Atrevir-se a escoltar.


Se diría que no nos escuchamos. No es tan fácil hacerlo. Ni tan frecuente. Ni personal, ni social, ni políticamente. Todo parece predispuesto para desarticular la escucha y para hacer un uso interesado de lo que se habla. La forma más rudimentaria consiste en tratar de imponer la propia voz. “Me van a oír” es una caracterización apropiada de una cierta enfermedad del oído, que socialmente tanto nos invade. Muy singularmente parece afectado el oído interno, que no es sólo un laberinto, y que no deja de ser simbólico que se encuentre en un hueso que se llama temporal, lo que supone que sin él la palabra no nos llega ni nos alcanza. Saturados de vibración, el oído interno es determinante para el equilibrio, pero no siempre estamos dispuestos a vernos afectados.

Escuchar no es abrir los oídos mientras mantenemos clausuradas y a buen recaudo las decisiones, adoptadas con independencia de lo que se nos diga. No es un ejercicio misericordioso o de condescendencia para atender a quien habla, a fin de poder decir que ya se ha cumplido el requisito de hacerlo. No es una cortesía, es un elemento fundamental para el reconocimiento del otro y para que haya realmente diálogo. Es estar dispuesto a cuestionar lo que uno propone, defiende, o ya piensa. El objetivo no es poder decir que ya se ha hablado, como coartada para permanecer impasible en la propia posición.

Precipitados a apropiarnos de lo que se dice, para hacérnoslo asequible o asumible, comenzamos por reducirlo a lo que resulta soportable. Desconsideramos no pocas veces la intención o las circunstancias, hasta ignorar incluso lo propiamente dicho. Por lo visto, necesitamos aceptarlo o rechazarlo. Rigurosamente, y en líneas generales, se trata de dominarlo y de no ser alcanzados por ello. Parecería que hemos de convertirlo en un eslogan, en una consigna o en un titular, algo que sea llevadero, citable, que no nos incomode o nos obligue. El proverbio, el verso o el haiku resultan peligrosos, empeñados siempre en darnos que pensar. Y que sentir. O en producirnos un efecto que Nietzsche atribuye a los aforismos, que son como un baño de agua fría, en el que se trata de entrar y de salir con alguna celeridad. Y con algún efecto.
Tener oído es algo más que la capacidad para percibir sonidos. Comporta la posibilidad de unas ciertas dotes para la musicalidad, que no es solo oír lo que suena o nos suena, y para reiterar lo percibido. La precipitación, el miedo, la prisa y algunas urgencias no crean buenas condiciones para escuchar, para demorarse. Y, en definitiva, para comprender o para hacernos comprender. Es preciso oír para entender, pero es imprescindible escuchar para comprender.


Conminados por la necesidad, no encontramos las condiciones para tratar de hacernos cargo de algo. Como Deleuze señala, preferimos deslizarnos en una suerte de surf sobre las olas, que vérnoslas en la necesidad de nadar. La tabla lisa acaba siendo la tabla rasa y es cuestión de dejarse llevar. No negamos mérito y dificultad al hacerlo, pero la inmersión en lo que otro dice, nos dice, supone comprender que siempre que viene el otro, nos viene diciendo, y sólo diciéndonos viene. La palabra es la venida del otro y no escucharlo es clausurar su llegada. Así que si se trata de evitarlo, lo mejor es que cerremos los oídos. Y los corazones. Y a lo nuestro.


En cierto modo, educar es también enseñar a escuchar. Y escuchar conlleva asimismo aprender a callar, lo que no significa ocultar. Aunque no únicamente. Es determinante hablar y hacerlo abierto al decir del otro. Se trata de atender no solo lo que alguien dice, sino lo que le hace decir. Escuchar de verdad es tratar de hacerse cargo de las razones del otro. En realidad, se escucha deliberando, no simplemente asintiendo. De ahí que la escucha sea una acción emprendedora, no una pasiva receptividad.


Pero cuando ya parecemos sabérnoslas todas, oímos lo que ya conocemos, ignoramos lo que nos disloca y ratificamos lo que ya pensábamos, de tal modo que nuestro selectivo oído afina para asentir ante lo que no cuestiona cuanto ya parecemos saber. Muchas veces saber de oídas es tanto como no escuchar.

En una sociedad de paradojas y de perplejidades no faltan quienes se apoyan en nuestras incertidumbres razonables para proceder sin demasiados miramientos. Escucharnos y vernos dudar no es que les desconcierte, es que les resulta cómodo, ya que se desenvuelven agazapados al amparo de un murmullo incesante que aún no se formula ni se pronuncia de modo incontestable. Quienes no escuchan se amparan en nuestras vacilaciones. Pero oír sólo hasta encontrar un rótulo en el que enmarcar y clausurar la palabra ajena no es escuchar. Entonces, en lugar de deliberación hay dominio. Ante la falta de consideración, procedemos sin ton ni son y esta falta de sintonía impide que concordemos.

Incluso a veces la audiencia se resume en un modo de oír que trata de confirmar y de ratificar lo que ya sabemos. Pero esta forma de componer el oír limita el horizonte de lo que cabe escucharse y la palabra se pierde y se disuelve en los márgenes de lo que se dice. Escuchar incluso lo que uno no dice, no llega a decir, no sabe decir, no puede decir, requiere una cordialidad, una atención, un respeto y siempre un determinado silencio. Si incluso ni abrimos el espacio de lo que no parece decible, olvidaremos que lo indecible da que decir y no se reduce a lo que no oímos. Hegel insistirá en que si no se puede decir no es en realidad, pero hay demasiada sospecha de que ahí merece un repaso lo que entendemos por decir y lo que entendemos por realidad.

En todo caso, estas complicaciones no han de ocultar que, enmascarada de otras excusas, a veces simple y llanamente falta voluntad de escucha. No sea que nos alcance algo interesante, razonable o verdadero. Atreverse a pensar es también atreverse a escuchar. No nos interesa, nos incomoda y quizá nos desconcierta lo que otros puedan decir. Pero a su vez para decir en verdad es preciso un modo radical de escucha. También de lo que uno silencia de sí mismo. Y a la par de esa palabra plural, diversa, que se despliega en múltiples voces, que corre, va y viene, y busca decirnos mientras tratamos de embridarla, de domesticarla, de emplearla para que por fin diga lo que queríamos oír. Se insiste en la falta de olfato político, como una rémora para el ejercicio público. No lo es menos la falta de oído activo y permanente, la pérdida del arte, del don, del valor de la escucha.

Ángel Gabilondo, El valor de escuchar, El salto del Ángel, 28/05/2012

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