Obligar-se a escriure, obligar-se a viure.
En el apéndice que Primo Levi incorpora en 1976 a Si esto es un hombre confiesa que de no ser por Auschwitz nunca hubiese escrito nada, es más, que Auschwitz le «obligó a escribir». Se trata, obviamente, de una obligación autoimpuesta, quizá la única que podía adoptarse en una circunstancia que no provee de lápiz y papel, pero en la que se intuye que cada vivencia es materia literaria, testimonio que sin necesidad de añadidos adquiere forma de relato. Hablamos de un prepararse para escribir, un imaginar que se escribe como último refugio cuando se ha perdido todo. Obligarse a escribir equivale entonces a obligarse a sobrevivir, lo que convierte al campo de concentración (o al gueto) en engranaje de muerte a la vez que de narraciones, posiblemente las más decisivas de la historia contemporánea. Como recuerda en sus diarios Emanuel Ringelblum, víctima del gueto de Varsovia: «Todo el mundo escribía: periodistas y escritores, pero también maestros, trabajadores sociales, jóvenes e incluso niños. Para la gran mayoría, se trataba de diarios donde se recogía, a través de los prismas de la experiencia personal vivida, los acontecimientos trágicos de la época».
1. Exterminio y escritura
El catalizador de la escritura es el despojo. A lo largo del relato de los campos se repite el momento en que tras verse transformados en nuevos haftlinge, enfundados en sus trajes de preso, rapados, tatuados con un número, se les revela, como una necesidad física, la escritura. Y así, gran parte de los testimonios que nos han llegado se inician con una reflexión sobre la cultura y el lenguaje, que de pronto adquieren un protagonismo inesperado. Imre Kertesz, por ejemplo, rememora las palabras que su director de escuela pronunció, en latín, para la apertura del curso académico, «Non scolae sed vitae discimus» («No estudiamos para la escuela, sino para la vida»), mientras Jorge Semprún convierte La escritura o la vida, sus memorias como superviviente de Buchenwald, en un recorrido por la historia cultural europea, o Jean Améry se pregunta, en Más allá de la culpa y la expiación, por la experiencia del intelectual en el lager, un aspecto que concentra la atención de Primo Levi en Los hundidos y los salvados o de Robert Antelme en La especie humana, cuyo testimonio de los campos de Gandersheim y Dachau se torna, por momentos, en una apasionada reflexión en torno al lenguaje de la víctima y el opresor. Así recuerda Primo Levi este primer shock:
Entonces, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con una intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca.
¿Cómo no proyectarse a otro lugar, a otro tiempo donde pueda cobijarse el deseo? Como sugiere el italiano, todo comienza por recordar el nombre de quien se ha sido y, desde ese punto de apoyo, acceder a las palabras de antes del lager. Mientras Kertesz recuerda «que nunca antes había oído hablar tanto como allí, entre los presos, de la libertad», el propio Levi detalla la obsesión de todos ellos por el retorno al hogar: «Por detrás de los párpados apenas cerrados irrumpen violentamente los sueños [...]. Estar en nuestra casa, en un maravilloso baño caliente. Estar en nuestra casa sentados a la mesa. Estar en casa y contar este trabajo sin esperanza, este tener siempre hambre, este dormir de esclavos»: el relato convierte la experiencia presente en una historia dejada atrás en el tiempo.
No obstante, sería imposible ocultar las dificultades que enfrentaba este ejercicio en la imaginación y la lengua dentro de un universo erigido para su supresión, y donde la destrucción de la identidad caminaba en paralelo a la degradación física del haftling, hasta el punto de que la deformación de los rasgos establecía una jerarquía entre quienes aún los conservaban, kapos y colaboracionistas, y quienes se amalgamaban en un cuerpo cualquiera y, en consecuencia, desprovisto de una voz. George Didi-Huberman destaca la manifiesta intención del lager por aniquilar «la forma misma del humano y con ella su imagen», por lo que cualquier acto de resistencia consistía en «conservar la imagen del mundo exterior y, para ello, arrebatar al infierno una actividad de conocimiento, una especie de curiosidad». Por encima de la supervivencia, en el campo se desarrollaba una lucha por imaginarse y actuar, en la medida de lo posible, como se era del otro lado. Y en este contexto, el lenguaje, que es lo único que mantenía un pie más allá de la alambrada se convierte, como sugiere Robert Antelme, en la última línea de defensa:
Hablar el alemán violento y empobrecido del SS es la marca de quien cuenta con mayores posibilidades de salir adelante, pero también de quien ha sucumbido a la aniquilación de su identidad, a la eliminación de su «ser» en el lenguaje. Dentro del aparato de exterminio, solo el testimonio superviviente podrá resistir al «no debes ser» que como un «irrisorio deseo de imbéciles», continúa Antelme, penetra los resortes del campo. Son esas voces las que ganarán la guerra de la memoria y restaurarán la identidad de los cuerpos convertidos en ceniza, cuyo mejor ejemplo lo representan los Roleaux d´Auschwitz, unos escritos que los miembros del Sonderkommando fueron escondiendo en pequeños recipientes y enterrando en los alrededores de las cámaras de gas. Hablamos de unos manuscritos donde los presos asignados a las operaciones de exterminio descubrían las atrocidades cometidas y reconstruían su propia historia, documentos que también testimonian un afán por contar que trasciende a sus autores, conscientes de su puntual eliminación en tanto testigos de los asesinatos en masa. Solo se conservan cinco fragmentos de estos Roleaux d´Auschwitz. Uno de ellos es el de Zalmen Gradowski, fechado el 6 de septiembre de 1944:
La escritura se entierra, así como la libertad de la que es portadora, y espera. De esta forma demuestra que la aspiración por la palabra se impone a la posibilidad de supervivencia en un escenario que, más allá de la aniquilación física de los presos, pretende anular la posibilidad misma de rememorarlos.
2. Lagerjaergon
En el lager se libraba una auténtica batalla en el lenguaje cuyas tensiones cristalizaban en el lagerjaergon. Habituarse al código del opresor no era tarea fácil, especialmente por la profunda confusión que experimentaba el haftling al ingresar en un espacio cuyo primer consejo, como señala Primo Levi, debería ser «no tratar de comprender». El intelecto está de más, arroja, en palabras de Jean Améry, «a una trágica dialéctica de autodestrucción», por lo que no es extraño que las primeras impresiones de la mayoría de testimonios confluyan en una misma familia de adjetivos: «grotesco», «sádico», «maniaco», «sarcástico» o «perverso», con la que intentan enmarcar la ruptura que allí se opera entre lenguaje y realidad.
La quiebra se produce desde los portones de entrada, presididos por un lema que ya manifiesta el carácter profundamente semiótico del lager. Aquel Arbeit match frei («El trabajo libera») de Auschwitz o Dachau, o el Jedem das Seine («A cada cual lo suyo») de Buchenwald, que introduce a los nuevos internos en la «broma grotesca», a decir de Kertesz, de la que son víctimas (sin renunciar a una cierta coherencia interna, pues entlassen: «liberado», designaba en los documentos internos a los ejecutados). Su principio operativo se basa en el eufemismo, un mecanismo lingüístico que de puertas para afuera actuaba de modo explícito: «El trabajo libera», es decir, «El trabajo de exterminio que aquí se realiza libera al III Reich de sus enemigos», mientras de puertas para adentro se desdoblaba en su contrario: «El [nuestro] trabajo [te]mata ». Antelme expresa esta contradicción de forma lapidaria: «Los informes, las órdenes, incluso los golpes son solo un camuflaje. La organización de la fábrica, la coordinación del trabajo encubre el verdadero trabajo que se hace aquí. Se hace sobre nosotros; es el de hacernos reventar».
El preso se ve así forzado a desarrollar una «escritura» que consiste, en primer término, en decodificar los significados explícitos como requisito de supervivencia ante un lenguaje que surge, cuando lo hace, como simulacro. Para el Lagerjaergon el programa de cámaras de gas se conoce como Sonderbehandlung («tratamiento especial»), mientras los muertos que produce se denominan figuren («figuras»). Dentro de su retorcimiento lingüístico, el prefijo sonder («especial», «secreto») se impone al Sonderkommando encargado de las cámaras de gas y los hornos crematorios, o a Sonderbrau, los prostíbulos que operan en algunos complejos concentracionarios. Los barracones y letrinas de Auschwitz y Buchenwald estaban presididos por carteles con la figura de un piojo y el lema: EINE LAUS, DEIS TOD! («¡Un piojo, tu muerte!»), o el consejo Nach dem Abort, vor dem Essen Hände waschen, nicht vergessen («Después de la letrina, antes de comer, lávate las manos, no lo olvides»), cuyo sarcasmo solo se ve superado por el mensaje que, como relata Kertesz, los SS cuelgan de dos presos que van a ser ahorcados tras un intento de fuga: Hurrah! Ich bin wieder da! («¡Hurra!, ¡aquí estoy otra vez!»).
Auschwitz responde a una de las máximas más repetidas en la omnipresente parafernalia del partido nazi, aquella Idee und Gestalt, «idea y forma», que entiende la misión del Reich, en palabras de Joseph Goebbels, como un «trabajo creador con la alta responsabilidad de formar, a partir de la masa bruta, la imagen sólida y plena del pueblo», y que sitúa en el centro de su aparato ideológico la creación de un nuevo marco de realidad (lengua, ley, principios morales, conocimiento, historia), para el que es necesario erigir un enemigo cuya degradación sea proporcional a la exaltación del «gesto ario». Dentro de este sistema de signos, el lager ejerce un importante papel al fabricar (y exterminar) a la perfecta némesis contra la que se combate, el «gesto judío» encarnado en la presencia intolerable del haftling: «Mírelo, usted hizo de él este hombre podrido, amarillento, lo más parecido a lo que ustedes piensan que él es por naturaleza: el desperdicio, el desecho, lo han logrado», reflexiona Robert Antelme ante la visión de Jacques, uno de sus compañeros de barracón.
Auschwitz emerge como un teatro de la crueldad donde el asesinato de inocentes, el perdón a los judíos criminales (lo que Hanna Arendt denomina «la paradoja de Auschwitz«) o la «selección positiva del sádico», a decir de Viktor Frankl, supone una declaración de intenciones: de nada vale saber, de nada cumplir la ley. Se inaugura así un nuevo código en el que «Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, solo excepcionalmente se puede durar más de tres meses», corrobora Levi. La misión disciplinaria que acompaña el concepto moderno de encierro penal cede aquí a un objetivo diferente, que consiste en la supresión simbólica de la víctima, es decir, la eliminación no solo de su cuerpo, sino de su memoria y su lenguaje. En el lager todo de llenaba de signos, desde la deportación de los presos en vagones de ganado al lema de entrada, del uso del Zyklon-B para las cámaras de gas, empleado habitualmente como desinfectante, al reciclaje de los restos corporales como materia industrial. La teatralización adquiere un carácter rutinario en las normas que se aplicaban sobre los presos (uniformes, limpieza, horarios), y que representaban toda una coreografía deforme de las virtudes marciales que decía encarnar el Reich. Así relata Primo Levi su primera visión de los grupos de trabajo:
Tales excesos «retóricos» desmienten el mito de la eficiencia nazi y su cálculo racional llevado al extremo, también aquella «banalidad del mal» que popularizara Hanna Arendt para describir la muerte desritualizada y realizada con la frialdad del contable. Y es que el campo de concentración incorporaba una voluptuosidad maníaca, una hipérbole semiótica como parte integral de sus funciones. Semprún cuenta como los kapos seleccionaban para el acarreo de materiales «a los deportados de complexión más dispar: a un gordo bajito con un delgado larguirucho, por ejemplo, a un forzudo con un renacuajo, con el fin de provocar, además de la dificultad objetiva de la carga en unas condiciones semejantes, una animosidad prácticamente inevitable entre dos seres de capacidades físicas y resistencias muy distintas», o Levi como tras la liberación de Auschwitz los presos descubrieronalmacenes con centenares de cucharas, las mismas de las que ellos carecían, algo que atribuye a una «deliberada intención de humillar». Hablamos de actos antieconómicos o que incluso obstaculizaban el objetivo técnico, como sucede con la propia «Solución final», que ante la crisis de medios de los últimos meses de guerra comprometía la disponibilidad de ferrocarriles para las operaciones en el frente del Este.(Continuará)
Francisco Carrillo, Testigos del exterminio: cuando escribir es un acto de guerra (I), jot down, 01/11/2014
Referencias:
Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo.Homo Sacer III.
Améry, Jean. At the Mind’s Limits. Contemplations by a Survivor on Auschwitz and its Realities.
Antelme, Robert. La especie humana.
Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalem. Un estudio sobre la banalidad del mal.
Didi-Huberman, Georges. Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto.
Frankl, Viktor E. El hombre en busca de destino.
Grossman, Vasily. Vida y destino.
Kertész, Imre. Sin destino.
Levi, Primo. Si esto es un hombre.
Levi, Primo. Los hundidos y los salvados.
Michaud, Éric. La estética nazi. Un arte de la eternidad.
Semprún, Jorge. La escritura o la vida.
Traverso, Enzo: La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales.
1. Exterminio y escritura
El catalizador de la escritura es el despojo. A lo largo del relato de los campos se repite el momento en que tras verse transformados en nuevos haftlinge, enfundados en sus trajes de preso, rapados, tatuados con un número, se les revela, como una necesidad física, la escritura. Y así, gran parte de los testimonios que nos han llegado se inician con una reflexión sobre la cultura y el lenguaje, que de pronto adquieren un protagonismo inesperado. Imre Kertesz, por ejemplo, rememora las palabras que su director de escuela pronunció, en latín, para la apertura del curso académico, «Non scolae sed vitae discimus» («No estudiamos para la escuela, sino para la vida»), mientras Jorge Semprún convierte La escritura o la vida, sus memorias como superviviente de Buchenwald, en un recorrido por la historia cultural europea, o Jean Améry se pregunta, en Más allá de la culpa y la expiación, por la experiencia del intelectual en el lager, un aspecto que concentra la atención de Primo Levi en Los hundidos y los salvados o de Robert Antelme en La especie humana, cuyo testimonio de los campos de Gandersheim y Dachau se torna, por momentos, en una apasionada reflexión en torno al lenguaje de la víctima y el opresor. Así recuerda Primo Levi este primer shock:
Al terminar, nos quedamos cada uno en nuestro rincón y no nos atrevemos a levantar la mirada hacia los demás. No hay donde mirarse, pero tenemos delante nuestra imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche.
Entonces, por primera vez, nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de un hombre. En un instante, con una intuición casi profética, se nos ha revelado la realidad: hemos llegado al fondo. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca.
¿Cómo no proyectarse a otro lugar, a otro tiempo donde pueda cobijarse el deseo? Como sugiere el italiano, todo comienza por recordar el nombre de quien se ha sido y, desde ese punto de apoyo, acceder a las palabras de antes del lager. Mientras Kertesz recuerda «que nunca antes había oído hablar tanto como allí, entre los presos, de la libertad», el propio Levi detalla la obsesión de todos ellos por el retorno al hogar: «Por detrás de los párpados apenas cerrados irrumpen violentamente los sueños [...]. Estar en nuestra casa, en un maravilloso baño caliente. Estar en nuestra casa sentados a la mesa. Estar en casa y contar este trabajo sin esperanza, este tener siempre hambre, este dormir de esclavos»: el relato convierte la experiencia presente en una historia dejada atrás en el tiempo.
No obstante, sería imposible ocultar las dificultades que enfrentaba este ejercicio en la imaginación y la lengua dentro de un universo erigido para su supresión, y donde la destrucción de la identidad caminaba en paralelo a la degradación física del haftling, hasta el punto de que la deformación de los rasgos establecía una jerarquía entre quienes aún los conservaban, kapos y colaboracionistas, y quienes se amalgamaban en un cuerpo cualquiera y, en consecuencia, desprovisto de una voz. George Didi-Huberman destaca la manifiesta intención del lager por aniquilar «la forma misma del humano y con ella su imagen», por lo que cualquier acto de resistencia consistía en «conservar la imagen del mundo exterior y, para ello, arrebatar al infierno una actividad de conocimiento, una especie de curiosidad». Por encima de la supervivencia, en el campo se desarrollaba una lucha por imaginarse y actuar, en la medida de lo posible, como se era del otro lado. Y en este contexto, el lenguaje, que es lo único que mantenía un pie más allá de la alambrada se convierte, como sugiere Robert Antelme, en la última línea de defensa:
Es quizás el lenguaje el que nos engaña; es el mismo acá que allí; usamos las mismas palabras, pronunciamos los mismos nombres. Entonces uno se pone a adorarlo, pues se ha convertido en la última cosa común de la que disponemos. Cuando estoy cerca de un alemán, me da por hablar en francés con más cuidado, como no lo hablo normalmente allá; armo mejor la frase, uno la última consonante de una palabra con la siguiente con tanto esmero, tanta voluptuosidad, como si fabricara un canto. [...] Tendremos siempre esa certeza, irreconocible para ellos, de usar ese balbuceo de la juventud, de la vejez, permanente y postrera forma de la independencia y de la identidad.
Hablar el alemán violento y empobrecido del SS es la marca de quien cuenta con mayores posibilidades de salir adelante, pero también de quien ha sucumbido a la aniquilación de su identidad, a la eliminación de su «ser» en el lenguaje. Dentro del aparato de exterminio, solo el testimonio superviviente podrá resistir al «no debes ser» que como un «irrisorio deseo de imbéciles», continúa Antelme, penetra los resortes del campo. Son esas voces las que ganarán la guerra de la memoria y restaurarán la identidad de los cuerpos convertidos en ceniza, cuyo mejor ejemplo lo representan los Roleaux d´Auschwitz, unos escritos que los miembros del Sonderkommando fueron escondiendo en pequeños recipientes y enterrando en los alrededores de las cámaras de gas. Hablamos de unos manuscritos donde los presos asignados a las operaciones de exterminio descubrían las atrocidades cometidas y reconstruían su propia historia, documentos que también testimonian un afán por contar que trasciende a sus autores, conscientes de su puntual eliminación en tanto testigos de los asesinatos en masa. Solo se conservan cinco fragmentos de estos Roleaux d´Auschwitz. Uno de ellos es el de Zalmen Gradowski, fechado el 6 de septiembre de 1944:
El carné de notas u otros textos se quedaron en las fosas repletas de sangre, así como de huesos y de carne, que a menudo quemaban del todo. Ello puede reconocerse por el olor. Estimado descubridor, busca por todas partes, en cada parcela del terreno. Debajo se hallan enterradas decenas de documentos, los míos y los de otras personas, que aclaran lo que aquí ocurrió. Hemos enterrado numerosos dientes. Hemos sido nosotros, obreros del Kommando, quienes los hemos diseminado intencionadamente por todo el terreno, para que el mundo pueda encontrar pruebas tangibles de los millones de seres humanos que han sido asesinados. En cuanto a nosotros, hemos perdido toda esperanza a vivir la Liberación.
La escritura se entierra, así como la libertad de la que es portadora, y espera. De esta forma demuestra que la aspiración por la palabra se impone a la posibilidad de supervivencia en un escenario que, más allá de la aniquilación física de los presos, pretende anular la posibilidad misma de rememorarlos.
2. Lagerjaergon
En el lager se libraba una auténtica batalla en el lenguaje cuyas tensiones cristalizaban en el lagerjaergon. Habituarse al código del opresor no era tarea fácil, especialmente por la profunda confusión que experimentaba el haftling al ingresar en un espacio cuyo primer consejo, como señala Primo Levi, debería ser «no tratar de comprender». El intelecto está de más, arroja, en palabras de Jean Améry, «a una trágica dialéctica de autodestrucción», por lo que no es extraño que las primeras impresiones de la mayoría de testimonios confluyan en una misma familia de adjetivos: «grotesco», «sádico», «maniaco», «sarcástico» o «perverso», con la que intentan enmarcar la ruptura que allí se opera entre lenguaje y realidad.
La quiebra se produce desde los portones de entrada, presididos por un lema que ya manifiesta el carácter profundamente semiótico del lager. Aquel Arbeit match frei («El trabajo libera») de Auschwitz o Dachau, o el Jedem das Seine («A cada cual lo suyo») de Buchenwald, que introduce a los nuevos internos en la «broma grotesca», a decir de Kertesz, de la que son víctimas (sin renunciar a una cierta coherencia interna, pues entlassen: «liberado», designaba en los documentos internos a los ejecutados). Su principio operativo se basa en el eufemismo, un mecanismo lingüístico que de puertas para afuera actuaba de modo explícito: «El trabajo libera», es decir, «El trabajo de exterminio que aquí se realiza libera al III Reich de sus enemigos», mientras de puertas para adentro se desdoblaba en su contrario: «El [nuestro] trabajo [te]mata ». Antelme expresa esta contradicción de forma lapidaria: «Los informes, las órdenes, incluso los golpes son solo un camuflaje. La organización de la fábrica, la coordinación del trabajo encubre el verdadero trabajo que se hace aquí. Se hace sobre nosotros; es el de hacernos reventar».
El preso se ve así forzado a desarrollar una «escritura» que consiste, en primer término, en decodificar los significados explícitos como requisito de supervivencia ante un lenguaje que surge, cuando lo hace, como simulacro. Para el Lagerjaergon el programa de cámaras de gas se conoce como Sonderbehandlung («tratamiento especial»), mientras los muertos que produce se denominan figuren («figuras»). Dentro de su retorcimiento lingüístico, el prefijo sonder («especial», «secreto») se impone al Sonderkommando encargado de las cámaras de gas y los hornos crematorios, o a Sonderbrau, los prostíbulos que operan en algunos complejos concentracionarios. Los barracones y letrinas de Auschwitz y Buchenwald estaban presididos por carteles con la figura de un piojo y el lema: EINE LAUS, DEIS TOD! («¡Un piojo, tu muerte!»), o el consejo Nach dem Abort, vor dem Essen Hände waschen, nicht vergessen («Después de la letrina, antes de comer, lávate las manos, no lo olvides»), cuyo sarcasmo solo se ve superado por el mensaje que, como relata Kertesz, los SS cuelgan de dos presos que van a ser ahorcados tras un intento de fuga: Hurrah! Ich bin wieder da! («¡Hurra!, ¡aquí estoy otra vez!»).
Auschwitz responde a una de las máximas más repetidas en la omnipresente parafernalia del partido nazi, aquella Idee und Gestalt, «idea y forma», que entiende la misión del Reich, en palabras de Joseph Goebbels, como un «trabajo creador con la alta responsabilidad de formar, a partir de la masa bruta, la imagen sólida y plena del pueblo», y que sitúa en el centro de su aparato ideológico la creación de un nuevo marco de realidad (lengua, ley, principios morales, conocimiento, historia), para el que es necesario erigir un enemigo cuya degradación sea proporcional a la exaltación del «gesto ario». Dentro de este sistema de signos, el lager ejerce un importante papel al fabricar (y exterminar) a la perfecta némesis contra la que se combate, el «gesto judío» encarnado en la presencia intolerable del haftling: «Mírelo, usted hizo de él este hombre podrido, amarillento, lo más parecido a lo que ustedes piensan que él es por naturaleza: el desperdicio, el desecho, lo han logrado», reflexiona Robert Antelme ante la visión de Jacques, uno de sus compañeros de barracón.
Auschwitz emerge como un teatro de la crueldad donde el asesinato de inocentes, el perdón a los judíos criminales (lo que Hanna Arendt denomina «la paradoja de Auschwitz«) o la «selección positiva del sádico», a decir de Viktor Frankl, supone una declaración de intenciones: de nada vale saber, de nada cumplir la ley. Se inaugura así un nuevo código en el que «Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, solo excepcionalmente se puede durar más de tres meses», corrobora Levi. La misión disciplinaria que acompaña el concepto moderno de encierro penal cede aquí a un objetivo diferente, que consiste en la supresión simbólica de la víctima, es decir, la eliminación no solo de su cuerpo, sino de su memoria y su lenguaje. En el lager todo de llenaba de signos, desde la deportación de los presos en vagones de ganado al lema de entrada, del uso del Zyklon-B para las cámaras de gas, empleado habitualmente como desinfectante, al reciclaje de los restos corporales como materia industrial. La teatralización adquiere un carácter rutinario en las normas que se aplicaban sobre los presos (uniformes, limpieza, horarios), y que representaban toda una coreografía deforme de las virtudes marciales que decía encarnar el Reich. Así relata Primo Levi su primera visión de los grupos de trabajo:
Una banda comienza a tocar junto a la puerta del campo: tocaRosamunda, la famosa canción sentimental. Y nos parece tan extraño que nos miramos sonriendo burlonamente [...], puede que todas estas ceremonias no sean más que una payasada colosal al gusto germánico. Pero la banda, al terminar Rosamunda, sigue tocando otras marchas, una tras otra, y he aquí que aparecen los pelotones de nuestros compañeros que vuelven del trabajo. Vienen en columnas de cinco: tienen un modo de andar extraño, inhumano, duro, como fantoches rígidos que sólo tuviesen huesos: pero andan marchando escrupulosamente al ritmo de la música.
Tales excesos «retóricos» desmienten el mito de la eficiencia nazi y su cálculo racional llevado al extremo, también aquella «banalidad del mal» que popularizara Hanna Arendt para describir la muerte desritualizada y realizada con la frialdad del contable. Y es que el campo de concentración incorporaba una voluptuosidad maníaca, una hipérbole semiótica como parte integral de sus funciones. Semprún cuenta como los kapos seleccionaban para el acarreo de materiales «a los deportados de complexión más dispar: a un gordo bajito con un delgado larguirucho, por ejemplo, a un forzudo con un renacuajo, con el fin de provocar, además de la dificultad objetiva de la carga en unas condiciones semejantes, una animosidad prácticamente inevitable entre dos seres de capacidades físicas y resistencias muy distintas», o Levi como tras la liberación de Auschwitz los presos descubrieronalmacenes con centenares de cucharas, las mismas de las que ellos carecían, algo que atribuye a una «deliberada intención de humillar». Hablamos de actos antieconómicos o que incluso obstaculizaban el objetivo técnico, como sucede con la propia «Solución final», que ante la crisis de medios de los últimos meses de guerra comprometía la disponibilidad de ferrocarriles para las operaciones en el frente del Este.(Continuará)
Francisco Carrillo, Testigos del exterminio: cuando escribir es un acto de guerra (I), jot down, 01/11/2014
Referencias:
Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo.Homo Sacer III.
Améry, Jean. At the Mind’s Limits. Contemplations by a Survivor on Auschwitz and its Realities.
Antelme, Robert. La especie humana.
Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalem. Un estudio sobre la banalidad del mal.
Didi-Huberman, Georges. Imágenes pese a todo. Memoria visual del holocausto.
Frankl, Viktor E. El hombre en busca de destino.
Grossman, Vasily. Vida y destino.
Kertész, Imre. Sin destino.
Levi, Primo. Si esto es un hombre.
Levi, Primo. Los hundidos y los salvados.
Michaud, Éric. La estética nazi. Un arte de la eternidad.
Semprún, Jorge. La escritura o la vida.
Traverso, Enzo: La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales.
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