Desarrelament







Apartada contra su voluntad de la lucha directa en la guerra, a Simone Weil se le encomienda durante su estancia en Londres (1942-43) una tarea: imaginar cómo podría, o debería, ser la Francia, la Europa, de posguerra. Es el libro que conocemos como El arraigo (un título mucho mejor a mi juicio que Echar raíces, por las razones que doy a continuación). Es su último escrito.
Al trasluz de su propuesta positiva, podemos leer el diagnóstico de Weil sobre el triunfo del fascismo y el nazismo en Europa: hay un desarraigo que desarraiga. Recuerda a la famosa cita de Nietzsche: quien lleva un desierto dentro de sí, lo extiende. Lo que desarraiga, lo que desertifica el alma, es vivir convertido en una cosa (la condición que Weil llama desgracia). El obrero que trabaja como mero engranaje en la fábrica, por ejemplo. La cosa, así humillada, aplastada, desvinculada, responderá a su situación mediante algún tipo de compensación imaginaria, de superioridad imaginaria.
El desarraigo engendra idolatría, dice Weil. La fetichización de algo como absoluto (el Estado, la Raza, la Identidad), en cuyo reflejo sentimos un orgullo de pertenencia y superioridad. Como no formamos parte de nada, nos identificamos con una figura del todo. Salimos del sentimiento de inferioridad a través de un supremacismo. Una lógica de victimización, diríamos hoy.
Los arraigos que Weil imagina como antídotos no son raíces, anclas, estabilizadores. No encuentro motivos en este libro para una lectura reaccionaria. Sino modos de tomar parte en lo que nos rodea, formas de “participación”, de sentir el mundo como nuestra extensión, de prolongarnos en las herramientas que usamos o en los lugares donde vivimos, continuidades. Maneras del habitar.
Lo explica muy bien al hablar del desarraigo campesino, del sentimiento de inferioridad campesino, más grave aún que el de los obreros: corregirlo, revertirlo, pasaría por mostrar hasta qué punto el campo sostiene, no sólo la vida material, sino también la vida intelectual, la cultura. Cómo los pastores participaron en las primeras especulaciones del pensamiento humano, cómo el evangelio entero se sustenta sobre metáforas de la vida campesina, etc.
Reconocer las participaciones y multiplicarlas, repoblar el desierto de vínculos y continuidades. A través de esos canales recibimos alimento para el cuerpo y el alma, un alimento no absoluto, sino suficiente. Suficiente para no ser unos desgraciados, hambrientos y sedientos de identificaciones totalizantes, humillados que buscan la salida a su condición humillando a otros, fragmentos de desierto que extienden el desierto.
(Apuntes sobre El arraigo, 1).

Amador Fernández Savater, publicado en su muro de Facebook en 18/10/2025


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