
Con las redes sociales surgen espacios públicos de libre acceso que invitan a todos los usuarios a una intervención espontánea y no sometida a escrutinio, espacios que, por cierto, desde hace tiempo seducen a los políticos para ejercer una abrupta influencia personalizada sobre una esfera pública plebiscitaria. La infraestructura de esta “esfera pública” plebiscitaria, desprovista de clics de aprobación y desaprobación, es de naturaleza técnica y económica. Pero, en principio, todos los usuarios exentos en cierta medida de las condiciones de admisión de la esfera pública editorial y, desde su punto de vista, liberados de la “censura”, pueden dirigirse a un público anónimo en estos espacios mediáticos de libre acceso e intentar ganar su aprobación. Estos espacios parecen adquirir una intimidad extrañamente anónima: según los criterios anteriores, no pueden considerarse ni públicos ni privados, sino más bien como una esfera de comunicación reservada hasta entonces a la correspondencia privada, que se ve elevada ahora a la categoría de esfera pública.
Los usuarios, empoderados como autores, provocan la atención con sus mensajes porque la esfera pública desestructurada se crea primero con los comentarios de los lectores y los likes de los followers. En la medida en que se forman cámaras de eco autosuficientes, estas burbujas comparten con la forma clásica de la esfera pública el carácter poroso de la disposición a crear otras redes. Al mismo tiempo, sin embargo, se diferencian del carácter fundamentalmente inclusivo de la esfera pública —y de su contraposición a lo privado— por el rechazo de las voces disonantes y la inclusión asimiladora de las consonantes en su propio horizonte limitado de “conocimiento”, pero profesionalmente no filtrado, que preserva la identidad. Desde una perspectiva fortalecida por la confirmación mutua de sus juicios, las pretensiones de universalidad que se extienden más allá de sus propios horizontes, son fundamentalmente sospechosas de hipocresía. Desde la perspectiva limitada de una esfera semipública de esta índole, la esfera pública política de los Estados constitucionales democráticos ya no puede percibirse como un espacio inclusivo para una posible clarificación discursiva de las pretensiones de validez contrapuestas de la verdad y la consideración de intereses generales; precisamente esta esfera pública que se presenta como inclusiva se ve degradada entonces a una de las esferas semipúblicas que compiten entre sí.
Un síntoma de ello es la doble estrategia de difusión de noticias falsas y la lucha simultánea contra la “prensa mentirosa”, que a su vez crean incertidumbre en el público y en los propios medios de comunicación líderes. Pero cuando el espacio común de “lo político” degenera en un campo de batalla de espacios públicos en competencia, los programas políticos legitimados democráticamente y reforzados por el Estado provocan explicaciones basadas en teorías de la conspiración, como en el caso de las manifestaciones anticoronavirus escenificadas por los libertarios, pero con motivaciones autoritarias. Estas tendencias ya pueden observarse en los países miembros de la Unión Europea; pero incluso pueden apoderarse y deformar el propio sistema político si éste ha sido socavado y sacudido durante el tiempo suficiente por conflictos socioestructurales. En Estados Unidos, la política se ha visto atrapada en la vorágine de una polarización persistente de la esfera pública desde el momento en que el Gobierno y gran parte del partido gobernante se fueron adaptando a la autopercepción de un presidente que triunfaba en los medios sociales y que buscaba a diario la aprobación plebiscitaria de sus seguidores populistas a través de Twitter [X].
La desintegración —de la que solo cabe esperar que resulte temporal— de la esfera pública política se ha expresado en el hecho de que, para casi la mitad de la población, los contenidos comunicativos ya no pueden intercambiarse a través de afirmaciones de validez susceptibles de crítica. No es la acumulación de fake news lo que resulta significativo para una deformación generalizada de la percepción de la esfera pública política, sino el hecho de que, desde la perspectiva de los implicados, las noticias falsas ya ni siquiera pueden identificarse como tales.
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