La imatge arribà per distorsionar la memòria.


La irrupción de la imagen en el espacio común donde construimos nuestros relatos de identidad distorsiona la experiencia premoderna del duelo, cuando la imagen desaparecía con la memoria, y en donde el duelo era esencialmente un trabajo del relato. Recordar las anécdotas, los dichos, las experiencias pasadas, que se hacían verbo y al ser expresadas en público iban curando el recuerdo y despidiendo a la persona que se había ido. Al comienzo eran relatos insistentes, doloridos, repetitivos de las últimas palabras. Más tarde aparecían anécdotas que ensalzaban la virtud del ser querido. Por último, la conversación discurría hacia las pequeñas o grandes faltas, hacia su humor y temperamento difícil, y en esos momentos el duelo caminaba a su fin de la mano de los relatos, mostrando la distancia de la persona que aleja en la memoria dejando a los vivos.

La imagen llegó para distorsionar la memoria. Es sabido que la fotografía comenzó a extenderse popularmente en el siglo diecinueve como retratos postmortem, como andamio de la memoria que hacía pervivir la imagen de la persona querida, aunque fuese bajo esa máscara que adopta el cuerpo cuando deja de vivir. Más tarde se popularizó como registro de los momentos rituales de la vida: la boda, la mili, acaso la escuela, el carné de identidad. Virxilio Vieitez, el fotógrafo gallego convirtió esta tarea notarial de la vida de un pueblo en arte y antropología. Aún así, hasta la edad del consumo, la imagen fotográfica era escasa y no interrumpía el poder evocador y terapéutico del relato. Ha sido el tiempo presente el que nos ha llenado de imágenes que, poco a poco invaden nuestros ojos aún llorosos. Nos pasamos los hermanos fotografías de los padres que guardamos en la caja de latón, ya amarronadas por el tiempo, portadoras de un evento que habíamos olvidado y que acaso ya no podemos recordar, pero que nos devuelve insistente la imagen en vida de quien nos acompañó tantos años.

Se nos pueblan ahora los recuerdos de imágenes que no podemos desterrar, presentes en los archivos del móvil, en múltiples videos que recuerdan la vida cotidiana y que persisten en una eternidan que impide el trabajo del duelo, el alejamiento en la memoria de la persona querida. (...)

Los viejos relatos de duelo permitían la magia de las apariciones del muerto, el encuentro inesperado con el fantasma, mezclando el sueño y la vida en un flujo de recuerdos que convertían la falta en certeza, el dolor en nostalgia. La hiperpoblación de imágenes invade la conversación con su pretensión de verdad, de imposición de realidad y presencia dañando la necesaria tarea del olvido. Es entonces el cuaderno, el retiro a la escritura el posible remedio para el daño. Escribir para olvidar, para hacer que las palabras detengan la intrusión de las imágenes. Recomendaba Gloria Anzaldúa a todas las mujeres el guardar un cuaderno donde la palabra escrita se convirtiese en afirmación diaria de su capacidad de resistencia. Remedios Zafra (Los que miran) nos muestra cómo la escritura puede ser el último espacio del olvido que nos permite el universo de las mil pantallas.

Fernando Broncano, La escritura como duelo, El laberinto de la identidad 03/04/2016

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