La irrupció de l'altre.


Por extraños y ajenos, les llamamos extranjeros. Lo dice la propia palabra. No sólo porque proceden de otro lugar, de otro país, o porque eso solo ya les hace ser supuestamente distintos o diferentes, dado que en eso no coinciden con nosotros. Pero ello no parece ser aún lo más determinante si no son pobres, si no nos necesitan, si no reclaman nuestra acción, si no vienen a compartir nuestros espacios. La pobreza es la verdadera condición errante, el auténtico desierto, con sus aliados de miseria y de ignorancia. No tardamos en reconocer costumbres, hábitos, comportamientos, que desde nuestra perspectiva acomodada calificamos de raros, cuando no de extravagantes, salvo que tengan un prurito de distinción cultural o económica, en cuyo caso los encontramos exóticos y enriquecedores.

Por eso, en general, confundimos la integración con la asimilación. Esta no produce una efectiva incorporación, con sus correspondientes derechos y deberes como miembros activos de una comunidad, lo cual obedece a una voluntad de reducir la alteridad a identidad. Somos más condescendientes con quienes nos ofrecen su signo de empaque a causa de su conocimiento, o por sus recursos, es decir con quienes sencillamente nos buscan o precisan pero sin afectar a nuestra actual vida. Salvo que cuiden de nosotros. Cuando Lèvinas insiste en que el otro (autre) no es sólo otro como yo, sino un efectivo otro (autrui), otro que yo, muestra hasta qué punto no se trata de soportarlo o de sobrellevarlo, sino de acogerlo, en un verdadero acto de hospitalidad. La llegada del otro tiene siempre algo de inesperado, de inclasificable, es una cierta irrupción. No responde en líneas generales a nuestras expectativas. Y entonces no se trata de recibir al otro a pesar de ser otro, sino precisamente por serlo. Y de eso se trata.

Pero la hospitalidad no es un acto de condescendiente paternalismo, ni de mera asistencia, sino de fraternidad, con todo el contenido revolucionario de esta palabra en su lectura ilustrada. Ello exige políticas, programas, planificación, personas con dedicación, con convicción y con oficio. No basta la buena voluntad. En cualquier caso, así entendida, la integración es una tarea social, de todos, a fin de generar mejores condiciones de vida de las personas más vulnerables, e implica reconocer su derecho a compartir nuestro bienestar. La carencia de lo más elemental, la estrechez y la necesidad provocan el verdadero desamparo que supone la enorme dificultad de incorporarse a una comunidad.



De ahí que el enemigo fundamental radique no tanto en la diferencia cuanto en la indiferencia para con el otro. Lo que hay en él de irreductible, que es precisamente su singularidad, es lo que nos hace sentir lo extranjero como su condición, lo que en alguna medida explica sus dificultades de reproducir nuestros cánones, convenciones y modos de vida. Hemos de hablar de convivencia en la diversidad, de crecimiento conjunto, en medio de situaciones socioculturales y económicas de enorme complejidad.


Por eso decimos “interculturalidad”, y no simplemente “multiculturalidad”. Por eso hablamos de convivencia y de derechos ciudadanos, no simplemente de una abstracta aceptación de las personas. En cierto modo, lo que resulta verdaderamente significativo es que miramos despectivamente a quienes se acercan a nuestro espacio, al que sólo parecemos ofrecer acceso si nos procura a nosotros mismos mejores condiciones de vida. Todo rechazo a la diversidad comporta esas dosis de xenofobia que denotan una sociedad plegada sobre sí misma, para quien el otro es una amenaza, cuando no un enemigo. No es preciso insistir en que nosotros mismos somos también extraños, y no solo para los demás. Decir “nosotros” es asumir esa “otredad” y esa “alteridad”, la de saber que nosotros somos también otros, respecto de los demás y de nosotros mismos.

Pero las dificultades singulares en un mundo en estrecha competencia por los recursos no justifican la ausencia de igualdad de oportunidades y el reconocimiento al derecho de movilidad y de búsqueda de condiciones adecuadas para vivir dignamente. La llamada “extranjería” aborda situaciones y condiciones legales, pero la verdadera condición de extranjero se centra en la pobreza, que es la que produce el desarraigo de un perenne vagar. Además, somos poco hospitalarios con el otro por no ser “de los nuestros”. Parecemos considerarlo  así simplemente por ser pobre, como si eso fuera signo de nuestra distinción, lo seamos o no también nosotros. No pocas veces rechazamos lo que encontramos similar a lo que somos y como somos. Nos vemos reflejados en ello.

La pobreza se nutre no solo de la falta de acceso al empleo, también de la falta de acceso a la palabra. El aislamiento y la marginación provocan seres desplazados entre quienes viven con nosotros y buscan su camino como nosotros mismos lo procuramos. Les convierte en seres en alguna medida inermes, lo que no impide que hagan valer sus razones en muchos casos con absoluta dignidad.

En el Sofista, Platón establece como uno de los interlocutores a alguien a quien denomina “el extranjero”. Su palabra resulta determinante para modificar toda una noción de ser. El no ser, a pesar de una lectura lineal de Parménides, no se reduce a la negación del ser, es lo otro del ser. Y esta transformación es radical. La alteridad forma parte de lo que somos, como lo otro de nosotros mismos. La insensibilidad, la desidia y el absurdo de ignorarlo es nuestra propia pérdida. Bastaría acercarse a “El extranjero” de Camus.

Lo que hay es toda una desconsideración desde condiciones de privilegio que tratan de justificarse. La competitividad malentendida sin solidaridad hace de la escasez de recursos una dura lucha, en la que crecen resentimientos y actitudes xenófobas. Entonces buscamos reducir al “otro que yo” para que venga a ser “otro como yo”, pero menos, y ya no hay hospitalidad ante su llegada, sino otra forma de rechazo, la que reclama tantas condiciones que en cierto modo exige la anulación de sus diferencias. Por eso, la cultura y la educación son formas determinantes de hospitalidad. Y por eso, asimismo, se requieren esfuerzos conjuntos frente a la pobreza y la exclusión para participar en la transformación de lo social, de lo público y de lo político.

Ángel Gabilondo, Más pobre, más extranjero, El salto del Ángel, 23/05/2012

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