Modernitat i decadència, segons Fumaroli.


Marc Fumaroli
Desde que leí la sorprendente comedia de Thomas Bernhard titulada Maestros antiguos, cada vez que pienso en Marc Fumaroli me lo imagino como un álter ego de Reger, el protagonista del libro, sentado en un banco situado en el centro de uno de los grandes museos europeos y examinando con un mal disimulado desprecio cómo desfila ante él toda la caterva de personajes (turistas, guías oficiales, profesores de universidad, críticos, académicos) que la industria de la cultura ha dispuesto en torno al arte. Para mí, Fumaroli es hoy el Reger de carne y hueso. Igual que el personaje del escritor austriaco, se diría que Fumaroli considera a la humanidad actual absolutamente insoportable. Equipado con una erudición impresionante, que abraza —para relacionarlos entre sí— dominios como la literatura, la música, el arte o la historia, nuestro autor observa la caída libre en que se precipita la Modernidad, desde los tiempos heroicos de un Baudelaire o un Valéry, sus verdaderos genios tutelares y ellos mismos ya profundamente desencantados del curso tomado por la falsa cultura moderna, que habría acabado con el ocio creativo de los antiguos, el refinamiento y la sofisticación de las grandes cortes europeas de la época clásica y la aristocracia espiritual del fin de siglo, substituyéndolos por el consumo febril de pseudocultura, con su frenesí de manifiestos y movimientos artísticos y la hoguera de las vanidades de bienales de arte, inauguraciones glamurosas, exposiciones del milenio y nuevos artistas proyectados a la fama como si se tratara de futbolistas o estrellas de Hollywood, en el curso de un catastrófico proceso de americanización global. 

Y es que, muy probablemente, el verdadero centro neurálgico del pensamiento y de la obra de Fumaroli, miembro numerario de la Academia francesa y profesor de la Sorbona y del Collège de France, sea esta querella que enfrenta, ya desde hace siglos, a antiguos y modernos, objeto de una de sus publicaciones más notorias, Las arañas y las abejas (2005). Según sostiene Fumaroli, la derrota histórica del bando de los antiguos (abejas, que elaboran su saber y sus obras libando en las flores del pasado) frente a los modernos (arañas, que pretenden extraer todo su conocimiento de sí mismos) habría comportado en último término la destrucción de la tradición en beneficio, primero, de la todopoderosa Razón, y, más tarde, del consumismo y el confort pequeñoburgueses, en una espiral descendente que arranca, aproximadamente, de la Revolución de 1789. 

Ahora bien, ¿en qué consiste, más precisamente, esta tradición? Tal y como afirma Fumaroli, aquí y allá, en varios de sus libros, dicha tradición —heredera de la antigüedad clásica y su concepto central de otium y que se prolonga a través del studium medieval y del sistema ilustrado de las Academias— considera que aquella vida consagrada a la adquisición de un conocimiento no operativo, al goce de las obras de arte y a las formas más eminentes de sociabilidad (del diálogo filosófico a la conversación cortesana), es la mejor de las formas de vida posibles, por delante de todas las modalidades de vida activa, incluidas la ciencia y la política. Un tal ideal de vida encuentra en las obras de arte su decantación perfecta, y constituye el objetivo final de toda educación en el sentido más alto del término. Esta toma de posición moral se articula históricamente a través de una serie de géneros e instituciones, desde la Academia platónica a sus homólogas de las cortes europeas posteriores al Renacimiento, pasando por las Universidades medievales, y desde el diálogo socrático hasta el ensayo moderno en Montaigne, de acuerdo con las singularidades de cada país pero con una fuerte comunidad de intereses a lo ancho de toda Europa y con una posición preeminente reservada para Francia debido a sus peculiares circunstancias históricas (de la falta de un estado de opinión unánime, al principio, que serviría para afilar los recursos de la elocuencia, al papel rector del Estado absoluto en la persona de Luis XIV en la gestión de la vida cultural) pero también al reconocimiento internacional otorgado a dicha nación (a la Sorbona medieval, primero, a la lengua francesa como lengua de la diplomacia y del conocimiento, ya en la Europa ilustrada). He aquí la tesis del formidable La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La Fontaine (1998), volumen que cierra la extraordinaria trilogía consagrada a reconstruir el episodio francés de esta tradición transnacional, en su doble vertiente literaria (L'âge de l'èloquence, 1980) y artística (L'école du silence, 1994). Y es que la literatura y las bellas artes de la gran tradición europea comparten, a decir de Fumaroli, algo que es al mismo tiempo un horizonte ideal y un instrumental, a saber: la retórica o el arte de persuadir y transmitir una fe o una convicción a través de gestos o palabras, dispuestos a tal efecto de manera agradable a la sensibilidad.

Ahora bien, cuando las bellas artes abandonan dicha pretensión, que no es puramente informativa sino más bien formativa, sus productos son objeto, según Fumaroli, de una lenta decadencia hasta que, finalmente, lejos del elemento vital de la verosimilitud y las mediaciones, languidecen y mueren (L'école du silence. Le sentiment des images au XVIIe siècle). Algo de esto le ha sucedido también al arte moderno, ya a partir de los tiempos de Manet -último de los pintores antiguos, según el célebre juicio de Baudelaire- y, sobre todo, de las primeras vanguardias, con Duchamp a la cabeza. Son justamente los herederos bastardos de Duchamp o Warhol quienes, según Fumaroli, han precipitado el arte contemporáneo al abismo de la vulgaridad y la fatuidad más extremas, que ya los proyectos de la abstracción y el dadaísmo permitían adivinar. La libertad y la igualdad jacobinas, tan irreales como destructoras de la auténtica sociabilidad ya en el terreno político, trasladadas al dominio del arte han producido —una vez aplicadas de manera industrial, siguiendo las estrategias del taylorismo y la publicidad, a la manera barnumiana— lo que para Fumaroli constituye el yermo absoluto de la así denominada posmodernidad. Tal vendría a ser la tesis del sensacional ensayo camuflado de dietario París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y las imágenes (2009). Las imágenes artísticas del pasado son, de acuerdo con todo ello, inseparables del tiempo lento del ocio contemplativo y de un sentido de la transcendencia de todo lo material, introducido en la cultura europea por el cristianismo y su dogma de la encarnación. Bien al contrario, las imágenes del arte contemporáneo —no en vano coetáneas de la fotografía— se limitan a provocar un impacto inmediato y a plasmar únicamente la superficie de los fenómenos. Así resulta imposible aquel paso de lo visible a lo invisible a través del cual el gran arte clásico nos proporciona un consuelo efectivo a la caída en el tiempo y obra una especie de redención de la carne, amplificando de este modo el alcance del dogma cristiano. Y todo ello, sin embargo, para Fumaroli, ha sido arrasado por la gran orgía de las imágenes técnicamente reproducibles (como ya anunciaron en su día Baudelaire, Valéry o Benjamin), que nos asaltan desde cada rincón del mundo actual.

Francia, la encarnación durante tantos siglos del más genuino espíritu europeo, podría ofrecer todavía una alternativa consistente a esta degradación global del arte y de las imágenes. Y, no obstante, según argumenta Fumaroli en su polémico libro El Estado cultural. Ensayo sobre una religión moderna (1991), el dirigismo estatal, la protección institucional a la así llamada excepción francesa y la política de subvenciones a la creación habrían convertido también en Francia a la cultura y las artes en una especie de sucursal continental de Las Vegas. En materia cultural —aduce Fumaroli—, la única creatividad es la que surge libremente, por sí sola y como respuesta a una necesidad sentida espontáneamente como tal, y nunca la que pretenden imponer las autoridades administrativas a base de un equivalente de los planes quinquenales en materia de cultura. 

La creación de un Estado cultural francés por los sucesivos gobiernos del país a partir de Malraux ha violado el principio fundamental que garantizaba, a lo largo de los siglos, la supervivencia de una cultura verdaderamente orgánica, dotada de un tejido vigoroso: la independencia del studium con respecto al sacerdocium i al imperium, es decir, la autonomía del auténtico cultivo del espíritu frente a las instituciones religiosas y el gobierno del Estado. Tal y como concluye el propio Fumaroli, "el sentido más profundo de la palabra cultura, tanto para los hombres como para las plantas, consiste en orientarse hacia la luz, a crecer en ella. Si estimamos la libertad ello es porque nos deja hallar la luz para nosotros mismos, y crecer en ella. Recae en el Estado no oponer un muro a la llamada de la luz. Ya no se le pide [...](...) que la dispense. Bastante se ha visto que no ofrece nada más que sunlights". Así, al fin y al cabo, la verdadera modernidad es aquella posición crítica respecto a las estrategias de racionalización, uniformización a la baja y banalización universal, que caracterizarían a la Modernidad capitalista y tecnológica. Justamente, la posición de las principales autoridades de referencia para Fumaroli: de Baudelaire a Valéry, con especial atención a Chateaubriand, a quien ha dedicado uno de sus últimos ensayos (Chateaubriand. Poésie et Terreur, 2003), y su amigo Antoine Compagnon, el autor del lúcido Los antimodernos (2005), donde se nos hace totalmente explícito el curso que guía de manera implícita el pensamiento de Fumaroli, y que constituye el complemento perfecto de su lectura. 

Primero en impugnar, ya en su temprano y visionario ensayo sobre las revoluciones políticas de 1797, el reciente episodio revolucionario francés, Chateaubriand representa para Fumaroli el prototipo del moderno malgré lui, del moderno a pesar suyo. Con Rousseau, ponderadamente elogiado en las páginas finales de La diplomacia del ingenio, el autor de Genio del cristianismo ha abominado de los excesos igualitarios de sus contemporáneos y propuesto el retorno a las fuentes originarias de la tradición, encarnada en este caso por el cristianismo institucional. También Fumaroli, responsable de una obra crítica que puede ser leída como de genuina creación, igual que las críticas musicales del Reger de Maestros antiguos, mira hacia atrás con esperanza, mantiene su esperanza depositada en el pasado. Es sólo de su espíritu, del espíritu de los maestros antiguos, que puede llegar el remedio que cauterice los excesos de la moderna industria de la cultura, democrática y global hasta el paroxismo. Mientras tanto, sentado en su museo imaginario, contempla con una sonrisa los actuales excesos del mundo del arte, sin dejar de mirar de reojo El hombre de la barba blanca, de Tintoretto, elogiando la actitud de aquellos que, como estos maestros antiguos, siempre y en todo momento se han consagrado a saber bien lo que uno sabe, a hacer bien lo que uno hace, a amar bien lo que uno ama, tanto da si se sabe poco, si se hace algo modesto y si lo que se ama no posee ningún atractivo excepto para uno mismo. Para Fumaroli, siempre será mejor esto que la agitación estrepitosa y generalmente gratuita de los modernos. Su reivindicación de la tradición y la Academia no deja de sonar hoy a intempestiva, altamente provocadora. Pero, sin lugar a dudas, sus fundamentadas críticas a los excesos pueriles de la Modernidad no deberían dejar indiferente a nadie.

Eduard Cairol, Pensamiento Fumaroli, Cultura/s, La Vanguardia, 09/05/2012

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