La utopia d'una justícia universal.


Chumy Chumez
La noche del jueves 31 de mayo de 1962, Otto Adolf Eichmann, nacido en Solingen, Alemania, de 56 años, subió al patíbulo en la prisión de Ramala, a 15 kilómetros de Jerusalén. Rechazó la capucha negra que quiso colocarle el verdugo y pronunció sus últimas palabras: “¡Larga vida a Austria, larga vida a Alemania, larga vida a Argentina, nunca los olvidaré!”.

Eran las 11.45 cuando la trampa de la horca se abrió.

Así terminaba, hace 50 años, el proceso contra Adolf Eichmann, principal organizador del exterminio de seis millones de judíos. Un juicio que apasionó al mundo y provocó airadas polémicas. La televisión israelí transmitía en directo las sesiones que, debido a la diferencia horaria, se veían en Estados Unidos a la hora de la cena. Todo había comenzado dos años antes, cuando Ben Gurión, creador del Estado de Israel y entonces primer ministro, ordenó a un comando del Mossad, o servicio secreto, secuestrar a Eichmann y llevarlo a Israel. El antiguo oberstandartenführer vivía en Argentina desde 1950, con identidad falsa. En noviembre de 1959, la Corte Suprema de Buenos Aires había rechazado la extradición, pedida por un land de Alemania, de otro nazi, el doctor Joseph Mengele, médico en Auschwitz, campo de exterminio donde realizaba crueles experimentos genéticos. Argumentó el máximo tribunal que la Constitución argentina vedaba la “extradición por causas políticas”. Ese fallo cancelaba toda posibilidad de extraditar a Eichmann. Pero Israel necesitaba juzgar al arquitecto del genocidio judío, porque los crímenes del nazismo se estaban olvidando y Estados Unidos por entonces se interesaba sobre todo en su enfrentamiento con la Unión Soviética.


El 11 de mayo de 1960, el Mossad secuestró a Eichmann en una calle del barrio de San Fernando, al noroeste de Buenos Aires, y lo transportó a Israel, eludiendo a la policía argentina. El secuestro provocó un gran debate, tanto en la prensa mundial como en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que finalmente emitió una inocua resolución exhortando a Israel a “indemnizar” a Argentina por la violación de su soberanía. Opinaron, entre otros, Bruno Bettelheim y Erich Fromm. Hannah Arendt, ensayista judía nacida y criada en Alemania, donde había sido alumna de Karl Jaspers, fue a Jerusalén como enviada especial de la revista The New Yorker. Debía escribir cinco artículos sobre el proceso. Tras presenciar las primeras sesiones, algo muy profundo se removió en la conciencia de la autora de Los orígenes del totalitarismo. Su memoria recreó la persecución padecida por tantos judíos, incluida su propia familia y ella misma, que había escapado de Alemania con la Gestapo pisándole los talones. Hannah Arendt volvió a Nueva York, donde vivía, pero cayó en una crisis personal y un bloqueo. Solo en 1963 consiguió reponerse, y entonces, además de los artículos prometidos a The New Yorker, escribió las casi 500 páginas de su Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, uno de los más importantes ensayos del siglo XX. Ese libro, que es también un vívido reportaje sobre el proceso de Jerusalén, introdujo una idea desde entonces instalada en el lenguaje del mundo. Sostiene Hannah Arendt que el mal no necesariamente encarna en psicópatas delirantes como Hitler. Puede también presentarse en envases “cotidianos”, por ejemplo bajo la forma de un señor normal como Adolf Eichmann, buen padre de familia, ciudadano ejemplar y funcionario cumplidor. Estos hombres banales quizás son los peores. ¿Cuántos asesinos de escritorio hemos visto desde 1962?

Comenzó el juicio. Fue reconstruido el exterminio planificado de los judíos y el papel que en la solución final desempeñó Eichmann. Algunos dijeron que el juicio era una farsa y que encubría un mero acto de venganza. Otros dijeron que no podía edificarse un proceso justo sobre un delito previo, ya que el secuestro de Eichmann en Argentina había violado leyes locales e internacionales. Se adujo que Israel no tenía jurisdicción para procesar a Eichmann, pues los crímenes que se le imputaban habían sido cometidos en Alemania u otros países europeos. En todo caso, como sostenía Karl Jaspers, ¿no debió Eichmann ser juzgado por un tribunal internacional, y no por un tribunal judío? Eichmann adujo que las acusaciones contra él habían prescrito.

El tribunal halló culpable a Eichmann de por lo menos 15 crímenes contra la humanidad. En el juicio comparecieron más de 100 testigos y se probó que Eichmann había sido el organizador de un operativo criminal minuciosamente preparado, cuya finalidad era el exterminio total de los judíos del mundo, según un modelo que Adolf Hitler ya había explicado y fundamentado en su libro Mi lucha (1925).


Eichmann pudo defenderse. Contrató a un reputado abogado criminalista, el suizo Robert Servatius, cuyos honorarios pagó el Estado de Israel. Eichmann, durante el proceso, desplegó varias líneas defensivas. Una de ellas fue la obediencia debida. Él, Eichmann, se había limitado a cumplir las órdenes que recibía, toda vez que no era sino un funcionario del Estado. Además de reclamar la prescripción, impugnó el proceso porque se pretendía aplicarle leyes que no regían al cometerse los hechos juzgados. Eichman negó las imputaciones. Negó los hechos. Negó la veracidad de cada uno de los testimonios.

Finalmente, el tribunal halló culpable a Eichmann de por lo menos 15 crímenes contra la humanidad y lo condenó a muerte. Fue la única vez que en Israel se aplicó esa pena, que no existe en la legislación del país. La ejecución de Eichmann también levantó polvareda. Hasta el último momento se esperó la gracia, que el presidente Ben-Zvi no concedió. Uno de los patriarcas del Israel moderno, el teólogo Martin Buber, quien desde 1939 vivía en Palestina, pidió que no mataran a Eichmann y que en cambio lo condenaran a labrar la tierra de Israel, en un kibutz, hasta que falleciera de forma natural.

El proceso de Jerusalén no es solo un hecho histórico. Aún incide en nuestras vidas. Sentó principios básicos. Por ejemplo, que la obediencia debida no es eximente cuando se juzgan crímenes de lesa humanidad. Los crímenes como los que se imputó a Eichmann no prescriben porque el olvido no puede lavar el horror. Los dictadores argentinos de los años setenta fueron sentados en el banquillo en 1985 —hoy siguen allí, tras anularse su amnistía— porque antes existió el proceso de Jerusalén. Otros sangrientos tiranos, como Augusto Pinochet o los asesinos de la Serbia de Milosevic, pudieron, con suerte varia, ser juzgados porque antes existió el proceso de Jerusalén. Los intentos de Baltasar Garzón para castigar crímenes del franquismo se basaban en aquel proceso. La utopía, aún en construcción, de una justicia multinacional que persiga los crímenes contra la humanidad, se debe en buena parte al proceso de Jerusalén. Es necesario recordarlo porque a pesar del medio siglo transcurrido, aún parte del mundo niega el Holocausto y una suerte de esvástica flamea nada menos que en el Parlamento de Grecia, la cuna de la civilización occidental.

Álvaro Abos, Eichmann en la horca, El País, 31/05/2012

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