas en las ciudades-estado. En el Eutifrón, un diálogo presuntamente contemporáneo de la Apología, Sócrates pone en solfa a un adivino apegado a las creencias populares de los atenienses. Eutifrón es milagrero y eminentemente necio, y no ha comprendido que si todo lo que hacen los dioses es justo, lo justo puede ser injusto y al revés, puesto que los dioses, además de tirarse de los pelos por un quítame allá esas pajas, hacen unas veces una cosa y otras la contraria. Al caos que reina en la cabeza del buen Eutifrón, Sócrates opone una alternativa muy sencilla. El pasaje crucial reza así (Sócrates interpela al adivino): «¿Los dioses aprueban lo que es pío, o algo es pío sólo porque lo aprueban los dioses?» Optar por lo primero, que es lo que hace Sócrates, coloca evidentemente a la Razón por encima de los dioses. Y, en el fondo, también coloca al individuo por encima de los dioses. ¿Por qué? Porque aun admitiendo que el individuo pueda equivocarse al usar la Razón, incluso si concedemos que el individuo es falible e infalible la Razón, es él, quiero decir, el individuo, el que de hecho se enzarza y traba con la Razón, fructuosamente o no. Y entonces no importa ya, no es pertinente, lo que ordenen los dioses. En este sentido, la Razón socrática es, forzosamente, razón individual. Ya declinando a su final el siglo IV a. C., la nueva filosofía emergente, la estoica, desahucia de modo aún más decisivo a los huéspedes antañones del Olimpo, los cuales se sutilizan y enrarecen y acaban siendo reinterpretados como una expresión popular, exotérica, de andar por casa, del logos, el hálito inteligente que permea y mueve el universo. La aprehensión del logos propicia la virtud, un bien que ahora se encuentra al alcance de todos, incluidos los esclavos. Séneca, en De beneficiis, expresa la eficacia viajera y socialmente transversal de la virtud en una frase célebre: «[la virtud] no escoge casa o patrimonio. Se contenta con el hombre desnudo». Cobra igualmente perfil con los estoicos el Derecho o Ley Natural. El concepto de «Ley Natural» representó en origen una contradictio in terminis. El primer miembro del sintagma, «ley», aludía a la reglamentación de la ciudad, distinta en Tebas, Atenas o Esparta, en tanto que el segundo, «natural», designaba lo que, precisamente por ser natural, no depende de los decretos de los hombres y afecta por igual a tebanos, atenienses y espartanos. Los sofistas fueron proclives a subrayar la oposición entre los dos órdenes, con propósitos filosóficamente subversivos y no siempre congruentes. En Gorgias, Calicles, un joven enragé y parece ser que ficticio, asevera que las leyes han sido inventadas por los débiles y los flojos a fin de contener a los que son naturalmente más fuertes. Calicles es, por así decirlo, nietzscheano avant la lettre. Antifón subrayó, por el contrario, la esencial igualdad entre los hombres, quebrantada por leyes injustas. De él se conserva, o a él se atribuye, la sentencia siguiente: «Todos somos en todo iguales, bárbaros y helenos… Todos respiramos por la nariz y la boca, y comemos con las manos». En el cosmos estoico, la tensión sofística entre derecho y naturaleza se resuelve en una síntesis superior: la Ley suprema prevalece sobre los ocasionales de cada ciudad y marca un compás al que nadie puede ni debe sustraerse.

Por cierto que, en materia de autogobierno, se verificó una desincronía entre el avance real de la igualdad (un asunto del Bajo Imperio) y la libertad estrictamente política, que decae en Grecia tras la Guerra del Peloponeso y desaparece en Roma con la caída de la República. Este coitus interruptus del republicanismo descolocaría históricamente a Rousseau, el cual cifró el ejercicio de la igualdad en técnicas de participación política que el desarrollo de la cosas había dejado atrás antes del siglo I. El legado grecorromano fue, por tanto, inconcluyente. A la par que maduraban formas sociales sin las cuales no es dable entender el Occidente ulterior, se perdieron por completo las instituciones en que tiene su asiento la libertad política. El Derecho Público romano, mucho menos rico que el Derecho Civil, apuntó hacia el absolutismo, como no podía por menos de ocurrir bajo el Principado, y no les cuento ya, bajo el Dominado. Los rescoldos de Derecho Público romano, recogidos en el bric-à-brac del Corpus Iuris justinianeo, y reprocesados luego por los canonistas a partir del siglo XI, alimentarían en la Edad Media el absolutismo papal y, de rebote, el absolutismo del emperador y de los reyes, a quienes prestaron auxilio, consejo y coartada los equivalentes laicos de los canonistas. Esto es, los legistas, contra los que aún truena, en un remake sorprendentemente tardío de la Querella de las Investiduras, don Marcelino Menéndez Pelayo en la Historia de los heteredoxos españoles. Resumiendo: el itinerario clásico hacia las libertades modernas quedó trunco por la propia evolución del imperio y, a continuación, por las invasiones bárbaras. Es, por consiguiente, necesario, según dentro de un momento se verá, completar el cuadro con otras aproximaciones, en especial la que Siedentop intenta en Inventing the Individual.

¿Podemos extraer alguna enseñanza de este recorrido exprés por griegos y romanos? Sí. La igualdad fue imponiéndose en Occidente al paso que se racionalizaba la sociedad. La idea de un Contrato Social, u Original, o lo que sea, es una fantasía ahistórica. Reposa sobre la noción inaudita de que el hombre egresó de la selva armado de razón y con la impedimenta necesaria para darse instituciones políticas. Pero ni el hombre silvano era aún razonable, ni era todavía individuo, esto es, hombre emancipado. Esta constatación elemental lleva, grabada en el envés, una advertencia: y es que las emancipaciones funcionales son lentas y no admiten atajos. En particular, es casi inevitable que una ruptura desordenada con las rutinas recibidas vaya en detrimento de la igualdad y la libertad. No estoy pensando en un caso hipotético, de esos que se exponen desde el atril de una cátedra, sino en hechos reales y todavía recientes. Durante la segunda mitad de la Belle Époque, la intelligentsia europea se entregó con furor a la tarea de vulnerar límites y convenciones, y lo que sucedió no fue una reinstauración literaria o filosófica de la libertad sino el prefascismo, entendido como un talante moral más que como un proyecto político. Nietzsche, o mejor, el modo en que se leyó a Nietzsche, fue especialmente influyente. Pero también pusieron su grano de arena la estudiada brutalidad futurista, el elitismo revolucionario de Sorel, le culte du moi a lo Maurice Barrès o las interpretaciones que desde la orilla de acá del Atlántico se hicieron del pragmatismo americano (2). La suma de todo esto potenció lo que en Italia se conoce como superomismo: una exaltación del hombre superior que no se siente obligado por regla social alguna y tiene derecho a disponer de los demás a su antojo. Un representante célebre del superomismo de finales del XIX fue Gabriele D’Annunzio. D’Annunzio medía un metro y sesenta y un centímetros, fue calvo prematuro y no sonreía nunca a los fotógrafos porque tenía los dientes trastabillados y de color marrón. Pero era un superhombre. Las líneas siguientes están tomadas de Il fuoco, una novela en que D’Annunzio relata sus amores con la actriz Eleonora Duse. Stelio, el álter ego de D’Annunzio, ha acudido con su amante a un taller de Murano en que se afanan unos maestros vidrieros. Y piensa:

¡Virtud del fuego! ¡Ah, poder dar a quienes me aman la forma perfecta a que aspiro! ¡Fundir en el más alto fervor sus debilidades todas y hacer de ellas una materia obediente, en que queden impresas las conminaciones de mi voluntad heroica y las imágenes de mi poesía pura! (3)

No he tardado más de cinco minutos en tropezar con un pasaje que recogiera la vanidad e hinchazón de D’Annunzio, ya que las últimas salpican el libro con profusión, o mejor, sin contención. Esa vanidad y esa hinchazón, trasladadas al terreno de la acción política, inspirarían veinte años más tarde la aventura de Fiume, un precedente claro de la Marcha sobre Roma de Mussolini. Pero estoy divagando. Que un sujeto pueda echar los pies por alto y luego inflarse, y adquirir finalmente proporciones monstruosas, demuestra que no es fácil suprimir la compartimentación arcaica sin exponerse a calamidades serias. En este sentido, acierta Siedentop al vincular el ingreso del individuo en la Historia con el conocimiento de las técnicas sociales y psicológicas de que los hombres han menester para convivir unos con otros en un régimen ordenado de paz, cooperación y constructiva búsqueda de sí mismos.

En el epílogo, el autor menciona de soslayo los dos grandes peligros que amenazan a las democracias contemporáneas. El primero es de índole filosófica. El ideario liberal se ha corrompido y simplificado, y dado paso a la noción bárbara de que basta el mercado para que el individuo se relacione con los demás individuos y se mantenga terne y entero el todo social. El segundo afecta a los comportamientos, más que a las ideas. La decadencia de la política ha retraído a los ciudadanos a la esfera privada, con la resulta de que estos podrían estar olvidando las destrezas que permiten al individuo ser individuo sin dejar de ser sociable. La privatización y correlativo empobrecimiento de la existencia en las sociedades modernas nos retrotrae, casi por vía intravenosa, a un leitmotiv típicamente doctrinario: el de la société en poussière o sociedad atomizada. En un discurso parlamentario de 1822, Royer-Collard sostuvo que la experiencia revolucionaria y la dictadura napoleónica habían destruido los mecanismos de sociabilidad de la Francia antañona y convertido el país en un agregado inorgánico y a la vez despóticamente centralizado. Tocqueville aceptó el diagnóstico de su mentor doctrinario y, en De la democracia en América, propuso como remedio la imitación del ejemplo estadounidense: el individuo moderno sólo podrá superar su aislamiento mediante el gobierno de todos por todos, en el marco de instituciones libres y eficaces (4). Siedentop ha escrito un libro sobre Tocqueville y editado a Guizot, y en más de un aspecto su filosofía puede entenderse como un reenactment, una reactualización, del pensamiento liberal francés en el período que va desde la Restauración al Segundo Imperio. Esta vuelta a los viejos textos no tiene por qué ser impertinente, siempre que se tenga la cautela de extraer de ellos categorías de aplicación más general. Las turbulencias francesas durante el primer tercio del XIX pusieron en evidencia, más allá de circunstancias irrepetibles de tiempo y lugar, las dificultades que el ciudadano suelto experimenta para adivinar un perfil, un locus moral, en una sociedad que se ha sacudido la tutela de la tradición. Reflejan un malestar también significativo los fermentos nietzscheanos de la Belle Époque y sus secuelas en la Europa de después de la Gran Guerra, la contracultura americana de los cincuenta, o los hervores del 68. Ahora tampoco estamos para lanzar cohetes al aire: han entrado en descomposición los partidos, modestamente eficaces en la articulación de la vida colectiva hasta finales del último milenio, y se encuentran muy debilitadas las estructuras que median entre el Estado y el individuo, empezando por la familia y terminando por las iglesias o los sindicatos. El ethos contemporáneo, de añadidura, está operando como un disolvente social. Desde la izquierda se fomenta la autonomía personal a cuenta de recursos generados por terceros. Desde la derecha liberal se insiste igualmente en las excelencias de la autonomía, aunque con la condición añadida de que cada uno se pague lo suyo. Es obviamente preferible la fórmula liberal: si usted ha de dedicarse a maximizar sus satisfacciones, lo razonable es que lo haga a sus expensas y no a las de su vecino. Pero esto, con ser importante, no es quizá lo esencial. Lo más grave es que se hallan en crisis les mœurs, las costumbres, por emplear un término caro a Tocqueville. Es el momento de recordar que el último confirió al término «individualismo» una carga de signo negativo. El «individualismo» tocquevilliano no connota una sana independencia de juicio sino una mezcla de indisciplina y empecatado egocentrismo (5). Por ahí anda también Siedentop, punto arriba, punto abajo. Su recuperación de Tocqueville no se reduce, por tanto, a un acto de nostalgia. Representa más bien una reacción frente al liberalismo de sesgo libertario que adquirió preponderancia en el mundo de habla inglesa hace aproximadamente cuarenta años.

Hasta aquí, las generales de la ley, que se dice en la parla procesal. Es hora ya, sin embargo, de ir a la letra pequeña de Inventing the Individual. Como les he prevenido, Siedentop ignora a Grecia y Roma (extremo no menor apenas se repara en que una y otra fueron los escenarios en que se ensayó por vez primera algo remotamente semejante al autogobierno) y postula un itinerario exclusivamente cristiano. Tengo para mí que Siedentop, oriundo del Middle West, es un closet christian, un cristiano embozado que no consigue asomarse a la gentilidad sin experimentar un horror semejante al que sacudía a sus paisanos contemplando en la pantalla las recreaciones paganas del cine mudo, allá por los tiempos de la Ley Seca. Esto, por el lado malo. Por el bueno, está la circunstancia ya mentada de que el experimento grecorromano es obviamente incompleto. Así que no queda otra que enriquecer el combinado con el poderoso input cristiano y ponerse de nuevo a agitar la coctelera. Es lo que hago a continuación, de la mano de Siedentop.

Segundo intento: el horizonte cristiano

No es disparatado sostener que la Teoría de la Selección Natural cobró forma súbita en la cabeza de Darwin al tropezar éste con el pasaje en que Malthus afirma que los hombres se multiplican en progresión geométrica, en tanto que los recursos naturales lo hacen en progresión aritmética. Tampoco es absurda la idea de que la Teoría Especial de la Relatividad se expuso por vez primera en un artículo publicado por Einstein en 1905, o que Dujardin inventó el monólogo interior en 1887, con Les lauriers sont coupés. Existen nociones o técnicas que nacen de pronto en un lugar determinado o, mejor, entre el hueso frontal y el occipital de un cráneo determinado. Resulta un tanto aventurado, por el contrario, vincular un fenómeno social e histórico de largo recorrido a una noción concreta, alumbrada por una persona concreta en una fecha concreta. Y, sin embargo, Siedentop da ese paso: asevera que el orden moral moderno surgió con el concepto paulino de la redención por la cruz. La clave, el intríngulis, serían éstos: Cristo habría muerto por todos y cada uno de los hombres. Se trata de dos cláusulas que conviene distinguir, y luego relacionar, con el cuidado que el caso merece. La primera cláusula, «por todos», postula un hecho universal: el cristiano se siente rescatado junto a los demás hombres, esto es, empatado con ellos en el importante negocio de la salvación. De ahí que el cristiano no pueda considerarse cristiano sin entender que es igual a los demás hombres. Tenemos ya, armado casi hasta los dientes, el principio de igualdad. La segunda cláusula destaca que la experiencia de la salvación fue intransferiblemente personal. El creyente se estima manumitido de la observancia mecánica de la Ley y devuelto a la vida del espíritu, no como un quídam o un átomo más dentro de la especie, sino con la precisión y los pelos y señales de una criatura única a la que Cristo, por así decirlo, está mirando de hito en hito mientras padece en la cruz. El principio de igualdad se anuda en este instante con un nuevo principio: el de individualidad.

A partir de ahí la historia se echa a correr a lo largo de un camino pródigo en vueltas y anfractuosidades, aunque orientado siempre hacia una apoteosis final que Siedentop nos retrata como sublime: la protagonizada por el individuo libre, libre en la acepción contemporánea de la palabra. San Agustín refina y también radicaliza, según Siedentop, el mensaje paulino; la institución monástica, a partir del siglo VI, inaugura formas de vida comunal esencialmente libres; Carlomagno establece síntesis interesantes entre el orden bárbaro y el cristiano. La disputa entre los papas y los emperadores, iniciada en el siglo XI, produce dos novedades de monta: la demarcación de la autoridad (la secular referida a las cosas de tejas abajo, la eclesial a las de tejas arriba), y la organización política y jurídica de la propia Iglesia. Inspirada por el Corpus Iuris de Justiniano, ésta da forma al concepto moderno de soberanía: la ley ha de emanar de la cúspide (el papa con su curia), con el fin de regular la conducta, no de grupos, clanes o poderes intermedios previamente constituidos, sino del individuo suelto. El esquema que Siedentop celebra no es necesariamente alentador. Se tiene la sensación, harto justificada, de que se nos está esbozando la creación, in nuce, de la monarquía absoluta. Pero otro evento de enormes proporciones viene a poner las cosas en su sitio, entiéndase, en el sitio que conviene a la libertad. A través del Derecho Romano, aunque beneficiándose a la vez del fondo individualista que está implícito en el legado cristiano, los canonistas reformulan la ley invocando derechos subjetivos. Estos derechos son una anticipación de los derechos individuales que el pensamiento político pondría en circulación en el siglo XVII. Siedentop lo afirma literalmente en la página 359:

[…] las intuiciones morales del Cristianismo desempeñaron un papel indispensable en la conformación del discurso que dio lugar al liberalismo y secularismo modernos. En efecto, el liberalismo y el secularismo, en lo que va del siglo XVII al XIX, pasa por fases muy parecidas a las que recorrió el derecho canónico entre los siglos XII y XV. Se observa, entre ambos desarrollos, un paralelo sorprendente. Los canonistas, por así decirlo, «llegaron antes».

El libro se cierra con un análisis del nominalismo del siglo XIV y del movimiento conciliarista, tope y remedio a las tentaciones absolutistas del papado triunfante. Pero no puedo dejar que pase un instante más sin aclararles qué entiende Siedentop por «secularismo». En la página 332 escribe:

El liberalismo ha echado ya raíces en los argumentos de los filósofos y legistas canónicos de los siglos XIV y XV: la ley presupone la igualdad de aquellos a quienes se ha de aplicar; se estima que imponer una conducta en cosas que atañen a la moral constituye una contradicción en los términos; se defiende la libertad individual apelando a derechos fundamentales o «naturales»; y por fin, y para concluir, se propugna que el gobierno representativo integre la única fórmula legítima para una sociedad formada por individuos moralmente iguales.

Inmediatamente después, añade:

Sin embargo, estos elementos no lograron surtir todo su efecto, y se diluyeron en el siglo XV. No pudieron trabarse hasta dar forma a un programa coherente o una teoría de reforma del Estado soberano, o lo que es lo mismo, no acertaron a consolidarse en lo que ahora llamamos «secularismo».

El secularismo, en otras palabras, es un orden político y moral que postula la igualdad frente a la ley, pone límites a la acción del gobierno, consagra la participación en los asuntos comunes a través de órganos representativos, respeta la libertad de conciencia y deja suelto al individuo para que haga lo que estime conveniente mientras ello no lesione intereses de terceros. «Secularismo», por abreviar, equivale a «democracia liberal». Se puede ser un demócrata liberal y no creer en Dios, faltaba más. De hecho, el orden secularista, o como prefiramos llamarlo, consiste, entre otras cosas, en hacer abstracción de la fe en todo lo que afecta a los hombres en tanto que ciudadanos, y no miembros de una confesión determinada. Pero no habríamos podido convertirnos en demócratas liberales sin haber sido antes cristianos:
[…] el liberalismo se fundamenta en principios inherentes al cristianismo. Preserva la ontología cristiana [la cursiva es mía], aunque no abrace la metafísica de la salvación (p. 338).
¿Es plausible esta variante de la interpretación whig de la historia, en que permanecen el esquema y la teleología pero varían los referentes y su ubicación en el tiempo? ¿Donde los hechos estelares no nos vienen dados por la Carta Magna, la Reforma o la Revolución Gloriosa, sino por episodios remotos, relacionados estrechamente con nuestro pasado religioso? La respuesta es un «no», matizado por un «sí». El relato de Siedentop es simplista, sesgado e inaceptablemente lineal. A la vez, es manifiesto que la Edad Moderna se levanta sobre edades anteriores, que no cabe pasar por alto sin arriesgarse a no ver tres en un burro. Un momento merece especialmente la atención de los interesados en la paleología de Occidente, y la merece tanto más cuanto que los historiadores modernos y contemporáneos son proclives a no dirigir la mirada más allá del período en que están especializados. Ese momento nos remite a la novedad absoluta que en el mundo antiguo supuso la religión judeocristiana. Y digo «judeocristiana», y no «cristiana» a secas, porque es descabellada la idea de pretender, como hace Siedentop, que Pablo de Tarso inauguró en solitario una etapa inédita en la historia del espíritu. David Abulafia, catedrático de Historia del Mediterráneo en la Universidad de Cambridge, ha señalado, en una reseña del libro de Siedentop, que casi todos los pronunciamientos paulinos que el autor cita en abono de su tesis glosan, parafrasean o reelaboran otras tantos pasajes veterotestamentarios. Étienne Gilson, infinitamente más versado que nuestro autor en filosofía cristiana y en el pensamiento de los Padres de la Iglesia, reproduce en el capítulo XVII de L’esprit de la philosophie médiévale («Intention, conscience et obligation») unos versículos impresionantes extraídos de Jeremías 17: «Yo, Yavé / que penetro los corazones / y pruebo los riñones, / para retribuir a cada uno según sus caminos, / según el fruto de sus obras». Este Dios es ya un Dios interior, esto es, un Dios que conoce al creyente desde dentro y que habla en susurros que sólo el creyente puede oír. Cabe medir la distancia gigantesca que separa a este Dios íntimo y próximo de los dioses viva la Virgen de la tradición griega, estableciendo algunas comparaciones elementales. El que se haya entretenido leyendo la Historia de Heródoto, recordará con seguridad el lance de Creso y los oráculos, relatado en el Libro I. Creso, rey de Lidia, considera llegado el instante de parar los pies a Ciro, cuyo poder está alcanzando dimensiones peligrosas. Pero desea antes consultar a los oráculos con el fin de no dar un paso en falso. ¿Qué hace? Tantea la competencia profesional de los dioses domiciliados en la región por el procedimiento de formular una pregunta cuya contestación sólo él conoce. Supera la prueba con éxito la Pitia de Delfos, la cual se expresa, como mandan los cánones, en impecables hexámetros. Creso se apunta a sus servicios y procura asegurarse de ahí en adelante un trato favorable depositando a las puertas del santuario una cantidad fabulosa de oro. No continúo el relato, porque no viene al caso: recuerdo únicamente que la Pitia no era mucho más explícita que las echadoras de cartas que se despachan diariamente por televisión, y que a la cuestión que preocupa a Creso (¿guerra sí o guerra no?) responde con un acertijo o calambur que el rey lidio no acierta a interpretar a derechas y que le determina a embestir a Ciro y perder la guerra, el trono y la libertad.

Heródoto, antropólogo en esbozo, tiende a exagerar las diferencias que dividen a los griegos de pueblos amena y sorprendentemente distintos: los escitas, los arimaspos de un solo ojo, incluso los egipcios, a los que atribuye el hábito inverso de comer en la calle y defecar dentro de casa (es fácil adivinar, rectificando esa inversión, qué hacían los griegos). Pero en el caso de Creso, no. Aquí se desenvuelve con naturalidad absoluta, ya que las costumbres que relata seguían siendo moneda corriente en el tiempo en que escribe. Resulta claro, clarísimo, el enorme salto moral que hay que dar aún para ponerse a la altura del Dios de Jeremías. El último presupone, y a la vez propicia, una forma de conciencia. Los dioses griegos, bien entrado el siglo V a.C., siguen siendo sin embargo (recuerden el lance de Eufitrión) a manera de tahúres: conviene tentar su fondo antes de fiarse de ellos, y, de añadidura, están abiertos al soborno. De modo que sí, de acuerdo: el cristianismo introdujo cambios que no debemos echar en saco roto si es que aspiramos a comprendernos a nosotros mismos. Admitido esto, podemos admitir también que el revival clasicista impulsado por Maquiavelo, o más tarde, por Mably y Rousseau, está afectado de cierta impostura libresca, de cierto amaneramiento pedante. Entre una tradición viva y un motivo literario existe la misma distancia que entre el agua o el aire y un apéritif : los primeros sirven para que nos nutramos; el segundo, para que estimulemos el apetito. Siedentop, uno de cuyos autores de cabecera es Fustel de Coulanges, defensor de la Francia burguesa del XIX frente a las ensoñaciones clasicistas de la escuela jacobina, recoge la antorcha del autor de La Cité antique y en el último capítulo del libro arremete contra el Renacimiento y las lecturas que sitúan en éste el comienzo de la era moderna. Esto tiene su gracia retro, incluso, su aquel. Desgraciadamente, Siedentop se atreve a mucho más. En el capítulo 17, en su recorrido por el siglo XII, dedica algunas páginas a Abelardo. Abelardo diferenció famosamente la intención con que un agente X realiza un acto, de las consecuencias exteriores y no siempre deseadas del acto en sí. Sólo lo primero, quiero decir, la intención, contaría a efectos morales. Las consecuencias también son importantes, por supuesto, ya que afectan a la propiedad, la vida y asuntos por el estilo. Pero carecen en sí mismas, según Abelardo, de dimensión moral. Se trata de cosas que atañen al brazo secular y la obligación en que éste se encuentra de asegurar el orden. Entran, como nosotros diríamos ahora, en el fuero de la política o, mejor aún, de la policía, no de la conciencia.

El distingo entre la intención y el acto en cuanto acto viene por vía directa de san Agustín y la lectura que éste hizo de san Pablo, y presenta enorme interés. Ahora bien, de aquí a consagrar a Abelardo como un protoliberal y un defensor ex ante de la libertad de conciencia, en la acepción de un Locke o de un Pierre Bayle, media una distancia sideral, que nadie en sus cabales debería recorrer. No arredra ello a Siedentop, quien escribe en el capítulo 18: «[…] los canonistas tradujeron el concepto cristiano de “interioridad” al lenguaje de la ley. Esto puso los fundamentos del liberalismo moderno». En la página siguiente añade: «Al asociar la “razón recta” con la voluntad, san Pablo y san Agustín formularon una visión “democrática” de la racionalidad».

El disparate salta a la vista. Nunca, o casi nunca, el importe institucional, político y práctico de tal o cual filosofía moral resulta ser inequívoco. El significado latente de una idea, entendiendo por tal el que quieran darle agentes históricos y sociales animados de intereses diversísimos, varía al compás de las circunstancias, según una lógica que se derrama a izquierda y derecha y arriba y abajo del molde enunciativo en que la idea estaba inicialmente contenida. Rige ello para las especies paulinas y agustinianas, rige para Platón, Aristóteles o Epicuro, e igualmente para santo Tomás, san Anselmo o Abelardo. Tomemos a Guillermo de Ockham, uno de los héroes de Siedentop. Es cierto que impulsó el conciliarismo. Pero no lo es menos que su voluntarismo teológico está detrás del totalitarismo político de Hobbes, un hombre de linaje y formación calvinistas (su padre, un borracho notable, estuvo al frente de una vicaría de Wiltshire). El concepto moderno de soberanía fue fraguándose a lo largo de los siglos XVI y XVII en un marco no emancipado aún de la teología, y cabe apreciar pasillos, analogías, entre Dios soberano y el soberano coronado que reina sobre nosotros en este valle de lágrimas. Sea como fuere, Leviatán comparte con el Dios de los nominalistas el atributo formidable de hacer que algo sea bueno o malo por el solo hecho de desearlo. Por cierto, Leviatán puede encarnarse también en una asamblea democrática, según Hobbes, detalle que debería interesar (e inquietar) a quienes, en nuestros días, en la radio o en los diarios, afirman cosas tales como que el pueblo siempre tiene razón. Pero éste es otro asunto. El caso es que, aunque la teología ockhamista no tiene por qué tener consecuencias políticas de índole totalitaria, o sólo las tendrá si se identifica a Leviatán con Dios, es igualmente cierto que no tiene por qué no tenerlas, y que de hecho las tuvo. ¿Diremos que Ockham fue un totalitario avant la lettre? Esto sería prepóstero: implicaría endosar a Ockham opiniones que no fueron suyas, en contextos políticos que él no habría podido prever. Lo que vale para Ockham y su momento, vale asimismo para otros momentos y personas. Recordemos, brevísimamente, el principio predestinacionista, en la dura formulación que recibió a manos de los calvinistas. ¿Fue favorable a la libertad política? ¿No lo fue? Michelet, en la introducción a su Histoire de la Révolution française, establece una ecuación entre predestinacionismo y despotismo:

San Pablo había establecido que el hombre no puede obtener nada por las obras de la justicia, que sólo le vale la fe. San Agustín pone incluso de relieve la impotencia de la fe. Sólo Dios la da; la dispensa gratuitamente, sin exigir nada, ni fe ni justicia. Este don gratuito, esta gracia, es la única causa de salud.
[…] Lo arbitrario de que está saturada esta teología afectará, con regularidad desesperante, a las instituciones políticas, incluidas aquéllas en que el hombre había creído hallar un asilo de Justicia. La monarquía divina, la monarquía humana, gobiernan sólo en beneficio de los elegidos.
[…] La Revolución no es otra cosa que la reacción tardía de la Justicia contra el gobierno arbitrario y la religión de la Gracia.

El argumento no es desdeñable. Pese a todo, las libertades políticas echaron su primera raíz en Inglaterra, de fuerte impronta puritana, y Holanda, donde los gomaristas estuvieron a pique de fundar una teocracia calvinista. ¿Por qué la libertad se generó en dos países lastrados por sectas no especialmente liberales? La razón es que ningún grupo concreto, ni en Holanda ni en Inglaterra, logró prevalecer políticamente, con la resulta de que se llegó a pactos que desplazaban la administración del orden al poder secular y prevenían el conflicto confesional por el procedimiento de permitir que cada cual siguiese adorando a Dios a su manera (el anglicanismo representa más el triunfo de una concepción del Estado que un punto de vista religioso). La historia, en fin, no está escrita en el cielo de las estrellas fijas. Ni las ideas, por importantes que sean, prefiguran la aplicación que con el correr del tiempo se les dará. Siedentop lo admite explícitamente en las líneas con que se abre el capítulo 25:

Suponiendo que el liberalismo pueda describirse como hijo del cristianismo, ¿diremos que es su «hijo natural», o su «hijo legítimo»? Existen buenas razones para afirmar lo primero antes que lo segundo. El liberalismo, como doctrina política coherente, no ha sido fruto de una acción deliberada. Desde luego, no fue nunca un proyecto de la Iglesia.

Esta reflexión debería haber desaconsejado a Siedentop la redacción de una obra escrita casi en clave providencialista. Pero el autor la formula de refilón y muy a final del camino (después del capítulo 25 viene el epílogo). Ofrece menos las trazas de una retractación, que de esas notas que un escritor añade al pie cuando experimenta la sensación fugaz de no estar afinando lo suficiente.

Erraría de medio a medio quien pensara que Siedentop es un aficionado o un pelanas. Nada de eso: como ya se ha dicho, acumula una larga y reconocida erudición sobre el liberalismo francés del XIX, al que ha dedicado piezas admirablemente claras y bien ensambladas (verbigracia, «Two Ideas of Freedom», el ensayo con que contribuyó en 1979 a un libro en homenaje de Isaiah Berlin editado por Alan Ryan). ¿Cómo entender entonces que se haya metido en semejante laberinto? Guizot y Tocqueville, los dos grandes maestros de Siedentop, argumentaron que la libertad en Europa es inescindible del cristianismo (6). Me da en la nariz que al discípulo y epígono se le ha ido la mano en la defensa de esta tesis respetable, y que, como dicen los castizos, ha concluido por estirar el pie más del largo de la sábana. Sorprende además, y sorprende sobremanera, la escasez de impedimenta con que se lanza a su aventura apologética: dos clásicos de Guizot (Histoire générale de la civilisation en Europe y Histoire de la civilisation en France, de 1828 y 1830, respectivamente) y La Cité Antique, de Fustel de Coulanges, obra también importantísima, pero que se publicó hace ciento cincuenta años y está ya fuera de uso como instrumento para documentarse sobre el pasado. Peter Brown, Harold Berman y Brian Terney, tres autores contemporáneos, completan, o casi, el arsenal bibliográfico de Siedentop. No se cita una sola fuente primaria. Nunca se había visto salir un conejo tan grande de una chistera tan pequeña.

Conclusión

Ya pese más en el ADN de Occidente el componente grecorromano, ya el cristiano, ya resulte pueril, como opino que es el caso, destacar el uno sobre el otro, puesto que los dos entraron en alianza y a esta alianza se sumó el azar, permanece el hecho de que no es posible mantener que el individuo es un artefacto histórico sin obligarse a una revisión severa del lenguaje y el aparato con que habitualmente se propugnan la libertad y la igualdad y todo lo que las acompaña. Recuerde el lector cómo empieza el segundo párrafo de la Declaración de Independencia: «Sostenemos que estas verdades son evidentes en sí mismas: que todos los hombres han sido creados iguales; que han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». La profesión de fe jeffersoniana no encaja en la teoría que sobre el hombre desarrolla Siedentop en Inventing the Individual. Jefferson invoca unos derechos ubicuos en el espacio y en el tiempo, soportados por un sujeto al que no afectan ni el espacio ni el tiempo. Pero si Siedentop lleva razón, si las entidades que ha ido asumiendo el hombre son puro bricolaje histórico, cae de suyo que lo mismo ocurrirá con los derechos, y que, por tanto, la expresión «derecho natural» constituye una metáfora en el mejor de los casos, y en el peor un abuso de lenguaje al que los teólogos y los iusnaturalistas, los Padres Fundadores norteamericanos, los revolucionarios franceses y finalmente los burócratas de la ONU se han adherido por motivos que oscilan entre el entusiasmo, el sentimentalismo y la oscuridad mental.

Este es uno de los recados que fatalmente se desprenden de Inventing the Individual. El segundo recado es que el experimento liberal está sujeto a límites. Podremos ser libres en la medida en que no violemos la estructura de la libertad, o lo que es lo mismo, del trabajoso proceso secular cuya expresión externa es la ley y cuyo soporte interno son lo que Tocqueville denominó mœurs: el agregado de reflejos morales que el agente termina por adquirir al contacto con otros agentes igualmente libres.


Estoy conforme con el segundo punto, y comprendo la pertinencia del primero. Pero la obra en conjunto me convence poco. Mi reserva brota menos de las carencias técnicas que se perciben aquí o allá, o de la hemiplejia cristiana de Siedentop, que de la sospecha de que el autor habla con dos voces, una oficial, y otra oficiosa y quizá más genuina. El caso es que, a pesar del bla-bla-bla sobre la conciencia y la libertad y la igualdad como artefactos históricos, el individuo inventado de Siedentop reemerge al cabo como un individuo encontrado. No parece sino que el individuo hubiese preexistido desde el origen de los tiempos, a la espera de que se alzara el telón para que el respetable pudiese contemplarlo desde la platea. La anagnórisis, la epifanía piadosa, prevalecen sobre el relato cultural y acercan la visión siedentopiana a algo parecido a un auto sacramental. El propio laicismo de Siedentop esconde un no sé qué de doble, de poco claro. ¿Entiende de veras Siedentop que el alma es un concepto, y no una cosa? ¿Disfruta el alma de realidad sustantiva, vaya a extinguirse o no (¡quién sabe!) junto con el cuerpo en que se encuentra residenciada? ¡Hum! El asunto queda en el aire. Se tiene la sensación de que Siedentop declara que el alma es una ficción, al tiempo que intima que es mucho más que eso. ¡Qué diferencia con Tocqueville! Este sostuvo que el cristianismo es imprescindible en una sociedad libre y democrática. Pero su tesis encierra el carácter de un diagnóstico. Había perdido la fe de joven, según está documentalmente acreditado, y, más que defender una causa, procuró, por así decirlo, poner los puntos sobre las íes. El resultado es una combinación típicamente tocquevilliana, e intelectualmente apasionante, de escepticismo y desgarro interior. Y a Renan, un seminarista défroqué, hay que agradecerle el candor con que se expresa en Histoire du peuple d’Israël: «La religión es una impostura necesaria».

Movido por su cristianismo inconfeso, el autor elude las lógicas de Renan y de Tocqueville, y lo que es peor, la suya propia, y reconstruye la historia para reivindicar la religión. Siedentop se ha dado cita con el asunto más importante del mundo. Pero ha pulsado el timbre de la puerta de al lado. Vaya lo uno por lo otro. En materia de amor o de filosofía, importa más la ambición que la precisión.

Álvaro Delgado-Gal, La invención del individuo, Revista de Libros, Enero 2015

(1). Francesco Sarri, en Socrate e la genesi storica dell’idea occidentale d’anima (Roma, Abete, 1975), hace un buen resumen de lo que ya anticipa el título de su libro: qué pasos siguieron los helenos hasta inventar el alma. ↩
(2). Suele pasarse por alto que Giovanni Papini, futurista transeúnte y fascista durante muchos años, fue el abanderado del pragmatismo en Italia. William James, que ocupaba un poco la cátedra de la secta, le consagró un ensayo en The Journal of Philosophy, Psychology and Scientific Method («G. Papini and the Pragmatist Movement in Italy», 1906). En un ensayo titulado «Dall’uomo a Dio», escribió Papini: «Hasta ahora los Dioses se habían hecho hombres (según los creyentes) o los hombres habían forjado a Dioses que se les asemejaban (a tenor de lo que afirman los sicólogos). Ahora es el hombre el que quiere hacerse Dios y los hombres quieren forjarse a sí mismos en figura de Dioses. No es ya Dios el que se encarna sino el hombre el que se endiosa». Los escritos de Papini sobre la filosofía pragmatista están recogidos en Sul pragmatismo. Saggi e ricerche (1903-1911), Milán, Librería Editrice Milanese, 1913. ↩
(3). Quizá divierta al lector comparar el párrafo dannunziano de Il fuoco con este otro, debido a la pluma de Mussolini cuando era director de Il Popolo d’Italia (antes lo había sido de Avanti!, el órgano oficial del Partido Socialista Italiano): «La de Lenin constituye una vasta, terrible experiencia realizada in corpore vili. Lenin es un artista que ha trabajado a los hombres, lo mismo que otros artistas trabajan el mármol y los metales» ( «L’artefice e la materia», 14 de julio de 1920). Mussolini admiró a Lenin. Hablando con propiedad, admiró los aspectos más violentos y tenebrosos de Lenin. ↩
(4). En El Antiguo Régimen y la Revolución, su segunda gran obra, añadió una consideración importante: la Revolución y Bonaparte habrían completado, que no incoado, un proceso cuyo origen se remonta al reinado de los últimos luises. ↩
(5). En esto se echa de ver la deuda del liberal Tocqueville con los reaccionarios franceses. Fue probablemente el conde Joseph de Maistre quien acuñó la palabra «individualismo», con la que pretendía denotar el conjunto de cosas que habían impreso una centrifugación letal a Europa: los derechos humanos, el espíritu de las Luces, el libre examen, la irreligión. Los doctrinarios heredan en parte las preocupaciones del conde y las comunican a Tocqueville. Lo último no quiere decir en absoluto que el pensamiento doctrinario o posdoctrinario se reduzca a un eco, un retentissement, de lo denunciado por los enemigos de la Ilustración. Para Guizot, la Revolución es irreversible, como lo es la democracia para Tocqueville. Lo que me interesa destacar aquí es que tanto Tocqueville como Guizot (o Royer-Collard) coinciden en apreciar fisuras, peligros y complejidades allí donde otros liberales lo ven todo de color de rosa o apenas teñido por matices que tienden al gris. ↩
(6). Escribe Guizot en el Prefacio a la sexta edición de Histoire de la Civilisation en Europe: «Forma parte de la especificidad y gloria de la civilización europea que en ésta, bajo el influjo implícito o explícito del Evangelio, hayan pugnado siempre, codo con codo y sin que ninguno de ellos consiguiera nunca extinguir al otro, los principios de la autoridad y la libertad». En la introducción al primer volumen de De la democracia en América, afirma Tocqueville : «El cristianismo, que ha hecho a los hombres iguales frente a Dios, no se resistirá a admitir que también lo son frente a la ley». ↩

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