Xarxes socials i solitud.


Todos los días me despertaba y, antes de abrir los ojos del todo, arrastraba el ordenador portátil hasta la cama y me sumergía de golpe en Twitter. Era lo primero y lo último que miraba, ese pergamino interminable escrito por gente a la que en su mayoría no conocía, por instituciones, amigos, una comunidad efímera en la que yo era una presencia incorpórea e inconstante. Rebuscando entre la letanía, lo doméstico y lo cívico: líquido para lentillas, portada de libro, noticia de fallecimiento, ilustración de protesta, inauguración de exposición, refugiados en los bosques de Macedonia, etiqueta “vergüenza”, etiqueta “perezoso”, cambio climático, bufanda perdida, chiste sobre Daleks. Un río de información, sentimientos y opiniones al que algunos días, puede que la mayoría, le prestaba más atención que a cualquier otra cosa real de mi vida.

Y Twitter no era más que la puerta, la entrada a la ciudad sin límites de Internet. Me pasaba días enteros haciendo clic, con la atención enredada en recovecos y peldaños sucesivos de información; testigo ausente y apasionado del mundo, una dama de Shalott de espaldas a la ventana, contemplando las sombras de lo real proyectadas en el cristal azulado de su espejo mágico. Antes, allá por la era del papel, en el siglo pasado, solía leer enterrándome en el libro, y ahora miraba a la pantalla, mi venerada amante argéntea.

Era como ser una espía que llevaba a cabo una vigilancia perpetua. Era como volver a ser una adolescente, sumergiéndome en mares de obsesión, siguiendo adelante, navegando por el vaivén del oleaje, por la superficie agitada. Leyendo sobre el almacenamiento compulsivo o la tortura o crímenes reales o las iniquidades del Estado; leyendo conversaciones informales mal escritas sobre lo que le pasó a Samantha Mathis tras la muerte de River Phoenix, “siento sonar condescendiente, pero ¿seguro que HAS VISTO esta entrevista?”. La inmersión, la deriva, el espantoso agujero catatónico de los vínculos recesivos, haciendo clic una y otra vez hacia el pasado, tropezando con los horrores del presente. Courtney Love y Kurt Cobain casándose en una playa, el cuerpo ensangrentado de un niño sobre la arena: imágenes que generaban emociones, superponiendo lo absurdo, lo atroz y lo deseable.

¿Qué quería? ¿Qué buscaba? ¿Qué hacía allí, hora tras hora? Cosas contradictorias. Quería saber qué estaba pasando. Quería un estímulo. Quería estar en contacto y quería conservar mi privacidad, mi espacio privado. Quería hacer clic una y otra vez hasta que mis conexiones neuronales explotasen, hasta que estuviera inundada de superficialidad. Quería hipnotizarme con los datos, con los píxeles de colores, vaciarme, aplastar cualquier sensación angustiosa que me invadiese acerca de mi verdadera identidad, aniquilar mis sentimientos. Al mismo tiempo, quería despertar, comprometerme política y socialmente. Y, de nuevo, quería reafirmar mi presencia, enumerar mis intereses y objeciones, hacer saber al mundo que seguía ahí, pensando a través de mis dedos, aunque casi hubiese perdido el arte del habla. Quería mirar y quería ser vista y, por alguna razón, ambas cosas eran más fáciles a través de la pantalla.

Es fácil entender por qué la Red puede atraer a una persona que está sumida en la soledad crónica, con su garantía de conexión, sus hermosas y resbaladizas promesas de anonimato y control. Se puede buscar compañía sin correr el riesgo de ser descubierta o expuesta, sin que te pillen deseando algo, vista en un estado de necesidad o carencia. Puedes tomar contacto o esconderte; puedes ocultarte o presentarte, seleccionando con cuidado una versión refinada.

En muchos sentidos, Internet me hacía sentir segura. Me gustaba el contacto que sacaba de allí: la pequeña acumulación de miradas positivas, los “favoritos” de Twitter, los “me gusta” de Facebook, las pequeñas herramientas diseñadas y codificadas para conservar la atención y alimentar el ego de los usuarios. Tenía suficiente buena disposición para ser la boba, para divulgar mi información, para dejar como las babas del caracol un rastro electrónico de mis intereses y opiniones, para que empresas en el futuro lo conviertan en la moneda que quiera que usen. A veces, de hecho, era como si el intercambio jugase a mi favor, sobre todo en Twitter, con su habilidad para fomentar conversaciones entre extraños, en torno a intereses y opiniones comunes.

Durante el primer año o los dos primeros años que estuve allí, sentía que era una comunidad, un lugar alegre; casi un teléfono de la esperanza, teniendo en cuenta lo desconectada que estaba de lo demás. En otros momentos, sin embargo, todo parecía una locura, una entrega de tiempo a cambio de nada tangible en absoluto: una estrella amarilla, una judía mágica, un simulacro de intimidad, por el que estaba renunciando a todos los componentes de mi identidad, cada elemento salvo la carcasa física que supuestamente me contenía. Y no hacían falta más que unas cuantas conexiones perdidas o una ausencia de “me gusta” para que aflorase la soledad, para que me inundase la deprimente sensación de haber sido incapaz de conectar.

La soledad desencadenada por la exclusión virtual es tan dolorosa como la que surge de los encuentros en la vida real: un triste brote emocional que, en Internet, casi todo el mundo ha sentido en algún momento. De hecho, una de las herramientas que los psicólogos utilizan para evaluar los efectos de la exclusión y el rechazo social es un juego virtual llamado Cyberball en el que el participante juega al balón con dos jugadores generados por el ordenador que están programados para pasar el balón de forma normal las primeras veces, antes de empezar a lanzárselo exclusivamente entre ellos (una experiencia idéntica al pequeño escozor de mantener una conversación en la que nuestro @yo, nuestro avatar, queda de repente excluido).

A veces, mientras recorría las páginas de Internet, alcanzaba a ver mi cara en el espejo, pálida, ausente, brillante. Por dentro podía estar fascinada o nerviosa o absolutamente enfurecida, pero por fuera parecía medio muerta, un cuerpo solitario arrebatado por una máquina. Unos años después, mientras veía la película Her, de Spike Jonze, vi la réplica exacta de esa cara en el personaje de Theodore Twombly que interpretaba Joaquin Phoenix, un hombre tan herido y receloso de la intimidad verdadera que se enamora del sistema operativo de su teléfono, una nueva versión de Warhol casándose con su grabadora. No fue su incrédula alegría lo que reconocí, esas imágenes en las que da vueltas y vueltas con su teléfono. Fue una escena que hay justo al principio, en la que llega a casa del trabajo, se sienta en la oscuridad y empieza a jugar a un videojuego, moviendo como un loco los dedos para impulsar a un avatar por una pendiente, con una patética expresión de concentración en la cara, con el cuerpo empequeñecido en comparación con la gigantesca pantalla. Parecía desesperado, ridículo, completamente desconectado de la vida, y lo reconocí de inmediato como a un hermano gemelo: un icono del aislamiento y la dependencia de datos propios del siglo XXI.

Olivia Laing, ¿Nos hace Facebook más solitarios?, El País 10/04/2016

Extracto editado de The Lonely City: Adventures in the Art of Being Alone, de Olivia Laing, publicado por Canongate en Reino Unido y por Picador en Estados Unidos.

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