Modernitat i decadència, segons Fumaroli.
Marc Fumaroli |
Y es que, muy probablemente, el verdadero centro neurálgico del
pensamiento y de la obra de
Fumaroli, miembro numerario de la Academia francesa y profesor
de la Sorbona y del Collège de France, sea esta querella que enfrenta, ya desde
hace siglos, a antiguos y modernos, objeto de una de sus publicaciones más
notorias, Las arañas y las abejas (2005). Según sostiene Fumaroli, la
derrota histórica del bando de los antiguos (abejas, que elaboran su saber y sus
obras libando en las flores del pasado) frente a los modernos (arañas, que
pretenden extraer todo su conocimiento de sí mismos) habría comportado en último
término la destrucción de la tradición en beneficio, primero, de la todopoderosa
Razón, y, más tarde, del consumismo y el confort pequeñoburgueses, en una
espiral descendente que arranca, aproximadamente, de la Revolución de 1789.
Ahora bien, ¿en qué consiste, más precisamente, esta tradición? Tal y
como afirma Fumaroli, aquí y allá, en varios de sus libros, dicha tradición
—heredera de la antigüedad clásica y su concepto central de otium y que
se prolonga a través del studium medieval y del sistema ilustrado de
las Academias— considera que aquella vida consagrada a la adquisición de un
conocimiento no operativo, al goce de las obras de arte y a las formas más
eminentes de sociabilidad (del diálogo filosófico a la conversación cortesana),
es la mejor de las formas de vida posibles, por delante de todas las modalidades
de vida activa, incluidas la ciencia y la política. Un tal ideal de vida
encuentra en las obras de arte su decantación perfecta, y constituye el objetivo
final de toda educación en el sentido más alto del término. Esta toma de
posición moral se articula históricamente a través de una serie de géneros e
instituciones, desde la Academia platónica a sus homólogas de las cortes
europeas posteriores al Renacimiento, pasando por las Universidades medievales,
y desde el diálogo socrático hasta el ensayo moderno en Montaigne, de acuerdo
con las singularidades de cada país pero con una fuerte comunidad de intereses a
lo ancho de toda Europa y con una posición preeminente reservada para Francia
debido a sus peculiares circunstancias históricas (de la falta de un estado de
opinión unánime, al principio, que serviría para afilar los recursos de la
elocuencia, al papel rector del Estado absoluto en la persona de Luis XIV en la
gestión de la vida cultural) pero también al reconocimiento internacional
otorgado a dicha nación (a la Sorbona medieval, primero, a la lengua francesa
como lengua de la diplomacia y del conocimiento, ya en la Europa ilustrada). He
aquí la tesis del formidable La diplomacia del ingenio. De Montaigne a La
Fontaine (1998), volumen que cierra la extraordinaria trilogía consagrada a
reconstruir el episodio francés de esta tradición transnacional, en su doble
vertiente literaria (L'âge de l'èloquence, 1980) y artística
(L'école du silence, 1994). Y es que la literatura y las bellas artes
de la gran tradición europea comparten, a decir de Fumaroli, algo que es al
mismo tiempo un horizonte ideal y un instrumental, a saber: la retórica o el
arte de persuadir y transmitir una fe o una convicción a través de gestos o
palabras, dispuestos a tal efecto de manera agradable a la
sensibilidad.
Ahora bien, cuando las bellas artes abandonan dicha
pretensión, que no es puramente informativa sino más bien formativa, sus
productos son objeto, según Fumaroli, de una lenta decadencia hasta que,
finalmente, lejos del elemento vital de la verosimilitud y las mediaciones,
languidecen y mueren (L'école du silence. Le sentiment des images au XVIIe
siècle). Algo de esto le ha sucedido también al arte moderno, ya a partir
de los tiempos de Manet -último de los pintores antiguos, según el célebre
juicio de Baudelaire- y, sobre todo, de las primeras vanguardias, con Duchamp a
la cabeza. Son justamente los herederos bastardos de Duchamp o Warhol quienes,
según Fumaroli, han precipitado el arte contemporáneo al abismo de la vulgaridad
y la fatuidad más extremas, que ya los proyectos de la abstracción y el dadaísmo
permitían adivinar. La libertad y la igualdad jacobinas, tan irreales como
destructoras de la auténtica sociabilidad ya en el terreno político, trasladadas
al dominio del arte han producido —una vez aplicadas de manera industrial,
siguiendo las estrategias del taylorismo y la publicidad, a la manera
barnumiana— lo que para Fumaroli constituye el yermo absoluto de la así
denominada posmodernidad. Tal vendría a ser la tesis del sensacional ensayo
camuflado de dietario París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las
artes y las imágenes (2009).
Las imágenes artísticas del pasado son, de acuerdo con todo ello, inseparables
del tiempo lento del ocio contemplativo y de un sentido de la transcendencia de
todo lo material, introducido en la cultura europea por el cristianismo y su
dogma de la encarnación. Bien al contrario, las imágenes del arte contemporáneo
—no en vano coetáneas de la fotografía— se limitan a provocar un impacto
inmediato y a plasmar únicamente la superficie de los fenómenos. Así resulta
imposible aquel paso de lo visible a lo invisible a través del cual el gran arte
clásico nos proporciona un consuelo efectivo a la caída en el tiempo y obra una
especie de redención de la carne, amplificando de este modo el alcance del dogma
cristiano. Y todo ello, sin embargo, para Fumaroli, ha sido arrasado por la gran
orgía de las imágenes técnicamente reproducibles (como ya anunciaron en su día
Baudelaire, Valéry o Benjamin), que nos asaltan desde cada rincón del mundo
actual.
Francia, la encarnación durante tantos siglos del más genuino
espíritu europeo, podría ofrecer todavía una alternativa consistente a esta
degradación global del arte y de las imágenes. Y, no obstante, según argumenta
Fumaroli en su polémico libro El Estado cultural. Ensayo sobre una religión
moderna (1991), el dirigismo estatal, la protección institucional a la así
llamada excepción francesa y la política de subvenciones a la creación
habrían convertido también en Francia a la cultura y las artes en una especie de
sucursal continental de Las Vegas. En materia cultural —aduce Fumaroli—, la
única creatividad es la que surge libremente, por sí sola y como respuesta a una
necesidad sentida espontáneamente como tal, y nunca la que pretenden imponer las
autoridades administrativas a base de un equivalente de los planes quinquenales
en materia de cultura.
La creación de un Estado cultural francés por los
sucesivos gobiernos del país a partir de Malraux ha violado el principio
fundamental que garantizaba, a lo largo de los siglos, la supervivencia de una
cultura verdaderamente orgánica, dotada de un tejido vigoroso: la independencia
del studium con respecto al sacerdocium i al imperium, es
decir, la autonomía del auténtico cultivo del espíritu frente a las
instituciones religiosas y el gobierno del Estado. Tal y como concluye el propio
Fumaroli, "el sentido más profundo de la palabra cultura, tanto para los hombres
como para las plantas, consiste en orientarse hacia la luz, a crecer en ella. Si
estimamos la libertad ello es porque nos deja hallar la luz para nosotros
mismos, y crecer en ella. Recae en el Estado no oponer un muro a la llamada de
la luz. Ya no se le pide [...](...) que la dispense. Bastante se ha visto que no
ofrece nada más que sunlights". Así, al fin y al cabo, la verdadera
modernidad es aquella posición crítica respecto a las estrategias de
racionalización, uniformización a la baja y banalización universal, que
caracterizarían a la Modernidad capitalista y tecnológica. Justamente, la
posición de las principales autoridades de referencia para Fumaroli: de
Baudelaire a Valéry, con especial atención a Chateaubriand, a quien ha dedicado
uno de sus últimos ensayos (Chateaubriand. Poésie et Terreur, 2003), y
su amigo Antoine Compagnon, el autor del lúcido Los antimodernos
(2005), donde se nos hace totalmente explícito el curso que guía de manera
implícita el pensamiento de Fumaroli, y que
constituye el complemento perfecto de su lectura.
Primero en impugnar,
ya en su temprano y visionario ensayo sobre las revoluciones políticas de 1797,
el reciente episodio revolucionario francés, Chateaubriand representa para
Fumaroli el prototipo del moderno malgré lui, del moderno a pesar suyo.
Con Rousseau, ponderadamente elogiado en las páginas finales de La
diplomacia del ingenio, el autor de Genio del cristianismo ha
abominado de los excesos igualitarios de sus contemporáneos y propuesto el
retorno a las fuentes originarias de la tradición, encarnada en este caso por el
cristianismo institucional. También Fumaroli, responsable de una obra crítica
que puede ser leída como de genuina creación, igual que las críticas musicales
del Reger de Maestros antiguos, mira hacia atrás con esperanza,
mantiene su esperanza depositada en el pasado. Es sólo de su espíritu, del
espíritu de los maestros antiguos, que puede llegar el remedio que cauterice los
excesos de la moderna industria de la cultura, democrática y global hasta el
paroxismo. Mientras tanto, sentado en su museo imaginario, contempla
con una sonrisa los actuales excesos del mundo del arte, sin dejar de mirar de
reojo El hombre de la barba blanca, de Tintoretto, elogiando la actitud
de aquellos que, como estos maestros antiguos, siempre y en todo momento se han
consagrado a saber bien lo que uno sabe, a hacer bien lo que uno hace, a amar
bien lo que uno ama, tanto da si se sabe poco, si se hace algo modesto y si lo
que se ama no posee ningún atractivo excepto para uno mismo. Para Fumaroli,
siempre será mejor esto que la agitación estrepitosa y generalmente gratuita de
los modernos. Su reivindicación de la tradición y la Academia no deja de sonar
hoy a intempestiva, altamente provocadora. Pero, sin lugar a dudas, sus
fundamentadas críticas a los excesos pueriles de la Modernidad no deberían dejar
indiferente a nadie.
Eduard Cairol, Pensamiento Fumaroli, Cultura/s, La Vanguardia, 09/05/2012
Comentaris