Politics que no donen la cara.
El Gobierno del PP ha perdido en cuatro meses lo que debía ser su gran baza:
la credibilidad. Rajoy aseguraba que por el solo hecho de que la derecha llegara
al poder todo cambiaría por una cuestión de confianza. Pero la ciudadanía ha
descubierto enseguida que, debajo de este ropaje retórico, si había algún plan
no era confesable. La poca confianza que le quedaba al Gobierno ha caído con
Bankia. Los enredos partidarios —con el un día temible Rato de por medio— han
ido aplazando la partida. Todo lo que se había dicho de Bankia era mentira:
¿Cuántas mentiras del sistema financiero quedan por desvelar? Tan grande es la
desconfianza que el Gobierno se ha visto obligado a ceder al Banco Central
Europeo el control del proceso de reforma financiera.
La crisis de Bankia es muy grave para el PP porque es el fin del mito de los
paraísos de la derecha: Valencia y Madrid. Bankia es la suma de Caja Madrid y de
Bancaja. Es decir, de los dineros del despilfarro valenciano y de la
omnipotencia madrileña, que el PP presentaba como ejemplos de éxito económico,
de modernidad, de progreso. El no va más estaba lleno de trampas y de
territorios oscuros. Con la caída de Bankia, el PP pierde la credibilidad como
gestor, de la que tanto alardeaba mientras la quimera del oro iba haciendo
estragos en sus territorios ejemplares.
Preocupa la frivolidad rampante del presidente del Gobierno, que parece
actuar como gobernante con la misma displicencia que actuó como opositor. De ahí
un Gobierno que va respondiendo compulsivamente a las señales que vienen de
fuera, sin transmitir ninguna idea ni ninguna esperanza a la ciudadanía.
Simplemente, rehuyendo el debate parlamentario, escudándose en que todo lo que
va mal es culpa de los demás, y tratando de engañar a la ciudadanía con la
estrategia del miedo y con un ridículo juego de eufemismos: llamando reforma
laboral al abaratamiento del despido, reequilibrio fiscal a las subidas de
impuestos, reformas a los recortes y las regresiones en derechos.
La crisis de Bankia ha coincidido con el aniversario del 15-M. Este
movimiento, que por lo menos tiene la virtud de explicar al mundo que no es
verdad que España esté muerta y que todavía hay gente con ganas de proponer,
discutir, tratar de cambiar las cosas, tiene entre sus méritos haber sacado a
las personas que sufren la crisis de la invisibilidad. Es esta una crisis sin
iconos. En la que se ha querido esconder a los perdedores: amagarlos detrás de
cifras sin rostro, de metáforas espantosas como quitar grasa a la
Administración, de ridículas acusaciones de despilfarro para culpabilizar a la
ciudadanía o de intentos de descalificar a todos por los abusos de unos pocos en
las prestaciones sociales. El miedo y largos años de hegemonía conservadora, que
han convertido una conquista moderna como es el individualismo en motor de
desocialización, han hecho posible un discurso político que parece obviar que
cada vez que se habla de un recorte de miles de millones de euros hay millones
de personas que lo pagan, sin tener ninguna culpa.
Unas políticas de austeridad sin objetivos explícitos susceptibles de ser
compartidos colocan a los Gobiernos del lado de los recortes, invirtiendo la
lógica más elemental entre el sujeto de la política (el ciudadano) y los
instrumentos. Un nuevo rescate bancario aparece como el enésimo trasvase a los
bancos de dinero imprescindible para las necesidades más básicas. La verdadera
responsabilidad del gobernante en tiempos de crisis es hablar a los ciudadanos
como personas. Asumir que los problemas no son estadísticas sino dramas humanos.
Colocar la lucha contra la injusticia flagrante en primer plano. Y buscar
complicidad en objetivos que sean para todos, no para aprovechar la crisis para
legalizar los privilegios de los que tienen más y aumentar las carencias de los
que tienen menos. Dar la cara: esta es la responsabilidad del gobernante. La
cobardía no genera credibilidad.
Josep Ramoneda, La responsabilidad del gobernante, El País, 16/05/2012
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