Política d'idiotes.
En la Grecia clásica el idiotés era quien no participaba en los asuntos públicos y prefería dedicarse únicamente a sus intereses privados. Pericles deploraba que hubiera en Atenas indiferentes, idiotas, que no se preocupaban por aquello que a todos nos debe concernir. Hay algunos libros excelentes que han examinado la plausibilidad actual de este calificativo (Jáuregui 2013; Ovejero 2013; Brugué 2014). No se por qué extraña asociación esta palabra ha terminado por calificar hoy a las personas de escaso talento, cuando parece ocurrir más bien lo contrario: que los mas listos son quienes van a lo suyo e incluso tratan de destruir lo público, mientras que el sistema político se ha llenado de gente cuya inteligencia no valoramos especialmente, con mayor o menor razón según los casos.
Si hiciéramos hoy una apresurada taxonomía de la idiotez en política deberíamos comenzar, sin duda, por aquellos que quieren destruirla (o capturarla, según el vocablo más en boga). Se desmantela lo público, los mercados tienen más poder que los electorados, las decisiones que nos afectan son adoptadas sin criterios democráticos, no hay instituciones que articulen la responsabilidad política... Poderosos agentes económicos o los embaucadores de los medios de comunicación están muy interesados, por razones obvias, en que la política no funcione bien o no funcione en absoluto (y encuentran, por cierto, políticos muy predispuestos a colaborar en la demolición). Esta es la amenaza más grosera contra la posibilidad de que los seres humanos vivamos una vida políticamente organizada, es decir, con los criterios que la política trata de introducir en una sociedad que de otro modo estaría en manos de los más poderosos: democracia, legitimidad, igualdad, justicia.
Existe un segundo tipo de idiotas políticos en el que se encuentran todos aquellos que tienen una actitud indiferente hacia la política. Por supuesto que los pasivos tienen todo el derecho a serlo (y yo a considerar que su vida es menos lograda). No ser molestado es una de las libertades más importantes y cualquier supresión de una libertad tiene que ser justificada con buenas razones. Me gustaría únicamente recordarles que si quieren que les dejen en paz no han elegido el mejor camino para lograrlo. “La persona que desea que le dejen en paz y no tener que preocuparse de la política acaba siendo el aliado inconsciente de quienes consideran que la política es un espinoso obstáculo para sus sacrosantas intenciones de no dejar nada en paz” (Crick 1962, 16). Es muy frecuente que se produzca una alianza implícita entre quienes se desinteresan por la política y quienes aspiran al poder pero rechazan las incómodas formalidades de la política. Al final, lo que tenemos es lo de siempre pero camuflado: personas que ejercen el poder, pero que actúan como si no lo tuvieran, asegurando que no son políticos. Hay quien debe su fuerza política al rechazo de la política. En 1958 muchos franceses apoyaban a De Gaulle porque estaban convencidos de que libraría a Francia de los políticos; el poder de Berlusconi se debió en buena medida a que supo atraer a quienes detestaban a los políticos; los ejemplos de esta singular operación seguirán aumentando en la medida en que haya gente dispuesta a ceder a los encantos de la antipolítica.
Hay una tercera acepción del término, tal vez menos evidente pero muy contemporánea, y sobre la que estoy especialmente interesado en llamar la atención porque suele pasar inadvertida. Me refiero a quienes se interesan por la política pero lo hacen con una lógica que no es la de ciudadanos responsables sino más bien la de observadores externos o clientes enfurecidos que termina destruyendo las condiciones en las cuales puede desarrollarse una vida verdaderamente política. Al menos desde que la crisis económica hiciera visibles los graves defectos de nuestros sistemas políticos y más insoportables las injusticias que causaba, vivimos en tiempos de indignación. No voy a perder el tiempo en darle la razón a este sentimiento y en recorrer el listado de circunstancias que justifican nuestro profundo malestar. Considero más productivo en este momento señalar hasta qué punto ciertas expresiones de nuestra indignación pueden llevarnos a conclusiones que representan lo contrario de aquello que queremos defender. Como advierte José Andrés Torres Mora, puede que estemos haciendo un diagnóstico equivocado de la situación como si el origen de nuestros males fuera el poder de la política y no su debilidad. La regeneración democrática debe llevarse a cabo de manera muy distinta cuando nuestro problema es que nos tenemos que defender frente al excesivo poder de la política o cuando el problema es que otros poderes no democráticos están sistemáticamente interesados en hacerla irrelevante. Y tengo la impresión de que no acertamos en la terapia porque nos hemos equivocado de diagnóstico.
Comparto en principio todas aquellas medidas que se proponen para limitar la arbitrariedad del poder, pero no estoy de acuerdo con quienes consideran que este es el problema central de nuestras democracias en unos momentos en los que nuestra mayor amenaza consiste en que la política se convierta en algo prescindible. Con esta amenaza me refiero a poderes bien concretos que tratan de neutralizarla, pero también a la disolución de la lógica política frente a otras lógicas invasivas, como la económica o la mediática, que tratan de colonizar el espacio público. Debemos resistirnos a que las decisiones políticas se adopten con criterios económicos o de celebridad mediática porque en ello nos jugamos la imparcialidad que debe presidir el combate democrático. Y me refiero también al idiota involuntario que despolitiza sin saberlo, probablemente contra sus propias intenciones.
Puede que los tiempos de indignación sean también momentos de especial desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política; exigimos la mayor transparencia y no nos preguntamos si estamos mirando donde hay que mirar o en lo que nos dejan, de paso que nos convertimos en meros espectadores; criticamos el aforamiento de los políticos (seguramente excesivo) sin darnos cuenta de que es un procedimiento para proteger a nuestros representantes frente a otras presiones distintas de la de representarnos; endurecemos las incompatibilidades y dificultamos las llamadas "puertas giratorias" y de este modo contribuimos a llenar el sistema político de funcionarios; celebramos el carácter abierto y participativo de la red, pero luego nos quejamos de que eso no hay quien lo controle; muchas formas de protesta pueden agrandar la desconexión existente entre los ciudadanos y la política, hacer más rígidas las posturas de la ciudadanía, aumentar el malestar y la desilusión de la gente y simplificar los asuntos políticos o la naturaleza de las responsabilidades buscando eslóganes simples y chivos expiatorios... No se cuánto podemos hacer frente a la crisis que tanto nos irrita; tratemos al menos de que no nos distraigan.
La indignación lo pone todo perdido de lugares comunes: nuestro mayor problema es la clase política, son demasiados, se acabaron los partidos, que dimitan todos, da igual quien lo haga, no toman las decisiones correctas o lo hacen demasiado tarde, se pasan todo el día hablando, no juguemos con las emociones, ya no existen la izquierda y la derecha, son incapaces de ponerse de acuerdo, se puede pero no se quiere, no nos representan, no nos hacen caso, cuanta más transparencia mejor, todo se debe a la falta de ética… El problema de estos reproches es que no son completamente falsos, pero tampoco del todo verdaderos. Este libro trata de calibrar lo que tienen de ciertos de manera que nos ayuden a comprender la naturaleza de la política y criticar sus debilidades de la manera más certera posible.
La pretensión de "explicar" la política —según se declara en el título de esta introducción— tiene que hacer frente a dos posibles objecciones. En primer lugar, no recompone una relación de verticalidad, como si hubiera quien sabe de esto y quien no. En las páginas que siguen defiendo apasionadamente que la política es un asunto de todos y que en una democracia no hay expertos incontestables (lo cual no es incompatible con que nos ayudemos mutuamente a combatir la perplejidad desde nuestra competencia particular). Y, en segundo lugar, que explicar no es un sinónimo de disculpar. Solo quien ha entendido bien su lógica y lo que la política está en condiciones de proporcionarnos puede evitar las falsas expectativas y, al mismo tiempo, formular sus críticas con toda radicalidad. Me gustaría contribuir a que entendiéramos mejor la política porque creo que sólo así podemos juzgarla con toda la severidad que se merece.
Algo serio está pasando en la política y el término "indignación" con que últimamente viene asociada lo refleja con dramatismo. Nunca en la historia ha habido tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad, pero nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. Seguramente la crisis que estamos viviendo sea un proceso complejo y que discurre con tal aceleración que todavía no hemos tenido tiempo suficiente para entenderla en toda su magnitud. Tal vez por ello los tiempos de la indignación sean también, y principalmente, tiempos de confusión. Quien diga que lo tiene todo claro podría ser alguien mucho más inteligente que nosotros, pero lo más probable es que sea un peligro público. No es posible que todas las soluciones que se proponen para superar nuestras crisis políticas tengan razón, simplemente porque son diferentes e incluso contrapuestas. Las hay razonables, pero también frívolas y peregrinas.
Para agravar un poco las cosas, si somos sinceros, deberíamos reconocer que tampoco es que la gente sepa exactamente lo que la política debería hacer; la incertidumbre se ha apoderado de los gobernantes pero también de los gobernados, que podemos indignarnos e incluso sustituirles por otros, ya que tenemos la última palabra, pero no siempre tenemos la razón ni disfrutamos de ninguna inmunidad frente a los desconciertos que a todos provoca el mundo actual. Si es malo el elitismo aristocrático también lo es el elitismo popular. Por eso la crisis política en la que nos encontramos no se arregla poniendo a la gente en el lugar de los gobernantes, suprimiendo la dimensión representativa de la democracia. Se trata de que unos y otros, sociedad y sistema político, gestionemos juntos la misma incertidumbre.
Aseguraba Hannah Arendt, en un contexto muy distinto del actual, que "quien quiera hoy hablar acerca de la política ha de comenzar con todos los prejuicios que se tienen contra ella" (Arendt 1993, 13). Es esta tarea de renovación de las categorías políticas, que trata de apuntalar unas y transformar otras, algo que me ha ocupado durante algunos años (Innerarity 2002) y del que este libro pretende ser una síntesis. En una época de indignación, que cuestiona y critica muchas cosas que dábamos por pacíficamente compartidas, este libro trata de darle un repaso a nuestra idea de la política preguntándose si hemos acertado a la hora de definir su naturaleza, a quién corresponde hacerla, cuáles son sus posibilidades y sus límites, si siguen siendo válidos algunos de nuestros lugares comunes y qué podemos esperar de ella. Desearía contribuir a que esa indignación no se quede en un desahogo improductivo, sino que se convierta en una fuerza que fortalezca la política y mejore nuestras democracias.
Daniel Innerarity, La política explicada a los idiotas, El País 28/08/2015
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