ER: una producció visible de l'invisible.


Paredón,
tinta roja en el gris
del ayer.
Tu emoción
de ladrillo feliz
sobre mi callejón
con un borrón
pintó la esquina.
Tinta Roja, tango (1941) de Sebastián Piana y Cátulo Castillo


En una de las primeras entradas de Minima Moralia Adorno, comentando la esquela de un hombre de negocios aparecida en un periódico alemán de los años treinta, se asombra de la exageración en la que incurren los afligidos deudos al escribir en dicha esquela que “la anchura de su conciencia rivalizaba con la bondad de su corazón”. Escribe el pensador alemán al respecto, entre otras muchas perlas dejadas caer a lo largo de toda la entrada significativamente titulada “Última claridad”, que “toda responsabilidad concreta desaparece en la representación abstracta de la injusticia universal”, para finalizar el balance que le inspiró tal glorificación al difunto con esta demoledora coda final, tampoco desprovista de un radicalismo en el juicio muy propio de los extremismos lingüísticos de la década en cuestión: “Por falta de objeto apto, el burgués apenas sabe dar expresión a su amor de otra forma que odiando al no apto, por lo que ciertamente acaba semejándose a lo odiado. Pero el burgués es tolerante. Su amor por la gente tal como es brota de su odio al hombre recto”.



Si tuviera que definir con una sola frase el ideario estético de El Roto (alias de Andrés Rábago, Madrid-1947, el mismo artista que también se oculta con otro famoso alias, OPS) no sería otra que la obsesión por que no desaparezca la responsabilidad del Poder, individual o comunitario, diluida dicha responsabilidad en la representación abstracta de la injusticia universal. Pero ER posee una tenacidad mayor, anterior a la de “responsabilidad”, que no sería otra que su preocupación, o fascinación, por el cómo de la representación cuando esta está “obligada” a ofrecer, desde el realismo más crudo e inclemente, una imagen tan revulsiva y crítica como piadosa, del ser humano en la despiadada selva en la que se han convertido las grandes ciudades occidentales –y las no occidentales, también. La obra de ER es un ejercicio radical, y por una vez otorguemos a esta cualidad su sentido más noble y más alejado de veleidades falsamente radicales, de cómo construir una producción visible de lo invisible, o mejor: de cómo hacer visible aquello que se nos es hurtado no tanto a la mirada como a la visualización crítica de toda situación establecida desde la ilegalidad y la injustica.

Baudelaire fue el primero en categorizar entidades estéticas (o conseguir que devinieran “estéticas” lo que con anterioridad a él eran simples “formas de vida”) que ayudaran al sujeto de la primera modernidad a verse y situarse en un nuevo contexto social. Pues bien es cierto que a partir de ese momento inaugural solamente sería posible vivir esa “realidad nueva” desde la experiencia traumática del shock. Baudelaire entendió que si el arte quería sobrevivir a la ruina de la tradición, y esta idea ha sido analizada por Giorgio Agamben en El hombre sin contenido, el artista tenía que intentar reproducir en su obra esa misma destrucción de la transmisibilidad que estaba en el origen de la experiencia del shock. En ER el shock no es tanto extremar una determinada corriente realista de la tradición pictórica española, o de documentalismo gráfico, como el conseguir que el sujeto que centraliza todas y cada una de sus viñetas sea el dueño de su propia historicidad; el propietario, con otras palabras, de su lugar en el mundo. Vivir en la realidad de su propia sustancia, no vicariamente bajo la presión inclemente del Poder. Que la representación de esa realidad, en definitiva, no obedezca tanto, que también, a su relación con determinada corriente estilística dentro de la figuración social española o internacional, como al deseo y voluntad de lograr una catarsis de la representación, y donde la semántica de la imagen adquiera su más pleno sentido en la eficaz interrelación de pensamiento y acción, no necesariamente correspondiendo al pensamiento la desnuda frase que aparece en todas y cada una de sus viñetas y la acción a la brutalidad expresiva del dibujo. En ER ambas cualidades se intercambian mutuamente tácticas y procederes, estilos y conductas, caracteres y formas.

En la primavera del pasado año se celebró una exposición colectiva en el CAAC de Sevilla comisariada por Alicia Murría, Mariano Navarro y Juan Antonio Álvarez Reyes, director del centro, y que llevaba por afortunado título Sin realidad no hay utopía, participando en ella ER. Que yo recuerde era la primera vez que se otorgaba a ER, desde los actores, sujetos y medios que conforman la profesión, la categoría que siempre tuvo: el ser un extraordinario artista. Resulta complicado no sustraerse a la tentación de creer y pensar que la obra entera de ER sea el destilado representativo de que sin realidad no puede haber utopía, o que sin la seguridad de un contexto social determinado, si nos asustan determinados conceptos así “utopía”, no podemos aspirar a la fantasía posible de un mundo mejor. Pero no debemos dejarnos engañar por la falsa simplicidad de las frases y dibujos de ER, pues el tratamiento que otorga a la experiencia del shock posee cualidades y complejidades menos visibles, no por ello menos valiosas. Todo lo contrario.

En un viejo artículo de Roland Barthes, 1959, comentando la primera película de Claude Chabrol, El bello Sergio, y que en castellano apareció en la recopilación de textos sueltos La torre Eiffel- Textos sobre la imagen, se pregunta, nada más y nada menos, sobre si existe un cine de derechas y otro de izquierdas. Escribe Barthes: “llamo arte de derecha a esa fascinación por la inmovilidad que hace que describamos resultados sin preguntarnos jamás, no digo por las causas (el arte no puede ser determinista), sino por las funciones”. Podemos estar de acuerdo con Barthes en que sí existe una constante inmovilista, o conservadora, en un tipo de arte que jamás se pregunta por la función concreta de esa producción estética, siendo así que una parte nada desdeñable de la producción estética contemporánea española de artistas de menos de cuarenta años producen, paradójicamente, un arte “de derechas”, en la medida que rara vez esa producción se preocupa por los fines concretos que hagan necesaria esa producción. Pero nos resulta complicado aceptar que un artista como ER no parta de una idea determinista de su propio hacer como artista, pues su constante interrogación por la causa y su función le lleva a la consideración, auténtica razón de ser de toda su producción, que la verdad está en el estilo y que tanto forma como contenido son alternativas funcionales de esa misma verdad, ya sin cualidad estética, únicamente moral. Pero también: ER no esquiva la acción devastadora de la belleza, pues la asume y se apropia de ella, la desmonta sin pudor ni caridad algunos; la reinterpreta, en efecto, así en el dolor y la crueldad. De ahí que en sus viñetas, especialmente en las más dotadas de densidad interpretativa, esté siempre presente una obvia acción performativa: se actúa y discute sobre la belleza del horror, sin jamás crearla intencionalmente. De ahí que los solitarios seres humanos que aparecen en sus viñetas no se muestran como tales, pero sí como cuerpos, o “anatomía expandida” en tanto que fisiología de la belleza.

La relación privilegiada que ER establece con el lenguaje tendría su punto de inflexión más determinante en la seguridad (implacable) de que ese flujo lingüístico, más caudaloso cuanto más escueta y desnuda es la frase, no cesa de deslizarse sobre aquello a lo que remite, pero a lo que remite es mucho menos la imagen brutal que contemplamos como a la trampa de la lógica inherente a todo “realismo”. Arte paradójico es su esencia más funcional, ER parece hacer suya la famosa definición de “paradoja” que Deleuze ya expuso en su Lógica del sentido: “La paradoja es primeramente lo que destruye el buen sentido como sentido único, pero luego es lo que destruye el sentido común como asignación de identidades fijas”. Para ER toda representación, y más allá del grado o nivel implícito en lo concerniente a la comprensión de esa “estructura de conocimiento” que en sí misma es toda representación, al menos ontológicamente hablando, supone asumir una invisibilidad (triunfo absoluto de la paradoja) cuyo resultado no sería otro que “lo visible” (si bien oculto), o lo que también podríamos definir como “el régimen ético de la palabra”. Para ER la representación es siempre un logos que hace una utilización inteligente y muy pudorosa de los atributos propios de la lengua y la palabra escrita, pero a su vez también es consciente que toda representación es siempre la puesta en práctica, abismada, de una tensión dialéctica que se debate entre el absolutismo radical que pretende toda acción que se vale del valor metonímico de la imagen, y la distancia que ER obliga al espectador a tomar con respecto a la voracidad invasora a la que aspiran todas las imágenes del mundo. En todas y cada una de las viñetas de ER la imagen enfría lo que las palabras enardecen y provocan: el pensamiento se excita al mismo tiempo y velocidad que se congela el rictus facial.

La obra entera de ER posee cualidades morales propias de la imagen fotográfica: un mismo abandono melancólico, la misma paciente espera ante una catástrofe inminente, o la desolación cuando ésta ya ha sucedido, su falta de atributos en tanto que imagen “primordial”, pero también como territorio donde se lleva cabo el experimento de un sujeto sin consistencia ontológica, o la infinita duda entre la apariencia y la aparición. Por supuesto, todo ello vendría en un a posteriori de la gran cuestión que sobrevuela toda la obra de ER: lo Real y su compromiso con lo Social, y dónde poner el límite para que ambos estamentos no se anulen mutuamente, e incluso dónde trazar la demarcación donde “lo real” y “lo social” mantengan ambos la economía del discurso foucaltiano en torno al “poder-decir” existente en toda manifestación de arte, sea un lienzo, una viñeta o la página en blanco. Un “poder-decir” que se extiende por toda la ciudad a modo de una pintada infinita por desmontes, baldíos y paredones. Las obras de ER reintroducen en la crítica cultural aquella acción que para Lukács era función esencial de toda cultura en tanto que universo vivo: la insubordinación de lo concreto contra el reino brumoso de la Abstracción. La mirada de ER, heredera directa de la mirada triste (y convulsa) de Benjamin, desea hacer suya la célebre frase de Freud de que “la cultura es el producto de un crimen cometido en común”, frase, por cierto, que prologa, o directamente es la misma con otras palabras, la no menos célebre afirmación benjaminiana de que todo documento de cultura es también un documento de barbarie.

ER, al igual que Marlowe en el fondo negro de la selva, también grita ¡El horror, el horror!, y siendo ésta la respuesta (real, cultural) a la angustiosa idea de Freud de que “la verdad tiene siempre estructura de ficción”. Parece mentira, nos oímos decir a nosotros mismos casi siempre que vemos una imagen de ER, parece mentira que existan tantas formas de mostrar la devastación que ocasiona todo naufragio. Tinta roja para significar el gris del ayer y más roja aún para alertar del inmoral y triste gris del presente.

Luis Francisco Pérez, El Roto y su lugar en el realismo crítico español, Salonkritik, 27/05/2012

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