Exàmens finals.
Hay algo inquietante en eso de hacer pruebas. No digamos si se
trata de hacérnoslas. Buscamos pasar satisfactoriamente la situación, deseamos
al menos estar bien, quedar aprobados, que se nos dé por bueno
lo realizado, que se reconozca lo que hemos demostrado. De una u otra forma
hay más exámenes de lo que parece. Quizá la vida es una evaluación
continua. Nosotros mismos nos probamos, en numerosos espacios y
terrenos estamos a prueba, nos sometemos a un permanente análisis. Y no pocas
veces no nos gustan nuestros propios resultados y podemos llegar a ser
singularmente exigentes con nosotros mismos. Y defraudarnos o afianzarnos tras
las pruebas realizadas. A nuestro modo, conocemos lo que nos falta, lo que no
somos ni sabemos.
Pero a veces este juego permanente se pone especialmente serio, ya que de una
manera singular resulta más final o definitivo de lo habitual. La ocasión
resulta decisiva, o al menos así se plantea para nosotros. Quienes están más
cerca saben que es el día, que nos hemos preparado, que
aguardamos el momento, que es importante, que ni nos da lo mismo, ni es igual.
Nos desean suerte, que nos hará falta, pero conviene no fiarlo
absolutamente a ella. Es más, esperamos que no todo esté en sus manos o dependa
de nuestro estado de ánimo, o se apoye en las vicisitudes de la coyuntura, sino
que lo determinante sea lo que somos capaces de hacer y nuestro
conocimiento. No nos parece mal que seamos sometidos a prueba, sino que
se entienda final como de una vez por todas, de una sola vez, a
una tirada de dados, a una sola carta. Y aún más, deseamos que esa prueba sea
razonable, mensurable, transparente, equitativa.
Nos encontraremos en una situación que reclamará una respuesta y habremos de
estar a la altura de las circunstancias. Es el momento de
mostrarlo y de demostrarlo. Nos pondremos en
evidencia, seremos vistos o entrevistados, valorarán lo que somos, lo que
tenemos, lo que sabemos, o lo que podríamos llegar a hacer. Nos elegirán o nos
eliminarán, nos suspenderán o nos permitirán proseguir. Ojalá todo haya sido
bien concebido y las pruebas se desarrollen adecuadamente, porque quizás alguna
oportunidad se abra o se clausure. Es momento de confiar en nuestras
posibilidades, en nuestras capacidades y en que serán reconocidas, aceptadas,
incluso potenciadas. Es tiempo también de sacar lo mejor de nosotros mismos, de
responder, de dejarnos de displicencias y de indiferencias y de
entregarnos a la ocasión, para que sea efectivamente nuestra
oportunidad. Que la tengamos, en cierto modo puede considerarse
ya positivamente, y que estemos ahí ante la prueba, pero no siempre deseamos
vérnoslas en esta prueba final. Ya su sola denominación nos
impone respeto. Nos sentimos convocados y hemos de poner en valor precisamente
nuestra valía.
Sin
embargo, también nos asaltan las dudas y las
incertidumbres. Sobre todo las de si estaremos a la altura de
las circunstancias, si no nos defraudaremos a nosotros mismos y a quienes tanto
esperan de lo que somos capaces. Y esta responsabilidad aparentemente algo
sobreañadida resulta decisiva, dado que tanto nos alienta como nos cohíbe. Forma
parte de cuanto somos y sentimos. Una vez iniciados en este tipo de coyunturas,
poco a poco descubrimos que van impregnándolo todo, que una y otra vez
estamos en pruebas, de pruebas, a prueba, tanto que empezamos a
sospechar que no son tan incidentales. También en nuestras relaciones personales
y en nuestros afectos, ante los amigos y conocidos, nos encontramos examinados,
y no sólo por los más cercanos. Nos ven, nos escrutan, nos leen, nos analizan,
no cesan de valorarnos. Les importamos lo suficiente como para que nos examinen.
Y quizá sea un privilegio, que nos estimula y nos impulsa a mejorar, pero desde
luego no es necesariamente cómodo.
Afrontar situaciones semejantes y verse en tamaña tesitura alcanza asimismo a
nuestro cuerpo. Y a nuestra salud. No es que resultemos singularmente de
interés, es que es lo común. Nos miran, nos examinan, nos escrutan, nos
analizan, nos hacen pruebas, nos recetan, nos operan, nos organizan, nos
conforman. Nos atienden, y lo agradecemos. Pero ello comporta que nos
diagnostiquen y nos pronostiquen. Encuentran
adecuado o no, benigno o maligno lo que nos sucede, lo que tenemos, lo que
vivimos, y nos proponen medidas y caminos para mejorar. En definitiva,
nos juzgan y confiamos en su saber y en su justicia. Y cuando
de justicia se trata, las pruebas han de ser efectivamente determinantes.
También sobre lo hecho u omitido, hasta el punto de permitir culparnos,
inculparnos o exculparnos. Porque efectivamente las pruebas han de probar.
Estamos
de pruebas y a veces aprobar es tanto como reconocer si somos idóneos o aptos
para ser considerados competentes, o sanos, o
inocentes, si podemos proseguir o iniciar ciertas tareas, si
efectivamente los resultados confirman que más que nunca, se llame como se
llame, hemos pasado un examen final. Evitemos en todo caso
ciertas palabras. Tanto examen como final. Digamos
prueba, evaluación, ejercicio global o
parcial… pero ello no impide que sintamos que al menos en esta ocasión
estamos ante una situación que resulta determinante. Sabemos bien lo que
preferimos y con naturalidad y sin grandes esfuerzos diríamos lo que nos parece
mejor. Deseamos aprobar, resolver positivamente la coyuntura, y sentimos que lo
necesitamos.
Si no es así, algo nos diremos o nos dirán para
sobrellevarlo y probablemente lo superaremos. Si no la primera
prueba, sí al menos la que siempre late emboscada en toda encrucijada, en las
más elementales. Podemos llegar ser puestos a prueba mucho más de lo previsto,
más allá de lo esperable; desde luego, más de lo razonable. Y entonces ya no
bastará con superar los resultados. Se tratará de convivir con
ellos, lo que no suele resultar fácil.
Ángel Gabilondo, Pruebas finales, El salto del Ángel, 16/05/2012
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