El principi d'exemplaritat.


El Estado democrático moderno se ha asentado, entre otros, en dos principios. Primero, el respeto a la ley es condición suficiente para el establecimiento de una sociedad justa; en otras palabras, cumple la ley y haz lo que quieras. Segundo, la vida privada es parcela confiada exclusivamente al arbitrio del yo, quien no responde ante nadie mientras no perjudique a tercero. Normalmente los conceptos producidos por los intelectuales, enunciados en el cielo del pensamiento, progresan más rápido que la historia, frenada por resistencias materiales. En este caso aconteció al revés: las transformaciones sociales reclamaban unos conceptos que explicaran lo que estaba sucediendo y que el manadero intelectual no suministraba.

Y lo que estaba sucediendo era que determinados comportamientos de figuras notorias en España estaban siendo censurados por la sociedad incluso cuando formalmente se ajustaban a la ley. Había un duro reproche a conductas de personas que no eran procesadas o que, siéndolo, recibían luego la absolución del tribunal. Aunque no sancionables en Derecho, repugnaban a la percepción mayoritaria de lo decente y lo honesto. Se necesitaba una palabra que explicara ese plus extra-jurídico de exigencia moral a dichas figuras. En una sociedad justa —esta sería la conclusión— cumplir la ley es condición necesaria pero no suficiente.

Y respecto al segundo de los principios, la vida privada conforma uno de los derechos civiles más importantes conquistados por la modernidad, uno de los mayores regalos que el hombre se ha concedido a sí mismo. En virtud de ese derecho, la democracia reconoce a cada ciudadano, cuando alcanza la mayoría de edad, la prerrogativa de elegir el estilo de vida que prefiera sin interferencias ni tutelas públicas. Esto es y debe ser así, siempre que se distinga entre una concepción jurídica (la anterior) y otra ética de la vida privada. Desde una perspectiva ética, existe desde luego la intimidad, pero no estrictamente vida privada, si por tal se entiende un ámbito exento de influencia de ejemplos. Nuestra vida privada ofrece siempre el cuerpo de un ejemplo positivo o negativo para nuestro círculo de influencia y en este sentido inevitablemente produce un perjuicio a tercero (o beneficio), no un daño jurídicamente perseguible pero sí un daño moral (o un bien). La conciencia de este hecho hace nacer el siguiente imperativo de ejemplaridad: “Que tu ejemplo produzca en los demás una influencia civilizadora”.

El concepto de ejemplaridad satisface adecuadamente la doble demanda, de ahí su amplia recepción social. Por un lado, ejemplaridad sugiere ese plus de responsabilidad moral extra-jurídica, exigible a todos pero en especial a quienes se desempeñan en cargos financiados por el presupuesto público. Por otro, la ejemplaridad no admite una parcelación en la biografía entre los planos de lo privado o lo público —artificio válido en Derecho, no en la realidad— porque denota aquello que Cicerón denominó “uniformidad de vida”, una rectitud genérica que involucra todas las esferas de la personalidad. “Ejemplar” es un concepto que responde a la pregunta de cómo es, en general, alguien, y si parece o no digno de confianza. Cuando el Rey pronunció su célebre discurso navideño, quedó preso del concepto que escogió. Y cuando se aireó su safari en Botsuana, sintió sobre sí todo el peso de su elección. Porque su viaje de recreo no comportaba ninguna conducta ilícita y por añadidura pertenecía a la esfera privada y, sin embargo… el reproche social arreció tanto que hubo de pedir públicas disculpas.

Javier Gomá Lanzón, Las razones de la ejemplaridad, Babelia. El País, 26/05/2012
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/05/23/actualidad/1337770648_010492.html

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