Educar en la desconfiança política, contra la formació en valors.
Cada cierto tiempo, pero sobre todo en momentos desagradables, surge en las
discusiones públicas alguna versión simplificada de la distinción de Max Weber
entre una “ética de la convicción” y una “ética de la responsabilidad”. Como
cabe imaginar, estas nociones se expusieron en su versión original con más
sutileza y detalle de lo que sugieren sus usos ordinarios, pero quizá no se
traicione del todo a Weber diciendo que, en lo tocante a la política, se mueve
por una ética de la convicción quien sigue inflexiblemente ciertos ideales en
circunstancias que favorecen la tentación de sacrificarlos, mientras que se
atiene a la ética de la responsabilidad quien, allí donde la ocasión parece
exigir la desobediencia a los principios, deja sus convicciones en suspenso,
pactando o creyendo haber pactado con el mismísimo diablo. La idea weberiana de
una ética de la responsabilidad suministra una retórica elegante a todo político
que esté en la tesitura de tomar decisiones difíciles, indecorosas o simplemente
impopulares: no es esto, dirá, lo que yo habría querido hacer, pero la
responsabilidad me ha forzado, y sería un frívolo o un fanático si me empeñase
en anteponer mis convicciones. El médico puede decirme que no tiene más remedio
que amputarme una pierna, y a nadie puede dejar esto muy tranquilo, pero lo
cierto es que con frecuencia hay que aceptar determinados sacrificios para
conservar otros bienes de superior valor: a veces es toda una utopía mantener
íntegras las cuatro extremidades y, cuando tal cosa ocurre, más vale adaptarse a
los hechos.
Sin embargo, un educador cívico que sustituyese la letanía de los valores por
la defensa de los súbditos contra las malicias del poder trataría de enseñar, en
relación con lo anterior, una verdad más bien ingrata. Porque algunos de los
cirujanos que proponen la mencionada amputación resultan ser convencidos
partidarios de la doctrina según la cual la mejor anatomía humana corresponde a
cuerpos con una sola extremidad inferior, siendo la posesión de dos piernas un
lujo innecesario y antieconómico, apto tan solo para tiempos de prodigalidad.
Bien sabido es que las épocas de tribulación facilitan decisiones audaces que en
otros momentos nadie se atrevería a tomar, y esto sucederá, sin duda, cuando la
ruina o la estrechez parezcan hacer inevitable lo que antes se habría
considerado un acto de barbarie: como lo mejor es enemigo de lo bueno y la
política el arte del mal menor y de las soluciones imperfectas, los momentos de
crisis serán una ocasión óptima para implantar de una vez la imperfección.
La falacia del caso radica, desde luego, en la hipocresía ventajista de
quien, estando convencido de que el tener una sola pierna es mejor que tener dos
–aunque quizá no para él, que por sus méritos debería gozar de varios pares- y
anhelando fervientemente un mundo en el que no haber perdido ninguna extremidad
fuese una rareza comparable a mantener tres cocineros y dos ayudas de cámara,
compone, sin embargo, un gesto lo más apesadumbrado posible cuando anuncia la
amputación femoral de los súbditos. Si mostrase a las claras su preferencia por
una sociedad donde la salud, la universidad o las pensiones estuvieran
privatizadas del todo, eso sonaría estridente y sectario, y sería expresión de
una ética de la convicción sobremanera rígida: una inflexible teoría libresca
sin la melancólica grandeza que acompaña a las defensas trágicas de la
responsabilidad. Quien, con voz y semblante graves, se duele de lo amarga que es
la pócima que obliga a beber a otros y de la triste necesidad que lleva a tener
que tomarla es, con frecuencia, alguien para cuyo paladar esa misma bebida
constituye el más dulce de los néctares, aunque de ninguna manera se atreverá a
proponer su ingesta como cosa placentera.
¿Se está insinuando acaso que quienes han cargado con la sobrehumana tarea de
salvar in extremis al país, enganchándolo milagrosamente a la cornisa
que lo libra del precipicio, creen en realidad que no hay mal que por bien no
venga y celebran en secreto la ocasión de lograr lo que hasta ahora había sido
inverosímil? Tan mezquina sospecha sería propia de súbditos muy revirados y
desagradecidos, pero por fortuna los ciudadanos son igual de responsables que
sus gobernantes y no se les pasa por la cabeza tamaño desatino. Como se sabe,
las pócimas son repulsivas para todos por igual, y quizá más para quien asume la
áspera misión de administrarlas. También es sabido que a nadie le agrada la
quiebra del Estado de bienestar y que, si hay que corregir sus excesos, es
justamente para asegurarle mejor futuro. ¿De verdad podría ocurrírsele a alguien
insinuar lo contrario? Es cierto que, acostumbrados a no esperar del príncipe
más que sonrisas y halagos, toleramos mal sus pócimas, pero las medicinas
amargas son cosa pasajera, hasta que se recobre la salud y todo vuelva a su
estado normal.
Aquí es, sin embargo, donde acaso ya no quepa mantener la ficción. Por
razones fáciles de comprender, al súbdito atemorizado se le han quitado las
ganas de imaginar cómo será el porvenir y lo único que acierta a sospechar es
que después de la crisis vendrá más crisis todavía, hasta que el cuerpo se
acostumbre a la estrechez y el tiempo haga olvidar que las cosas fueron alguna
vez de otro modo. Sin duda ninguna, el político responsable no puede fomentar
semejante impresión, aunque tampoco tiene alternativas que ofrecer y no parece
capaz de combinar el amedrentamiento con la producción de ninguna clase de
esperanza. Pero sería erróneo creer que esta incapacidad conduce al riesgo de
una explosión social. Perseverar de por vida en estado de temor no es cosa
fácil, y el miedo suele acabar por extinguirse cuando el peligro se ha
consumado. En ese momento el súbdito hallará en la pócima (que seguirá
constituyendo la base de su alimentación) un sabor quizá un tanto recio, pero
familiar y no ingrato del todo, y esa será la ocasión para que los
administradores del bebedizo declaren con franqueza que ellos lo consideraron
siempre una exquisita ambrosía, y que se equivocaron quienes vivieron
atemorizados sin motivo desconfiando de la marcha de los tiempos, la cual
siempre es benigna y providente, aunque a veces disimule su verdadero rumbo. Que
la historia acaba haciendo justicia y que la prosperidad inmerecida es un vicio
de juventud por el que más tarde o más temprano hay que pagar un alto precio
serán muy pronto lugares comunes que a nadie sorprenderán y a nadie amargarán la
vida: ni el paladar se libra de tener que obedecer a la historia.
Antonio Valdecantos, La pócima y la ambrosía, El País, 28/05/2012
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