La il·lusió del reencantament del món.





En su libro, Pablo Batalla, La bandera en la cumbre, sí se ocupa de la revolución aérea como fuente de un radical desencantamiento del mundo y cita para ilustrarla una obra de 1928, La vuelta a Europa en avión, en la que su autor, el periodista Manuel Chaves Nogales, ve los Alpes por debajo de su cuerpo y los compara, completamente profanos ya, con “una pella de chantilly”. ¡La cima del Mont Blanc, desde la que se contemplaba el mundo, contemplada ahora, muy abajo, como parte de un mundo desencantado! Este desencantamiento aéreo, añadamos, entraña su propio vértigo o tentación: no ya la de caer hacia arriba, no, ni tampoco la de tirarse de vuelta al mundo: la tentación más bien de destruirlo: la tentación de tirar bombas sobre él para proporcionarle algún “encanto” adventicio (durante la primera guerra del Golfo el piloto estadounidense de un B-52 declaró admirado que bombardear Bagdad era como “adornar un árbol de Navidad”). Este es el punto de vista que podríamos llamar “Google Earth”, en el que casi todos los humanos estamos ya instalados.

En torno a este “desencantamiento” general, creo muy acertada la definición que hace Batalla del fascismo (el de ayer y el de hoy) como una “tentativa de reencantar el mundo a la fuerza”. No solo, diría yo, porque trata de imponer toda una serie de “autenticidades” (la de los sexos, la de las naciones, la de los nombres verdaderos) sino porque reencanta la violencia misma como tentación central y legítima del ser humano: la violencia, por así decirlo, constituye el verdadero “encanto” del mundo. Vemos a muchos dirigentes hoy excitados con la idea de la guerra, hasta hace poco evitada con pudibundos eufemismos; pensemos, por ejemplo, en el reciente discurso ante 800 oficiales del secretario de Defensa de EE UU, Pete Hegseth, y su reivindicación entusiasta del cambio de nombre (ahora Departamento de Guerra) frente al perverso pacifismo woke. Al mismo tiempo, este nuevo y fatídico “encanto” de la violencia, cuyo vértigo comienza a arrastrar a tantas personas decentes, se inscribe en la perspectiva aérea de Google Earth, fuente máxima de nihilismo tranquilizador. Para que se me entienda, llamo “nihilismo” a la erosión del mundo asociada a estas dos fórmulas: “nada puede ser conocido” y “todo merece ser destruido”. El imperio del fake, del bulo, de los “hechos alternativos” (del terraplanismo al antivacunismo) ha destruido la posibilidad misma de la discusión, la cual presupone siempre la existencia de un “mundo común”; por otro lado, la desvalorización radical de la vida humana hace aceptable, y casi deseable, la desaparición de la humanidad. La reunión de estas dos fórmulas (la imposibilidad del conocimiento y el deseo de la destrucción) caracterizaron el fascismo de ayer y caracterizan el fascismo de hoy. 

El desencantamiento del mundo ha adoptado en el último siglo dos formas aleatoriamente integradas: la democracia y el capitalismo. La democracia, en efecto, es una de las consecuencias (a mis ojos feliz) de ese desencantamiento, pero solo es realmente democracia cuando pone límites sociales al canibalismo de los mercados; en Europa lo ha sido más, por tanto, bajo el “espíritu del 45” que a partir de los años ochenta del siglo pasado. En todo caso, la democracia no sirve para hacer más intensa la vida ni más misteriosa la nieve: se conforma, cuando la dejan, con garantizar la libertad de los ciudadanos y de los pueblos e impedir la de los caníbales. En las crisis capitalistas, sin embargo, se reproduce siempre la misma ilusión: la de que basta con acabar con la democracia para que se “reencante” el mundo de manera mágica e inmediata. Ahora bien, no se puede reencantar el mundo a la fuerza y menos a través de los decretos tiránicos de la nueva “aristocracia del vértigo”. Se pueden reencantar a besos los cuerpos; con hayas las montañas; con atenciones la vida humana. Pero conviene dejar la política institucional completamente “desencantada”.

Santiago Alba Rico, La aristocracia del vértigo, El País 15/10/2025


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