Alguns moren perquè la majoria se senti viva.
Vivimos en la fragmentación, una dispersión existencial que hace que entre nosotros la vida y la muerte pasen aproximadamente al campo de la utopía, lograda con efectos especiales. Demasiado vivos, interactivos y narcisistas, para morir. Demasiado muertos para vivir. Flotamos en un estado intermedio que se ha prohibido casi todo lo traumático en las vidas reales. De ahí esta flexibilidad cadavérica que nos define. De ahí asimismo el prestigio del espectáculo y todas las formas del live, poniendo un simulacro de sangre donde queda poco más que la linfa de lo social.
A cambio de nuestra incapacidad para morir, tenemos el espectáculo diario de la muerte de los otros. Tanto en el caso del hincha de fútbol arrojado al Manzanares, como en el del reciente atentado de París, es difícil no ver en la repetición morbosa que los medios realizan de las mejores escenas, en la expectación y en el índice de audiencia, así como en los corolarios políticos adoptados, que en todo ese despliegue se está, por encima de todo, celebrando algo. En el corazón de Europa, por fin ocurre un acontecimiento que resulta verdaderamente emocionante. Algunos mueren para que millones se sientan vivos, al borde incluso de las lágrimas: "tres días que conmovieron a Francia".
Todos somos... Esta sociedad sólo puede sentirse a sí misma, como comunidad, frente al horror externo y la barbarie de los otros. Al fin entonces se produce la unidad, gracias a unas víctimas y unos verdugos sin los que no podríamos vivir, pues nos apartan por unos días "todo aquello que nos divide" (Hollande). Y esto en una sociedad basada en la más feroz división, donde hasta la clase política, fuera de estos momentos estelares, se pasa el día insultándose mutuamente.
Volvamos entonces al tedio cotidiano y pensemos en esta necesidad compulsiva de compartir, de comentar hasta el infinito cualquier chorrada de las mil que nos llegan a diario. Pensemos en la incapacidad patológica que la gente tiene de callarse. En resumen, de aceptar una momentánea suspensión de los soportes, la invisibilidad que pone en crisis nuestro dogma del reconocimiento. Las constantes pruebas mediáticas de existencia que hemos de dar a diario (en efecto, dudamos de ella) nos impiden pararnos a hacer una evaluación de nuestra vida y tomar una decisión. Pero fíjense que esta impotencia para lo trágico es también lo que hace tan escasa, tan forzada y enlatada (por no decir pueril) la comedia.
Un tema, y otro, y otro. La fragmentación informativa ha penetrado hasta los huesos, lo que hace difícil vivir y morir. La democracia psicopolítica significa que cada uno es un rey, aunque esto incluya el maltrato. Razón por la cual, dicho sea de paso, la diferencia entre monarquía y república es banal. Lo que implica también que el narcisismo ha de ser asistido, hasta el final, por una corte de bufones, príncipes y sirvientes.
Igual que la continua sexualidad inducida hace improbable el erotismo, el espectáculo morboso de los medios hace casi imposible la muerte, natural o decidida. Y pensándolo bien, en cualquier mundo posible, ¿habría algo más natural que el suicidio, sea de un golpe o a plazos? Un último homenaje a Philip S. Hoffman: en muchas muertes es difícil discernir la voluntad del accidente. La duda pertenece a la soberanía del que ha partido, recubierta por la piedad familiar.
Salvo excepciones, la verdad es que nosotros no podemos dar la vida por nada. Tampoco acaso por la vida. ¿Ya sólo eso, no sería terrorista para nuestra mentalidad tecnológicamente correcta? Razón por la cual dejamos el creer "hasta la muerte" en algo para lo que llamamos fundamentalismo, sea doméstico o mundial. Nosotros sólo podemos ser asesinos a distancia, a través de nuestras unidades de elite. Entonces, ¿somos también suicidas a distancia?
En todo caso, es normal que la prohibición social de desaparecer (no por implícita menos imperativa) haga brutal el paso al acto de un individuo que decide por fin acabar con esta vida continuamente aplazada, con esta muerte consensuada. Nuestra incapacidad congénita para la ruptura, dejando que todo se encharque en décimas versiones (de los Rolling Stones a Harry Potter) obliga a que por fin, cuando la ruptura llega, sea antes grotesca que trágica. Amy Winehouse pudo al menos autodestruirse. M. Jackson hace mucho que había perdido esa oportunidad; sólo le quedaba un óbito clínico.
Así pues, como penúltima conclusión, nos queda otra idea divertida. Después de la muerte del arte, de la muerte del hombre y del fin de la historia, ¿asistimos también a una muerte de la muerte misma? ¿Vivimos gracias al suicidio del suicidio? De ser esto así, es posible que el mismísimo cambio climático sea el producto de un ambiente climatizado, una atmósfera emponzoñada por una voluntad de confort letal, aaunque incluya su dosis de crisis. La humanidad del Primer Mundo habría olvidado lo que es una vida mortal, la posibilidad de que la muerte sea algo más que un dato estadístico.
Nuestro nihilismo, este integrismo social del vacío, comienza por la muerte misma. Esto hará que nuestras mil formas de suicidio, también en vida, sea algo omnipresente y a la vez sumergido. La primera droga, la primera adicción es compartir, comentar. Pero un sujeto sin allende no puede sentir su vida, de ahí que haya de evaluarla continuamente. Esto lleva, no a la muerte, sino a la desaparición estadística por catatonia interactiva. Al inválido equipado que somos le está incluso vedada una decisión soberana como el suicidio. Es posible entonces que por cada suicida haya (otra vez las odiosas cifras) millones de muertos en vida.
¿Estamos al fin en la eternidad de la niebla, una pantalla total (y en nieve) de todas las conexiones? Un ser así de iluminado no puede morir, puesto que jamás ha estado vivo. Propiamente hablando, no puede terminar porque tampoco ha comenzado: desde que tiene uso de razón espera una próxima entrega. Parálisis conectada que impide tomar ninguna decisión, ese salto mortal por el cual un ser se deja tomar por el vértigo de lo único que es vivir.
Naturalmente, toda esta interpretación es exagerada y absurda, además de inmoral. Pero está basada en un historia real, igual que nuestros telediarios. Si no saben de qué se está hablando en ella, no se angustien. Pronto lo sabrán.
Ignacio Castro Rey, Notas sobre el suicidio (III), fronteraD, 10/05/2015
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