Politics que no donen la cara.


El Gobierno español nacionaliza Bankia, en una operación rodeada de confusión y con escasa transparencia. La Bolsa cae, Bankia se hunde, y la prima de riesgo alcanza las máximas cotas en tiempos del euro. Pocas veces la relación causa-efecto entre la decisión tomada y la respuesta de los mercados es tan evidente. Pues no, el Gobierno no quiere reconocerlo. La culpa siempre es de otros: de Zapatero, de las comunidades autónomas, de los griegos. Esta descorazonadora actitud es una expresión de la crisis moral que acompaña a la crisis económica.

El Gobierno del PP ha perdido en cuatro meses lo que debía ser su gran baza: la credibilidad. Rajoy aseguraba que por el solo hecho de que la derecha llegara al poder todo cambiaría por una cuestión de confianza. Pero la ciudadanía ha descubierto enseguida que, debajo de este ropaje retórico, si había algún plan no era confesable. La poca confianza que le quedaba al Gobierno ha caído con Bankia. Los enredos partidarios —con el un día temible Rato de por medio— han ido aplazando la partida. Todo lo que se había dicho de Bankia era mentira: ¿Cuántas mentiras del sistema financiero quedan por desvelar? Tan grande es la desconfianza que el Gobierno se ha visto obligado a ceder al Banco Central Europeo el control del proceso de reforma financiera.

La crisis de Bankia es muy grave para el PP porque es el fin del mito de los paraísos de la derecha: Valencia y Madrid. Bankia es la suma de Caja Madrid y de Bancaja. Es decir, de los dineros del despilfarro valenciano y de la omnipotencia madrileña, que el PP presentaba como ejemplos de éxito económico, de modernidad, de progreso. El no va más estaba lleno de trampas y de territorios oscuros. Con la caída de Bankia, el PP pierde la credibilidad como gestor, de la que tanto alardeaba mientras la quimera del oro iba haciendo estragos en sus territorios ejemplares.


Preocupa la frivolidad rampante del presidente del Gobierno, que parece actuar como gobernante con la misma displicencia que actuó como opositor. De ahí un Gobierno que va respondiendo compulsivamente a las señales que vienen de fuera, sin transmitir ninguna idea ni ninguna esperanza a la ciudadanía. Simplemente, rehuyendo el debate parlamentario, escudándose en que todo lo que va mal es culpa de los demás, y tratando de engañar a la ciudadanía con la estrategia del miedo y con un ridículo juego de eufemismos: llamando reforma laboral al abaratamiento del despido, reequilibrio fiscal a las subidas de impuestos, reformas a los recortes y las regresiones en derechos.

La crisis de Bankia ha coincidido con el aniversario del 15-M. Este movimiento, que por lo menos tiene la virtud de explicar al mundo que no es verdad que España esté muerta y que todavía hay gente con ganas de proponer, discutir, tratar de cambiar las cosas, tiene entre sus méritos haber sacado a las personas que sufren la crisis de la invisibilidad. Es esta una crisis sin iconos. En la que se ha querido esconder a los perdedores: amagarlos detrás de cifras sin rostro, de metáforas espantosas como quitar grasa a la Administración, de ridículas acusaciones de despilfarro para culpabilizar a la ciudadanía o de intentos de descalificar a todos por los abusos de unos pocos en las prestaciones sociales. El miedo y largos años de hegemonía conservadora, que han convertido una conquista moderna como es el individualismo en motor de desocialización, han hecho posible un discurso político que parece obviar que cada vez que se habla de un recorte de miles de millones de euros hay millones de personas que lo pagan, sin tener ninguna culpa.

Unas políticas de austeridad sin objetivos explícitos susceptibles de ser compartidos colocan a los Gobiernos del lado de los recortes, invirtiendo la lógica más elemental entre el sujeto de la política (el ciudadano) y los instrumentos. Un nuevo rescate bancario aparece como el enésimo trasvase a los bancos de dinero imprescindible para las necesidades más básicas. La verdadera responsabilidad del gobernante en tiempos de crisis es hablar a los ciudadanos como personas. Asumir que los problemas no son estadísticas sino dramas humanos. Colocar la lucha contra la injusticia flagrante en primer plano. Y buscar complicidad en objetivos que sean para todos, no para aprovechar la crisis para legalizar los privilegios de los que tienen más y aumentar las carencias de los que tienen menos. Dar la cara: esta es la responsabilidad del gobernante. La cobardía no genera credibilidad.

Josep Ramoneda, La responsabilidad del gobernante, El País, 16/05/2012

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