Recordem 1931.
El
economista Paul Krugman tiene una respuesta. Sugiere que Europa está hoy
repitiendo la década de 1930 "con
una fidelidad cada vez mayor en los detalles". Los gobiernos, afirma él, están
"cometiendo un suicidio económico". [1] Cuando todos los principios
económicos piden al tesoro que recupera el crecimiento, gaste, estimule, hinche
y reconstruya la confianza, abogan por una austeridad aun mayor y unos
presupuestos equilibrados, empujando a sus economía hacia la recesión. Actúan
así no porque crean que la austeridad va a generar crecimiento, actúan así
porque son prisioneros de un dogma fenecido, el apuntalamiento del
euro.
Nada resulta más espeluznante que leer las crónicas de la economía
europea de entreguerras, especialmente el idealista año de 1925, el del
"espíritu de Locarno". Fue entonces cuando el canciller de Exchequer [ministro
de Economía británico], Winston Churchill, reintegró a Gran Bretaña al patrón
oro. Los salarios se verían obligados a bajar para poder competir con
Norteamérica y se recuperaría la estabilidad económica de la preguerra. Keynes
alegó que esto era una locura. La libra se encontraba sobrevalorada en un 10% y
el resultado consistiría en "el bloqueo de las exportaciones, desempleo y
huelgas".
Churchill se equivocó y Keynes acertó. Seis años después, un gobierno
laborista en minoría topó con el desplome financiero y cayó. En el verano de
1931, con el capital huyendo del país y los banqueros gimiendo por la
austeridad, se formó un gobierno de coalición nacional y súbitamente se vino
abajo el patrón oro. La libra se deslizó de 4,85 dólares a 3.40. Pese a las
previsiones de catástrofe, el clásico histórico de Charles Mowat [2]
sobre el periodo registra que "apenas se movió una hoja". No hubo revolución en
las calles, y la devaluación no suscitó mayor interés "que un estornudo casual".
En cuatro años, la producción industrial británica había aumentado un 25%,
mientras que el desempleo caía de 3 a 2 millones.
La
historia rara vez se repite, pero sus lecciones, sí. El Banco de Inglaterra y el
Tesoro se encuentran atrapados en una ortodoxia similar a la de sus antecesores
de la preguerra. Sostienen que la inflación es la mayor maldición que puede
aquejar a la economía británica, y esto incluso mientras planifican el mayor
derrumbe de la demanda que haya sufrido Gran Bretaña desde la guerra. Cuando se
avienen a imprimir más moneda a modo de expansión cuantitativa, no se atreven a
dejar que se filtre al consumo por miedo a la inflación. No se arrugan ni
siquiera cuando cierra una cuarta parte de las tiendas de la calle mayor.
Actúan como médicos que dejaran a los enfermos en la nieve para ver quién
sobrevive. Pero le echan dinero
a los banqueros amigos y ven cómo desaparece en las fauces de directores y
especuladores de paraísos fiscales. Y reparten miles de millones para apuntalar
un euro del que ni siquiera son miembros.
Keynes tenía razón en 1925, y demostró estar en lo cierto en 1931. Las
tasas de cambio flexibles constituyen una forma más indolora de forzar a la baja
los costes laborales y promover el comercio que la austeridad gubernamental. La
inflación supone un modo mejor de aliviar la deuda. El remedio de una demanda
deprimida consiste en un aumento de la demanda, es así de sencillo. El riesgo de
inflación en Gran Bretaña es actualmente trivial comparado con el de deflación y
recesión. Y la moneda de Gran Bretaña puede flotar por lo menos. Imaginemos lo
que sería formar parte del euro y tener que comerciar afrontando una libra con
un valor probablemente un 20% más alto que hoy.
Apenas pasa un mes sin otra crisis del euro y más imposición de
austeridad. Es como si Keynes no hubiera vivido nunca. Sin embargo, el agua se
resiste a correr monte arriba. Los países gravosamente endeudados necesitan
desde luego reestructurar su sector público a largo plazo – y tienen planes
plausibles para llevarlo a cabo – pero no pueden pagar la deuda, a corto o a
largo plazo, cuando están en recesión. Aumentar el desempleo y suprimir la
demanda impide el crecimiento y no le resulta a nadie útil.
Peor todavía, la austeridad prolongada está minando la misma autoridad
que se requiere para ponerla en práctica. Y cuando caen los gobiernos, no puede
aplicarse ningún paquete. El mes pasado se obligó a Grecia a una suspensión de
pagos de facto. ¿Quién compraría hoy bonos españoles? ¿Qué valor tiene un
ministro de finanzas holandés? ¿A qué precio la firma de Nicolas Sarkozy en un
acuerdo de rescate? Mientras el euro mantenga aherrojada la economía continental
en la austeridad, no conseguirá nunca estabilidad política o un retorno al
crecimiento.
El
euro fue un sueño de Locarno. Era el último grito del siglo XX, que contemplaba
un hermoso orden nuevo en el que banqueros y hombres de negocios, trabajadores y
campesinos, caminarían hombro con hombro, cantando la Oda a la alegría.
Todos los costes laborales se equipararían. Se produciría una integración fiscal
y regulatoria en todo el continente. El euro abriría las puertas a unos estados
unidos de Europa. Irlanda y Grecia serían a Alemania lo que Nevada es a Nueva
York. El euro apretaría y ensancharía a los pueblos de Europa hasta que fueran
uno.
Este concepto de unión debe contarse entre los grandes errores de la
historia. Como otras visiones pancontinentales, ha demostrado no poder competir
con el fuste torcido de la humanidad europea. Sus acólitos no pueden soportar el
revisionismo o tolerar la disidencia. Han llevado a Grecia al caos y a España a
una grave depresión, con la mitad de sus jóvenes en el paro. A los eurócratas no
les importa. Sus ingresos están seguros. No hacen más que danzar en torno al
euro y exigir su sacrificio en sangre. Harán de todo, salvo admitir que estaban
equivocados.
La
única salvación que se ve en el horizonte es la democracia. La semana pasada, el
electorado francés dijo que no a una mayor austeridad y el gobierno holandés
cayó por las mismas razones. España se enfrenta a una crisis similar, y las
calles de Atenas albergan peligros sin cuento. Hasta los sondeos británicos
dejan ver un electorado al que no convence la longevidad de lo que con cualquier
baremo sería austeridad suave. Los pueblos de Europa ya han tenido bastante.
Resulta impensable la perspectiva de imponer a sus naciones las disciplinas
presupuestarias exigidas para más rescates alemanes.
Europa necesita una reordenación colectiva de deudas, de suspensión de
pagos y monedas que sea sencilla, de la noche a la mañana, siguiendo las líneas
del acuerdo de Bretton Woods en la postguerra. Eurolandia debe contraerse de
forma drástica y hay que recuperar las monedas flotantes. Debemos dejar limpia
la pizarra. Se cometió un terrible error, pero puede corregirse, como en 1931.
Como entonces, los sabihondos predecirán un desastre, pero yo apostaría lo
contrario. Tras el ajuste, "no se movió una hoja… no pasó de un estornudo".
Volveríamos entonces a la cordura.
NOTAS: [1]Paul
Krugman, “Europe´s Economic Suicide”, The New York Times, 15 de abril de
2012. [2] Charles Loch Mowat, Britain Between the Wars, 1918-1940,
Cambridge University Press, Cambridge, 1955.
Simon Jenkins, Se puede rectificar el terrible error de Europa. Recordemos 1931, Sin Permiso, 13/05/2012/The Guardian, 24/05/2012
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