Un nou contracte social contra la desigualtat.
La desigualdad económica se ha convertido en la enfermedad social de nuestro tiempo. Las diferencias en la distribución de la renta y de la riqueza dentro de nuestros países alcanzan niveles similares a los del periodo de entreguerras del siglo pasado. Estamos viviendo una segunda Gilded Age, una nueva época dorada en la que creación de riqueza y desigualdad van de la mano.
Esta enfermedad ha sido documentada de forma abrumadora, contundente y brillante por el joven economista francés Thomas Piketty en su reciente y exitoso libro El capital en el siglo XXII, un verdadero best-seller con más de 200.000 ejemplares vendidos de la edición francesa e inglesa.
Aunque el retorno de la desigualdad es común a todas las economías, la investigación de Piketty permite identificar diferencias significativas entre ellas. Por un lado, los anglosajones, con EE UU a la cabeza. Por otro, los países nórdicos y centroeuropeos en los que la desigualdad ha aumentado, pero de forma más moderada. En tercer lugar, los países del sur, como España, donde sin llegar a los niveles de los primeros es muy superior a los segundos. Todas son economías capitalistas, pero con diferencias tan significativas que permiten hablar de distintos sistemas capitalistas dentro del capitalismo.
Por otro lado, esta nueva Gilded Age no distingue entre sistemas políticos. Lo sorprendente a mi juicio, por lo que ahora diré, es que las democracias occidentales no se salvan de esta enfermedad.
¿Nos debe preocupar la desigualdad? Quizá la señal más reveladora de su gravedad es ver cómo instituciones nada sospechosas de arrebatos anti sistema como el FMI, el Banco Mundial, la OCDE, Financial Times, The Economist, Mckinsey, Morgan Stanley, Standard & Poor's o Credit Suisse están alzando su voz para advertir a los gobiernos de las consecuencias de la desigualdad. Cuando, por así decirlo, los “intelectuales orgánicos” del capitalismo manifiestan este dramatismo es que algo va mal en el sistema.
En contraste con esta preocupación, la desigualdad no está en las agendas de los gobiernos. O no les preocupa o por alguna razón temen hablar de ella.
En todo caso, ¿por qué la democracia no frena el crecimiento de la desigualdad?
En principio, la democracia es el sistema político mejor dotado para que los ciudadanos puedan obligar a los gobiernos a tener en cuenta el interés general. La razón es que en democracia cada persona tiene un voto. Hay igualdad política. Y como los perjudicados por la desigualdad son mucho más numerosos que los que se benefician de ella, se podría pensar que sumarán sus votos para castigar a los gobiernos cuyas políticas incrementen la desigualdad.
Pero no es así. Al contrario, hay evidencia en estos años de que los gobiernos no sufren castigo electoral por este motivo. ¿Cómo explicar esta paradoja? Podemos plantear tres hipótesis.
Primera: porque la desigualdad económica produce desigualdad política. La desigualdad de renta y riqueza descapitaliza políticamente a los pobres. Hace que sus votos pierdan influencia. Si medimos la igualdad política en términos de capacidad de acceso al poder, vemos que los políticos son más sensibles a las preferencias de los ricos que a las de los pobres.
Segunda: los pobres, y en particular los excluidos, tienen poca propensión a votar, o no votan. Se autoexcluyen políticamente.
Tercera: las élites consiguen desviar la atención sobre la desigualdad. A lo largo de la historia vemos que cuando la desigualdad se agudiza, el discurso político introduce preocupaciones como el nacionalismo, el miedo a los inmigrantes o cuestiones religiosas de gran carga emocional para los pobres. La política populista sustituye a la política democrática.
Como vemos, la desigualdad asesina la democracia. Debilita la influencia de los votos de los que tienen pocos recursos económicos y reduce la igualdad política.
Llegados a este punto, ¿cómo reducir la desigualdad?
Podríamos pensar que los impulsos acabarán viniendo desde arriba. Las preocupaciones de las instituciones a las que hecho referencia acabarán surtiendo efecto. Surgirá un egoísmo inteligente, o un sentimiento compasivo de los ricos que favorecerá la reducción de la desigualdad. Es bonito, pero es improbable. Como dijo en los años de la primera Gilded Age el novelista norteamericano Scott Fitzgerald, autor de Las uvas de la ira, “los muy ricos son diferentes a usted y a mí”.
Una alternativa más plausible es fortalecer la democracia. Pero, ¿cómo?
Volvamos la vista atrás. ¿Cómo se logró en los años de postguerra acabar con la Gilded Age? Fortaleciendo la igualdad política. Mecanismos como el sufragio universal, instituciones sociales de control, salarios mínimos, liberalización de mercados cartelizados, nuevas oportunidades para los de abajo crearon un nuevo contrato social que dio lugar a tres décadas de relativa igualdad. Los mejores años de nuestras vidas. El miedo a repetir los errores de la Gran Depresión y la II Guerra Mundial actuó como un facilitador de ese New Deal. La colaboración de conservadores y socialdemócratas le dio soporte político y estabilidad.
¿Puede ahora el miedo a las consecuencias de la desigualdad económica ser un acicate para un nuevo contrato social y político que fortalezca la democracia y reduzca la desigualdad? Esperemos que así sea.
Antón Costas, La desigualdad asesina la democracia, Negocios. El País, 02/11/2014
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