brasilització de l'economia
En un país semiindustrializado como Brasil, los que dependen del salario de
un trabajo a tiempo completo solo representan a una pequeña parte de la
población activa; la mayoría se gana la vida en condiciones más precarias. Son
viajantes de comercio, vendedores o artesanos al por menor, ofrecen toda clase
de servicios personales o basculan entre diversos tipos de actividades, empleos
o cursos de formación. Con la aparición de nuevas realidades en las llamadas
economías altamente desarrolladas, la “multiactividad” nómada —hasta ahora casi
exclusiva del mercado laboral femenino occidental— deja de ser una reliquia
premoderna para convertirse rápidamente en una variante más del entorno laboral
de las sociedades del trabajo, en las que están desapareciendo los puestos
interesantes, muy cualificados, bien remunerados y a tiempo completo.
Quizá en este sentido las tendencias de Alemania, a pesar del éxito que se
atribuye a su modelo, representen las de otras sociedades occidentales. Por una
parte, Alemania disfruta de las mejores condiciones comerciales que ha tenido en
muchos años. La principal economía europea es modélica por su forma de contener
una crisis: tasas de interés bajas, flujo de capital entrante, aumento sostenido
de la demanda mundial de sus productos, etc. Así, el desempleo en Alemania ha
caído un 2,9%, y solo alcanza al 6,9% de la población activa.
Por otra parte, se ha registrado un excesivo incremento del empleo precario.
En la década de 1960 solo el 10% de los trabajadores pertenecía a ese grupo; en
la de 1980 la cifra ya se situaba en un cuarto, y ahora es de alrededor de un
tercio del total. Si los cambios continúan a este ritmo —y hay muchas razones
para pensar que será así— en otros diez años solo la mitad de los trabajadores
tendrá empleos a tiempo completo de larga duración, mientras que los de la otra
mitad serán, por así decirlo, trabajos a la brasileña.
Bajo la superficie de la milagrosa maquinaria alemana se oculta esta
expansión de la economía política de la inseguridad, enmarcando una nueva lucha
por el poder entre actores políticos ligados a un territorio (Gobiernos,
Parlamentos, sindicatos) y actores económicos sin ataduras territoriales
(capitales, finanzas, flujos comerciales) que pugnan por un nuevo diferencial de
poder. Así se tiene la fundada impresión de que los Estados solo pueden elegir
entre dos opciones: o bien pagar, con un elevado desempleo, niveles de pobreza
que no hacen más que incrementarse constantemente; o aceptar una pobreza
espectacular (la de los “pobres con trabajo”), a cambio de un poco menos de
desempleo.
El “trabajo para toda la vida” ha desaparecido. En consecuencia, el aumento
del paro ya no puede explicarse aludiendo a crisis económicas cíclicas; se debe,
más bien, a: 1) los éxitos del capitalismo tecnológicamente avanzado; y 2), la
exportación de empleos hacia países de renta baja. El antiguo arsenal de
políticas económicas no puede ofrecer resultados y, de una u otra manera, sobre
todos los empleos remunerados pesa la amenaza de la sustitución.
De este modo, la política económica de la inseguridad está ante un efecto
dominó. Factores que en los buenos tiempos solían complementarse y reforzarse
mutuamente —el pleno empleo, las pensiones garantizadas, los elevados ingresos
fiscales, la libertad para decidir políticas públicas— ahora se enfrentan a una
serie de peligros en cadena. El empleo remunerado se está tornando precario; los
cimientos del Estado de bienestar se derrumban; las historias vitales corrientes
se desmenuzan; la pobreza de los ancianos es algo programado de antemano; y, con
las arcas vacías, las autoridades locales no pueden asumir la demanda creciente
de protección social.
La “flexibilidad del mercado laboral” es la nueva letanía política, que pone
en guardia a las estrategias defensivas clásicas. Por doquier se pide más
“flexibilidad” o, dicho de otro modo, que los empresarios puedan despedir más
fácilmente a sus trabajadores. Flexibilidad también significa que el Estado y la
economía trasladan los riesgos al individuo. Ahora los trabajos que se ofrecen
son de corta duración y fácilmente anulables (es decir, “renovables”). Por
último, flexibilidad también significa: “Anímate, tus capacidades y
conocimientos están obsoletos y nadie puede decirte lo que tienes que aprender
para que te necesiten en el futuro”. La posición un tanto contradictoria en la
que se sitúan los Estados cuando insisten al mismo tiempo en la competitividad
económica nacional y la globalización neoliberal (es decir, en el nacionalismo y
la internacionalización) ha defraudado políticamente a quienes reivindicaban el
derecho individual de los ciudadanos a la estabilidad laboral y a unos servicios
sociales dignos.
De todo ello resulta que cuanto más se desregulan y flexibilizan las
relaciones laborales, con más rapidez pasamos de una sociedad del trabajo a otra
de riesgos incalculables, tanto desde el punto de vista de las vidas de los
individuos como del Estado y la política. En cualquier caso, una tendencia de
futuro está clara: la mayoría de la gente, incluso de los estratos medios,
aparentemente prósperos, verá que sus medios de vida y entorno existencial
quedarán marcados por una inseguridad endémica. Parte de las clases medias han
sido devoradas por la crisis del euro y cada vez hay más individuos que se ven
obligados a actuar como "Yo y asociados" en el mercado de trabajo.
Mientras el capitalismo global disuelve en los países occidentales los
valores esenciales de la sociedad del trabajo, se rompe un vínculo histórico
entre capitalismo, Estado de bienestar y democracia. No nos equivoquemos: un
capitalismo que no busque más que el beneficio, sin consideración alguna hacia
los trabajadores, el Estado de bienestar y la democracia, es un capitalismo que
renuncia a su propia legitimidad. La utopía neoliberal es una especie de
analfabetismo democrático, porque el mercado no es su única justificación: por
lo menos en el contexto europeo, es un sistema económico que solo resulta viable
en su interacción con la seguridad, los derechos sociales, la libertad política
y la democracia. Apostarlo todo al libre mercado es destruir, junto con la
democracia, todo el comportamiento económico. Las turbulencias desatadas por la
crisis del euro y las fricciones financieras mundiales solo son un anticipo de
lo que nos espera: el adversario más poderoso del capitalismo es precisamente un
capitalismo que solo busque la rentabilidad.
Lo que priva de su legitimidad al capitalismo tecnológicamente avanzado no es
que derribe barreras nacionales y produzca cada vez más con menos mano de obra,
sino que bloquee las iniciativas políticas conducentes a la conclusión de un
pacto para la formación de un nuevo modelo social europeo. Cualquiera que hoy en
día piense en el desempleo no debería quedarse atrapado en viejas querellas como
las relativas al "mercado laboral secundario" o "los gastos salariales
decrecientes". Lo que parece un derrumbe debe convertirse más bien en un periodo
fundacional de nuevas ideas y modelos, en una época que abra las puertas al
Estado transnacional, al impuesto europeo a las transacciones financieras y a la
"utopía realista" de una Europa Social para los Trabajadores.
Ulrich Beck, La política económica de la inseguridad, El País, 27/05/2012
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