'La fábrica del bien' (Antonio Valdecantos).




Acaso uno de nuestros hábitos intelectuales más recalcitrantes sea aquel que consiste en proyectar sobre el sujeto real los atributos imaginarios de un sujeto ideal que la sección normativa de ciertas disciplinas –desde la ciencia política a la economía– han venido proporcionándonos. Así, se presume que el votante está informado y el consumidor es racional, hasta que nos asomamos a una realidad que parece sugerirnos lo contrario. Y, aun entonces, estamos tentados de proclamar que es la realidad la que se equivoca. Naturalmente, lo mismo sucede con la moral, aparentemente encargada de fijar las normascon arreglo a las cuales ponderar toda conducta individual –según se pliegue a las mismas o se desvíe de ellas–. Pero, de ser esto así, ¿es que la moral no tiene nada que ver con la realidad? La respuesta es que no mucho. Y a desarrollar tan inquietante tesis se dedica este brillante libro de Antonio Valdecantos (La fábrica del bien, editorial Síntesis), obra que seduce tanto por las ideas como por el estilo, al servicio ambos de una concepción de la filosofía nada amigable, según la cual ésta debe ser un disolvente de las convicciones más profundas, incluidas aquellas que gozan de crédito público; verbigracia, nuestra concepción de la moral. Es una lástima, dicho sea de paso, que tan recomendable contenido venga servido por tan pobre continente: el diseño del libro es, conforme a una costumbre bien española, manifiestamente mejorable.

Pues bien, si la filosofía se revuelve aquí contra la moral, es porque la moral lo ha hecho antes contra la mismísima realidad. Hablamos de una moral moderna que examina las acciones no por lo que son, sino por lo que deberían ser: lo deseable es independiente de los hechos y aun contrario a ellos. Sugiere el autor que esta orientación contrafáctica no es sino el resultado de su azarosa genealogía. La moral que hoy practicamos nace como respuesta a la descripción de la realidad que, sucesivamente, proponen Maquiavelo y Mandeville: el primero refiere una conducta principesca que prescinde de consideraciones morales, el segundo sostiene que la virtud consciente no conduce al éxito mundano. Y ambos, sobre todo, describen una realidad que la moral clásica no puede aceptar. Para neutralizar esa descripción, se le opone una prescripción: el sistema de normas que deben regir la conducta humana. Este sistema, carente de contradicciones internas, obliga a todos los hombres por igual, por apelar a esa interioridad impersonal y universal –nos saludan Descartes y Kant– que es la conciencia. Supone esto que la moral no es un descubrimiento del hombre, sino una doctrina que funda su propio objeto: en palabras del autor, una «metonimia constitutiva» (p. 87). La moral será autónoma porque autónoma se proclama la doctrina moral. Y esta proclamación equivale a naturalizar lo que no es sino un producto histórico: oscuro secreto de la moral moderna. Esta operación, por añadidura, responde al deseo de configurarla como una segunda naturaleza; de ahí que se la llame aquí «moral deuterofisita» (p. 194). En realidad, es difícil estar seguro de que sea la reacción a Maquiavelo y Mandeville lo que nos ha traído hasta aquí, pero eso tiene una importancia relativa: porque la hipótesis tiene suficiente plausibilidad y porque, en fin de cuentas, aquí es donde estamos.

Y donde estamos es bajo la hegemonía de una disciplina empeñada en la construcción moral del mundo. Ya que la moral moderna se construye como alternativa a una realidad inaceptable, su tarea es volver a ordenar el mundo, inspirándose no en el mundo trascendente de la ontología clásica, sino en la hipostasiada conciencia humana: «La tarea de la moral moderna consiste en hacer que el turbio y desarreglado mundo exterior –un mundo que está bien hecho para quien lo conoce pero no para quien lo juzga– pase a reflejar la límpida interioridad humana» (p. 348). Y la filosofía de la historia pone la cronología sobre la mesa: un progreso gradual hacia lo mejor. Desde luego, no es así sorprendente que resulte mucho más fácil reclamar la propia moralidad que demostrarla, habida cuenta de que el teatro de la conciencia parece ser su sede natural. Es sorprendente, en este sentido, que el autor deje a un lado al padre de la retórica de la conciencia, Rousseau, quien impulsó románticamente el programa ilustrado de ordenación moral de la realidad.

Sea como fuere, esta crítica de la moral moderna viene acompañada de una alternativa, a saber, de una moral que sí es de este mundo, porque no descansa sobre la idea de que aquél esté bien hecho. Esta teoría trata de parecerse al razonamiento moral verdaderamente existente, esto es, al irregular desenvolvimiento de un conjunto de creencias, deseos, propósitos, acciones y omisiones, que tratan de proporcionar una guía para los momentos de tribulación: una estimativa antes que una moral. Y si la moral moderna neutraliza los conflictos en beneficio de la coherencia, la estimativa comprende que son los conflictos y las anomalías –los bienes y los males que no podemos normalizar en nuestro interior por su carácter descomunal– los que articulan nuestra confusa experiencia moral. Pero, si el mundo no está ordenado, tampoco está moralizado, de manera que el bien no es la norma que quiere la moral clásica, respecto del que todo son lamentables desviaciones, sino lo contrario: «Si el mundo estuviera bien hecho no tendríamos bienes, porque no habría nada a lo que designar de ese modo» (p. 385). El mal es rutina, el bien es escándalo.

Es evidente que semejantes conclusiones, que por momentos son perseguidas de una manera reconfortantemente ferlosiana, provocarían tanta perplejidad como zozobra si llegaran a generalizarse. Por suerte o por desgracia, la filosofía que nos las sirve carece de tal poder de difusión. Sin embargo, quien se anime a compartirlas vivirá una auténtica experiencia filosófica, que además, y por una vez, le ayudará a comprender mejor la realidad antes que a alejarse de ella.

Manuel Arias Maldonado, La filosofía contra la moral, Revista de Libros 01/12/2009

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