La irrupció de l'altre.
Por eso, en general, confundimos la integración con la
asimilación. Esta no produce una efectiva incorporación, con sus
correspondientes derechos y deberes como miembros activos de una comunidad, lo
cual obedece a una voluntad de reducir la alteridad a
identidad. Somos más condescendientes con quienes nos ofrecen su signo
de empaque a causa de su conocimiento, o por sus recursos, es decir con quienes
sencillamente nos buscan o precisan pero sin afectar a nuestra actual vida.
Salvo que cuiden de nosotros. Cuando Lèvinas insiste en que el
otro (autre) no es sólo otro como yo, sino un efectivo otro
(autrui), otro que yo, muestra hasta qué punto no se trata de
soportarlo o de sobrellevarlo, sino de acogerlo, en un verdadero acto de
hospitalidad. La llegada del otro tiene siempre algo de
inesperado, de inclasificable, es una cierta irrupción. No responde en líneas
generales a nuestras expectativas. Y entonces no se trata de recibir al otro
a pesar de ser otro, sino precisamente por
serlo. Y de eso se trata.
Pero la hospitalidad no es un acto de condescendiente paternalismo, ni de
mera asistencia, sino de fraternidad, con todo el contenido
revolucionario de esta palabra en su lectura ilustrada. Ello exige políticas,
programas, planificación, personas con dedicación, con convicción y con oficio.
No basta la buena voluntad. En cualquier caso, así entendida, la integración es
una tarea social, de todos, a fin de generar mejores
condiciones de vida de las personas más vulnerables, e implica reconocer su
derecho a compartir nuestro bienestar. La carencia de lo más
elemental, la estrechez y la necesidad provocan el verdadero desamparo que
supone la enorme dificultad de incorporarse a una comunidad.
De
ahí que el enemigo fundamental radique no tanto en la diferencia cuanto en
la indiferencia para con el otro. Lo que hay en él de
irreductible, que es precisamente su singularidad, es lo que nos hace sentir lo
extranjero como su condición, lo que en alguna medida explica sus dificultades
de reproducir nuestros cánones, convenciones y modos de vida. Hemos de hablar de
convivencia en la diversidad, de crecimiento
conjunto, en medio de situaciones socioculturales y económicas de
enorme complejidad.
Por eso decimos “interculturalidad”, y no simplemente
“multiculturalidad”. Por eso hablamos de convivencia y de
derechos ciudadanos, no simplemente de una abstracta aceptación
de las personas. En cierto modo, lo que resulta verdaderamente significativo es
que miramos despectivamente a quienes se acercan a nuestro espacio, al que sólo
parecemos ofrecer acceso si nos procura a nosotros mismos mejores condiciones de
vida. Todo rechazo a la diversidad comporta esas dosis de xenofobia que denotan
una sociedad plegada sobre sí misma, para quien el otro es una
amenaza, cuando no un enemigo. No es preciso insistir en que nosotros mismos
somos también extraños, y no solo para los demás. Decir “nosotros” es
asumir esa “otredad” y esa “alteridad”, la de saber que
nosotros somos también otros, respecto de los demás y de
nosotros mismos.
Pero las dificultades singulares en un mundo en estrecha competencia por los
recursos no justifican la ausencia de igualdad de oportunidades
y el reconocimiento al derecho de movilidad y de búsqueda de condiciones
adecuadas para vivir dignamente. La llamada “extranjería” aborda
situaciones y condiciones legales, pero la verdadera condición de
extranjero se centra en la pobreza, que es la que produce el desarraigo
de un perenne vagar. Además, somos poco hospitalarios con el otro por no ser “de
los nuestros”. Parecemos considerarlo así simplemente por ser pobre, como si
eso fuera signo de nuestra distinción, lo seamos o no también nosotros. No pocas
veces rechazamos lo que encontramos similar a lo que somos y como somos. Nos
vemos reflejados en ello.
La
pobreza se nutre no solo de la falta de acceso al empleo, también de la
falta de acceso a la palabra. El aislamiento y la marginación
provocan seres desplazados entre quienes viven con nosotros y buscan su camino
como nosotros mismos lo procuramos. Les convierte en seres en alguna medida
inermes, lo que no impide que hagan valer sus razones en muchos casos con
absoluta dignidad.
En el Sofista, Platón establece como uno de
los interlocutores a alguien a quien denomina “el extranjero”. Su
palabra resulta determinante para modificar toda una noción de ser. El no
ser, a pesar de una lectura lineal de Parménides, no se
reduce a la negación del ser, es lo otro del ser. Y esta transformación
es radical. La alteridad forma parte de lo que somos, como lo otro de nosotros
mismos. La insensibilidad, la desidia y el absurdo de ignorarlo es nuestra
propia pérdida. Bastaría acercarse a “El extranjero” de
Camus.
Lo que hay es toda una desconsideración desde condiciones de privilegio que
tratan de justificarse. La competitividad malentendida sin
solidaridad hace de la escasez de recursos una dura lucha, en la que
crecen resentimientos y actitudes xenófobas. Entonces buscamos reducir al
“otro que yo” para que venga a ser “otro como yo”, pero menos,
y ya no hay hospitalidad ante su llegada, sino otra forma de rechazo, la que
reclama tantas condiciones que en cierto modo exige la anulación de sus
diferencias. Por eso, la cultura y la educación son formas determinantes
de hospitalidad. Y por eso, asimismo, se requieren esfuerzos conjuntos
frente a la pobreza y la exclusión para participar en la
transformación de lo social, de lo público y de lo
político.
Ángel Gabilondo, Más pobre, más extranjero, El salto del Ángel, 23/05/2012
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