comunisme marxista
Karl Marx |
Antonio Negri, por ejemplo, en una conferencia internacional –me encantó y me
sigue encantando que participase– sobre la idea del comunismo, me puso como
ejemplo de aquellos que pretenden ser comunistas sin ser marxistas. Básicamente
le respondí que más valía eso que pretender ser marxista sin ser comunista.
Si tenemos en cuenta que, para la opinión corriente, el marxismo
consiste en conceder un papel preponderante a la economía y a las
contradicciones sociales que implica ¿quién no es marxista hoy en día?
Nuestros amos son los primeros que son «marxistas». Se echan a temblar y
organizan reuniones nocturnas en cuanto la bolsa fluctúa o cuando la tasa de
crecimiento disminuye. Sin embargo saltarán del susto y considerarán un criminal
a quien pronuncie la palabra «comunismo».
Diré
aquí, sin preocuparme ya de adversarios y rivales, que yo también soy marxista,
y lo soy de una forma tan inocente, completa, y natural que en realidad no sería
necesario ni decirlo. ¿Se preocuparía un matemático contemporáneo de probar que
es fiel a Euclides o a Euler? El marxismo real, el que se identifica con el
combate político racional y que aspira a una estructura social igualitaria, sin
duda comenzó hacia 1848 con Marx y Engels, pero ha recorrido mucho camino desde
entonces con Lenin, con Mao, y con algunos otros. Yo me he nutrido de estas
enseñanzas históricas y teóricas y creo conocer bien tanto los problemas
resueltos, cuya instrucción no sirve de nada volver a empezar, como los
problemas en suspenso, que exigen reflexión y experiencia, así como los
problemas mal abordados, respecto de los que son necesarias rectificaciones
radicales e invenciones difíciles. Todo conocimiento vivo está hecho de
problemas que han sido o deben ser construidos o reconstruidos, y no de
descripciones repetitivas. El marxismo no es una excepción. Ni es una
rama de la economía (teorías de las relaciones de producción), ni una rama de la
sociología (descripción objetiva de la «realidad social»), ni una filosofía
(pensamiento dialéctico de las contradicciones), sino, repitámoslo, el
conocimiento organizado de los medios políticos necesarios para desmontar la
sociedad existente y por fin desarrollar una forma igualitaria y racional de
organización colectiva, llamada «comunismo».
No obstante me gustaría añadir que en lo relativo a los datos «objetivos» del
capitalismo contemporáneo no creo estar desinformado. ¿Globalización,
mundialización? ¿Traslado de un gran número de centros de producción a países
con mano de obra barata y un régimen autoritario? ¿El paso en nuestros viejos
países desarrollados, durante los años 80, de una economía egocéntrica, con el
progresivo aumento del salario del obrero y la redistribución social organizada
por el Estado y los sindicatos, a una economía liberal integrada en los
intercambios mundiales, y por tanto exportadora, especializada, y que privatiza
sus beneficios y socializa sus riesgos, asumiendo, así, el aumento de las
desigualdades a nivel planetario? ¿La rapidísima concentración del
capital bajo la dirección del capital financiero? ¿La utilización de
nuevos medios gracias a los cuales la velocidad de rotación de los capitales
primero, y de las mercancías después, experimenta una aceleración considerable
(la generalización del transporte aéreo, de la telefonía universal, de la
máquinas financieras, de Internet, de los programas que aseguran el éxito de las
decisiones instantáneas, etc.? ¿La sofisticación de la especulación gracias a
nuevos productos derivados y a una sutil matemática de la mezcolanza de
riesgos? ¿La espectacular reducción en nuestros países del campesinado y de toda
la organización rural de la sociedad? ¿La imperiosa necesidad, en consecuencia,
de constituir una pequeña burguesía urbana que sirva de pilar al régimen social
y político existente? ¿La resurrección a gran escala, y primero en la alta
burguesía, de la vieja creencia, tan vieja como Aristóteles, de que las clases
medias son el alfa y el omega de la vida «democrática»? ¿La lucha planetaria,
bien tranquila, bien extremadamente violenta, por asegurarse a toda costa el
acceso a las materias primas y a los recursos energéticos, especialmente en
África, el continente del saqueo «occidental» por excelencia, y en
consecuencia, de las más variadas atrocidades? Yo, al igual que todo el mundo,
conozco todo esto más o menos bien.
La
cuestión es saber si este conjunto de anécdotas constituye un capitalismo
«posmoderno», un capitalismo nuevo, un capitalismo digno de las máquinas
deseantes de Deleuze-Guattari, un capitalismo que engendra por sí mismo una
inteligencia colectiva nueva, que promueve el levantamiento de un poder
constituyente hasta el momento insatisfecho, un capitalismo que supera el viejo
poder de los Estados, un capitalismo que proletariza a la multitud y hace de los
obreros del intelecto inmaterial pequeños burgueses. En definitiva, un
capitalismo para el que el comunismo es la otra cara de la moneda, un
capitalismo en el que el Sujeto es de alguna manera el mismo que en el comunismo
latente y que sostiene su paradójica existencia. Un capitalismo que está en
vísperas de su metamorfosis en comunismo. Esta es, explicada a groso modo aunque
de forma fidedigna, la postura de Negri. Pero en general esta es la postura de
todos aquellos a quienes fascinan las mutaciones tecnológicas y la continua
expansión del capitalismo desde hace treinta años, y quienes atrapados por la
ideología dominante («todo está en continuo cambio y nosotros corremos detrás de
este memorable cambio»), creen que asisten a un episodio prodigioso de la
Historia, independientemente de cuál sea su juicio final sobre la calidad de
dicho episodio.
Mi postura es justo la contraria: el capitalismo contemporáneo
presenta todos los rasgos del capitalismo clásico. Se adecúa
estrictamente a lo que se podría esperar de él puesto que su lógica ya no es
rebatida por acciones de clase resueltas con éxito de forma local. Si tomamos,
en relación con el futuro del Capital, todas las categorías predictivas de Marx
veremos que es ahora cuando quedan plenamente demostradas. ¿No habló Marx del
«mercado mundial»? Pero ¿qué era el mercado mundial en 1860 en comparación con
lo que es hoy, eso a lo que hemos querido volver a nombrar, en vano,
«globalización»? ¿No pensó Marx en el carácter insoslayable de la concentración
del capital? ¿Cómo era esa concentración? ¿Cuál era el tamaño de las empresas y
de las instituciones financieras en la época de esta predicción en comparación
con los monstruos que surgen todos los días de las nuevas fusiones?
Durante mucho tiempo se ha objetado a Marx que la agricultura permaneciese en
un régimen de explotación familiar mientras que anunciaba que la concentración
alcanzaría con toda seguridad a la propiedad de la tierra. Sin embargo hoy
sabemos que en realidad el porcentaje de la población que vive de la agricultura
en los países llamados desarrollados (aquellos en los que el capitalismo
imperial se estableció sin trabas), es por así decirlo, insignificante. Y ¿cuál
es la extensión media de las propiedades raíces hoy en comparación con la que
era cuando el campesinado representaba, en Francia, el 40% de la población
total? Marx analizó con rigor el carácter inevitable de las crisis
cíclicas, las cuales demostraban, entre otras cosas, la irracionalidad de base
del capitalismo y el carácter obligatorio tanto de las actividades imperiales
como de las guerras. Crisis muy graves han probado su existencia e
incluso estos análisis y guerras coloniales e imperialistas lo han acabado de
demostrar. Pero en cuanto a la cantidad de valor que se ha esfumado, todo esto
no fue nada en comparación con la crisis de los años 1930 o de la crisis actual,
y en comparación con las dos guerras mundiales del siglo XX, las feroces guerras
coloniales o las «intervenciones» occidentales de hoy y de mañana. No ha sido
hasta el empobrecimiento de enormes masas de la población, si tenemos en cuenta
la situación en el mundo entero y no solo la de cada cual, que nos hemos dado
cuenta de la evidencia.
En el fondo, el mundo actual es exactamente el que Marx, anticipándose de
forma genial como en una especie de relato de ciencia ficción hecho realidad,
anunció como desarrollo integral de las virtualidades irracionales, y en
realidad monstruosas, del capitalismo.
El capitalismo confía el destino de los pueblos a los apetitos financieros de
una minúscula oligarquía. En cierto sentido, se trata de un régimen de bandidos.
¿Cómo podemos aceptar que la ley del mundo esté regida por los voraces intereses
de una camarilla de herederos y de nuevos ricos? ¿No es razonable llamar
«bandidos» a quienes tienen como única norma el lucro, estando dispuestos, si es
necesario, a pisotear a millones de personas amparándose en dicha norma? El
hecho de que, en efecto, el destino de millones de personas dependa de los
cálculos de tales bandidos es hoy tan obvio, tan visible, que la aceptación de
esta «realidad», como dicen los plumíferos de los bandidos, es cada día más
asombrosa. El espectáculo de los Estados patéticamente desconcertados
porque una pequeña tropa anónima de evaluadores autoproclamados les ha puesto
una mala nota, como haría un profesor de economía a sus estudiantes, es al mismo
tiempo burlesco y muy preocupante. Por lo tanto, queridos electores,
habéis instalado en el poder a gente que tiembla por las noches, como
colegiales, al saber que por la mañanita los representantes del «mercado», es
decir los especuladores y los parásitos del mundo de la propiedad y del
patrimonio, les pueden haber puesto un AAB, en lugar de un AAA. ¿No resulta
bárbara esta influencia consensuada de los maestros oficiosos sobre nuestros
maestros oficiales, para quienes la única preocupación es conocer cuales son y
serán los beneficios de la lotería en la que juegan sus millones? Por no hablar
de que su angustioso sollozo se pagará con el cumplimiento de las órdenes de la
mafia que siempre consisten en algo como: «Privaticen todo. Supriman la ayuda a
los débiles, a los solitarios, a los enfermos, a los parados. Supriman toda
ayuda a todos menos a los bancos. No asistan a los pobres, dejen morir a los
viejos. Bajen el salario de los pobres y los impuestos a los ricos. Que todo el
mundo trabaje hasta los 90 años. Enseñen matemáticas solo a los
traders, a leer sólo a los grandes propietarios, historia sólo a los
ideólogos a nuestro servicio.» Y la ejecución de estas órdenes arruinará en la
práctica la vida de millones de personas.
Una
vez más, el pronóstico de Marx es confirmado, incluso superado, por la realidad.
Marx calificó a los gobiernos de los años 1840-1850 de «fundamentos del poder
del Capital» lo que revela la clave del misterio: gobernantes y bandidos de las
finanzas pertenecen al mismo mundo. La fórmula «fundamentos del poder del
Capital» no ha sido exacta del todo hasta hoy, cuando no existe ya ninguna
diferencia a este respecto entre los gobiernos de derechas, Sarkozy o Merkel y
los de «izquierdas», Obama, Zapatero o Papandreou.
Por lo tanto estamos siendo testigos de un cumplimiento retrógrado de la
esencia del capitalismo, de un retorno al espíritu del año 1850 que ha llegado
tras la restauración de las ideas reaccionarias que siguieron a los «años
rojos» (1960-1980), del mismo modo que los años 1850 fueron posibles por la
Restauración contrarrevolucionaria de los años 1815-1840, tras las Gran
Revolución de 1792-1794.
Sin duda, Marx pensaba que la revolución proletaria, bajo la bandera del
comunismo, impediría este despliegue integral de horror que lúcidamente previó.
Para él estaba claro, comunismo o barbarie. Los formidables intentos para darle
la razón sobre este punto durante los dos primeros tercios del siglo XX hicieron
frenar considerablemente y desviar la lógica capitalista, especialmente tras la
Segunda Guerra Mundial. Desde hace aproximadamente treinta años, tras el
hundimiento de los Estados socialistas como figuras alternativas viables (el
caso de la URSS) o su subversión por un virulento capitalismo de Estado tras el
fracaso de un movimiento de masas explícitamente comunista (el caso de la china
de los años 1965-1968), hemos tenido el dudable privilegio de asistir por fin a
la verificación de todas las predicciones de Marx relativas a la esencia real
del capitalismo y de las sociedades regidas por él. Estamos metidos de lleno en
la barbarie y nos vamos a hundir en ella. Y es que esta es conforme hasta en el
más mínimo detalle con aquello que Marx esperaba que la fuerza del proletariado
organizado impidiese.
El capitalismo contemporáneo, por lo tanto, no es en absoluto creador
o posmoderno: creyendo haberse librado de sus enemigos comunistas, marcha por el
camino que Marx trazó, continuando la obra de los economistas clásicos
desde una perspectiva crítica, de forma general. Desde luego, ni el capitalismo
ni sus siervos políticos son quienes despiertan a la Historia, si entendemos por
«despertar» el surgimiento de una capacidad a la vez destructora y creadora que
de verdad pretende salir del orden establecido. En este sentido,
Fukuyama no estaba equivocado: el mundo moderno, habiendo
llegado a su completo desarrollo y consciente de que debe morir –probablemente
es lo que por desgracia ocurre en los episodios de violencia suicida– solo
puede pensar en el «final de la Historia», del mismo modo que Wotan, en el
segundo acto de la Walkiria de Wagner, dice a su hija Brunilda que sólo desea el
fin.
Si hay un despertar de la Historia, no corresponde al
conservadurismo bárbaro del capitalismo ni al empeño de los aparatos del Estado
conservar el aspecto impetuoso que hay que procurarle. El único despertar
posible es el de la iniciativa popular en la que radicará la fuerza de una
Idea.
Alain Badiou, El despertar de la historia, Tormenta de ideas, 08/05/2012
http://elpais.com/diario/2007/03/17/cultura/1174086003_850215.html
http://elpais.com/diario/2007/03/17/cultura/1174086003_850215.html
Comentaris