Receptes keynesianes per acabar amb la crisi.



Hace unos días, el Nobel de Economía Paul Krugman fue calificado de “terrorista” en cierta prensa nacionalista de pecho de hojalata, por escribir en su blog de The New York Times que Grecia saldría del euro y que en España se instalaría un corralito bancario. O mejor dicho, por decir que ello ocurriría si las autoridades no hacían nada rápido para impedirlo. El epíteto de “terrorista” es el desiderátum de los insultos que Krugman recibe por utilizar su libertad intelectual para poner a caldo a esas “gentes serias” que han instalado en Europa la política de la austeridad obsesiva que, dos años después de convertirse en verdad revelada, están llevando al continente a una auténtica depresión.

En el último libro de Krugman —que como en los anteriores pone como escenario central de sus ejemplos a Estados Unidos por su centralidad económica y por ser la sociedad en la que vive y que mejor conoce— sale mucho Europa y en especial España, como territorios en los que se ha asentado una crisis que dura ya un lustro, que tuvo su epicentro en EE UU y en su sector privado financiero, y que se ha trasladado aquí y ha contagiado a todo “lo público” en forma de desequilibrios macroeconómicos. Qué interesante este juego de “tú la llevas” que traslada sin solución de continuidad los sufrimientos de Wall Street (el 1% de la población) a Main Street (el 99% restante), las dificultades de lo privado al sector público, de los bancos de inversión y de la banca en la sombra a los bancos tradicionales, y del paro y el empobrecimiento de las clases medias al déficit y la deuda de todos. Individualizar el beneficio y socializar los riesgos.

La tesis del libro de Krugman es suficientemente conocida por sus continuas intervenciones públicas: estamos viviendo una crisis de falta de demanda en la que las soluciones tecnocráticas, con su cortedad de miras, no responden con eficacia a los problemas. Hay que adoptar políticas expansivas y de creación de empleo, saltando por encima de esa “gente seria” que nos ha metido en el camino equivocado, a costa de enormes sufrimientos de los ciudadanos. En economías profundamente deprimidas como las nuestras, cuando los tipos de interés están próximos a cero, se precisa más gasto público y no menos. La Gran Depresión se terminó gracias a un aluvión de gasto público y hoy se necesita, desesperadamente, algo semejante. Ante los problemas se debe responder atendiendo a las pruebas, y no a los prejuicios.

¿Y cuáles son esos prejuicios? Los que han instalado en las sociedades de principio del siglo XXI los economistas de agua dulce, que no utilizan los conocimientos de que se dispone porque demasiadas personas de las que más influyen (políticos, funcionarios de primer orden y la clase de comentaristas que definen el saber convencional) han elegido olvidar las lecciones de la historia y las conclusiones de varias generaciones de grandes analistas económicos, obtenidas con mucho empeño, optando por las construcciones ideológicas y políticamente convenientes. El nuevo pensamiento económico significaría leer los libros viejos, ya que buena parte de los economistas se han dedicado a olvidar lo que habían aprendido. Después de que, asustados tras la debacle de Lehman Brothers, reconociesen que se hallaban en un estado de “conmoción y desconfianza puesto que todo el edificio intelectual se había derrumbado” (Alan Greenspan), han vuelto a las andadas. Frente a ellos se sitúan los economistas de agua salada (porque trabajan sobre todo en las universidades costeras de EE UU), que tienen una visión keynesiana de las recesiones y opinan, como el maestro, que las deficiencias principales de la sociedad económica en la que vivimos son su incapacidad de proporcionar pleno empleo y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos.

Una de las partes más sugerentes del libro de Krugman es aquella en la que desarrolla hipótesis de correlación (no directamente de causalidad) entre la brutal desigualdad económica y la depresión, y el rápido aumento de los ingresos de la minoría acaudalada y los factores sociales y políticos que fomentaron la laxitud en la regulación financiera. En este periodo, la principal diferencia con el pasado está en el giro hacia la derecha; un viraje que provocó cambios tanto en las políticas (sobre todo, las reducciones de impuestos al capital y en los tipos máximos de la renta) como en las normas sociales (se relajó la “restricción por escándalo”, la alarma social que producen las enormes ganancias de unos pocos en tiempos de sacrificios de las mayorías). Este mismo viraje a la derecha provocó la desregulación financiera.

Krugman entiende que se puede conjeturar que el aumento de la desigualdad ha contribuido a la depresión desde el punto de vista político. Y concluye: cuando nos preguntamos por qué los responsables de establecer las políticas activas fueron tan ciegos a los riesgos de la desregulación financiera (y por qué desde 2008 tampoco han visto los peligros de no dar una respuesta inmediata y suficiente a la depresión económica), es difícil no recordar la famosa frase de Upton Sinclair: “Es difícil conseguir que un hombre comprenda algo, cuando su salario depende de que no lo comprenda”.

El economista de la Universidad de Princeton analiza también las consecuencias que sobre el sistema entero han tenido las gigantescas ayudas públicas a la banca, para que esta sobreviviera. Para terminar advirtiendo que si bien es cierto que no se puede tener prosperidad sin un sistema financiero en funcionamiento, el mero hecho de estabilizar el mismo no reporta necesariamente esa prosperidad. Lo que se necesita es un plan de rescate para la economía real, de producción y de empleo, que sea tan intenso y adecuado a la meta como el rescate financiero. Lo que la historia nos cuenta es que las recesiones que siguen a una crisis financiera suelen ser demoledoras para el bienestar de los ciudadanos y para la calidad de las reglas del juego que estos aceptan cuando soportan ayudar previamente a sus bancos.

Joaquín Estefanía, Intelectuales de agua salada, Babelia. El País, 26/05/2012

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