Cal que la política no substitueixi la religió (Rosa Luxemburg).


En el texto que Hannah Arendt dedica a Rosa Luxemburg (‘Rosa Luxemburg 1871-1919’, en Hombres en tiempos de oscuridad), afirma que su historia es la historia del fracaso de la revolución en el siglo XX.

Arendt tenía un fuerte vínculo con el espartaquismo: su madre simpatizaba con esta corriente de la socialdemocracia alemana (SPD) y su segundo marido, Heinrich Blücher, tenía 19 años cuando participó en la revolución alemana de noviembre de 1918, en la que Rosa Luxemburg, redactora jefe del periódico Bandera Roja, órgano de propaganda de los espartaquistas, tuvo un papel fundamental. Hannah Arendt sólo tenía, por tanto, 12 años cuando tuvieron lugar esos  acontecimientos. El final trágico de la revuelta –Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht, líder indiscutido de las masas berlinesas, murieron asesinados “bajo los ojos del SPD”, como dice  Arendt– será el inicio de un protagonismo de la pequeña burguesía nacionalista alemana que culminará con las elecciones de 1933, en las que Hitler obtuvo la mayoría.

He tenido la sensación de que ese hilo rojo que une a Hannah Arendt con Rosa Luxemburg está sugerido en las películas que Margaret Von Trotta les ha dedicado respectivamente, ya que en ambas la actriz protagonista es la misma, Barbara Sukowa. Y en todo caso sí que está presente en la simpatía y entusiasmo que Arendt demuestra por los períodos revolucionarios y por la formación de consejos revolucionarios. Arendt considera que esos momentos de la historia son luminosos, opuestos a los tiempos de oscuridad. Son situaciones en las que los protagonistas son felices, no de una felicidad vinculada a la vida privada y a factores de carácter individual, sino de una “felicidad pública”, así la denomina: dejar de lado las preocupaciones personales, salir de casa y compartir con los compañeros el entusiasmo por cambiar el mundo.

No me interesa determinar si las ideas políticas de Rosa Luxemburg están más o menos cercanas al marxismo. Luxemburg piensa con Marx más allá del marxismo. Lo que significa, en algunas ocasiones, contradecirlo. Su biógrafo, J. P. Nettl, encuentra que en los análisis que la tradición marxista hace de sus escritos hay un fuerte olor a machismo: ¿cómo se atreve una mujer a criticar no sólo a Lenin sino también a Marx?

Afortunadamente se atrevió, lo que nos permite hoy arrojar cierta luz a nuestros propios tiempos de oscuridad.

El tiempo oscuro de los que hemos sido marxistas o comunistas –contra Franco y después de Franco– empezó, como bien analiza Jordi Borja (‘Los comunistas y la democracia’, El viejo Topo, febrero 2011) en el momento en que se hizo dominante la idea de que “democracia” era lo mismo que “parlamentarismo”. Todos habíamos luchado sinceramente por la caída de la dictadura y por la democracia, queríamos la libertad de la que gozaban otros pueblos “más felices” de nuestro entorno. Estábamos muy lejos del bolchevismo, muy entusiasmados por la recién estrenada democracia. Los partidos comunistas que encajaron las críticas al estalinismo no supieron dar una idea que fuera al mismo tiempo nueva y revolucionaria. Y muchos nos deslizamos hacia la democracia representativa como única alternativa.

Este de ahora es un momento excelente para la clarificación, dada la crisis profunda en la que se encuentran los partidos que se llaman de izquierdas, con la consiguiente desorientación en la vida política para todos aquellos descontentos con el actual sistema. En la actualidad, las controversias ya no giran en torno a quiénes son verdaderamente marxistas o comunistas, pero es urgente tener un criterio para saber reconocer, de entre los nuevos líderes y las nuevas formaciones políticas que están surgiendo en nuestro país, quiénes o qué políticas son de izquierdas.

Georg Luckács dice que Rosa Luxemburg siempre tuvo presente que el capitalismo no es un sistema económico eterno. Es una premisa para ser de izquierdas saber que, en efecto, el capitalismo es un modo de producción histórico y, por lo tanto, puede desaparecer. Lo que no significa que sólo haya un modo de acabar con él, como defendieron los bolcheviques. Tampoco se trata de esperar que las leyes de la Historia hagan nuestro propio trabajo: hay que desear que el capitalismo no sea eterno, hay que inventar medidas que puedan lograr superarlo.

La propuesta de Rosa Luxemburg es una tercera vía entre el bolchevismo y la socialdemocracia. Por un lado, Luxemburg critica el carácter de putsch, de asalto al poder, que protagonizaron los bolcheviques, con el consiguiente período de ausencia de libertades, persecuciones e inicio del terror (y eso ya lo vio en 1918). Por otra parte, la política del partido socialdemócrata alemán (SPD), al que ella pertenecía, defendía el crecimiento, cada vez mayor, de la organización: llegaría un momento, según sus dirigentes –August Bebel, Karl Kaustky– en el que la burguesía temería mucho más las medidas legales que los socialistas adoptaran con su mayoría parlamentaria que las medidas ilegales de desobediencia y rebelión en los barrios y en los lugares de trabajo. “Sólo parlamentarismo” parecía ser la consigna de los socialdemócratas. La traición del SPD a sus propios principios internacionalistas, al votar la aprobación de los créditos de guerra en las vísperas de la Primera Guerra Mundial, fue una consecuencia de la identificación del partido con los objetivos nacionalistas del Parlamento alemán. Como dijo Rosa Luxemburg, el socialdemócrata Kautsky, en coherencia con lo que defendía, podría haber propuesto cambiar la consigna del Manifiesto comunista de Marx por esta otra: “¡Proletarios de todos los países uníos en tiempos de paz y degollaos en tiempos de guerra!”.

El primer aspecto de esta tercera vía consiste en la escasa importancia que los espartaquistas atribuían al hecho de organizar un partido. Por supuesto que formaban parte del SPD, como corriente interna, pero eso es una prueba de lo que acabo de afirmar: a pesar de las divergencias con la dirección del partido, sobre todo a partir del inicio de la Primera Guerra Mundial, no quisieron romper con éste y formar uno propio. Tenían dos motivos para permanecer dentro de sus estructuras: se trataba de un partido de masas (más de cuatro millones de afiliados) y los espartaquistas querían estar allí donde estaban las masas; pero además, nunca creyeron que la organización fuera una condición para la revolución política, nunca pensaron que un partido fuera indispensable.

Rosa Luxemburg despreciaba a los profesionales de carrera, había entendido que una burocracia de partido se desarrolla como un grupo social con intereses propios. No es una clase social, pero sí una especie de casta. Y en la medida en que esa burocracia ocupa la cúpula organizativa acaba creyendo que sus intereses propios son exigencias generales de la lucha. Uno de los motivos por los que Luxemburg me es profundamente simpática es porque siempre pensó y puso en práctica que es preferible un error del movimiento que uno del comité central. Su fórmula “mejor una revolución fracasada que una revolución traicionada” condensa todo un modo de proceder que fue el suyo: por ejemplo, no dejó de apoyar las revueltas en la calle en enero de 1919, cuando sin embargo ella pensaba que era el momento de replegarse y de participar en la votación de la asamblea constituyente, y su exposición le valió que la asesinaran.

Arendt dice de Luxemburg que no era una creyente porque no utilizó la política como sustituto de la religión. Pocas personas son tan libres que pueden vivir sin compartir una pertenencia a un grupo ideológico. Los espartaquistas eran pocos y se relacionaban entre ellos como amigos, como iguales, sin que ninguno ejerciera una papel dirigente frente a los demás. Compartían un cierto estilo de vida, un cierto “gusto moral”, dice Arendt. Pero en modo alguno estaban interesados en tener fieles. Luxemburg afirma, contra Lenin, que es la lucha la que forja las conciencias y no la dirección ideológica de un partido, y menos aún la propaganda amparada por la censura a la libertad de prensa. Un partido, dice Luxemburg, puede ponerse a la cabeza de un movimiento, pero tiene que ganarse su autoridad, no ejercer el poder. Por todo esto, Rosa Luxemburg ha sido tildada de espontaneísta y anarquista.

Otro aspecto a destacar de esta tercera vía es el primado de la acción. Luxemburg separa claramente la actitud del que postula la revolución y lanza discursos encendidos, de la actitud del que es un revolucionario. Porque es en la acción donde se constituye el sujeto político de verdad. Eso, claro está, si pensamos que el sujeto político no es tan sólo el votante, si dejamos de identificar el parlamentarismo con la democracia, si comenzamos a comprender que democracia no es sólo democracia representativa. Cuando Jordi Borja (en el artículo citado más arriba) se refiere a la necesidad de la constitución, en nuestro país, de una sociedad cívico-política está apelando a los diversos actores sociales que hoy mismo luchan contra las desigualdades, por la propiedad pública de los servicios o contra las prácticas especulativas. Si este nuevo sujeto político se consolida, no será sólo la base de los votantes de nuestra democracia representativa sino que podría representar la esperanza de una más avanzada democracia política y social.

Por último, y esto quizá es lo más importante, la tercera vía quiere unir revolución y democracia, revolución y libertad. Rosa Luxemburg siempre manifiesta su condena hacia la violencia y la guerra. No piensa como Lenin que la guerra puede ser la partera de la revolución. Denuncia a quienes identifican “revolución” y “sangre”: eso es lo que hacen los gobiernos autoritarios y la policía, los revolucionarios no deben hacerlo. “Revolución” significa cambio en las relaciones sociales, humanas. Las barricadas fueron propias de un cierto tipo de revolución. Otras revoluciones –pensemos en la abolición de la esclavitud o en la lucha por la plena ciudadanía de las mujeres– se han valido de otros medios, lo que no quiere decir que los cambios no puedan tener, desgraciadamente, consecuencias violentas. La revolución no está reñida con las libertades democráticas, todo lo contrario. Así lo entiende Luxemburg: la libertad es siempre la libertad de quien piensa de otro modo.

¿Significa esto que puede haber retrocesos en un proceso revolucionario? Pues sí, a corto plazo, porque si se reconoce legitimidad a quienes se oponen, eso puede significar sin duda que lo ya ganado se pierda. Pero, a largo plazo, esos retrocesos son impensables: ni el esclavismo, ni la minoría de edad de las mujeres pueden volver.

Esta tercera vía fue iniciada por Luxemburg y fracasó. Pero no desapareció como idea, ha tenido otros defensores en el campo del pensamiento. Camus lo dice de manera diáfana: si hubiera que elegir entre justicia y libertad, la libertad es preferible porque permite oponerse a las injusticias; en cambio, una justicia sin libertad de expresión fomenta el consentimiento, lo que es origen de muchas injusticias. Simone Weil se opone con valentía a las ideologías, lucha por la dignidad de los oprimidos, defiende la libertad de pensamiento, no soporta el uso de la fuerza. Arendt saluda con entusiasmo la publicación del libro de Camus L'homme révolté, libro que le valió los más feroces ataques de la intelectualidad comunista francesa de los años 50 del pasado siglo.

La misma Luxemburg sabe que, a pesar del fracaso, “la revolución fue, es y será”. Y estoy empezando a pensar que, después de todo lo que está pasando en nuestro país, aún tendré la suerte de ver brillar la felicidad pública de nuevo.

Inspirándonos en Rosa Luxemburg, la pionera de esta tercera vía, podríamos resumir así la respuesta a la pregunta acerca de qué es ser de izquierdas: no desear la eternidad del capitalismo, no dar prioridad a la pertenencia a un partido, fomentar la acción en la sociedad por los objetivos de una democracia avanzada, rehuir la violencia, aceptar la posibilidad del retroceso, defender siempre las libertades.

Los espartaquistas procedían en su mayoría de familias hebreas. Nettl cree que a eso se debe que no se sintieran polacos, rusos o alemanes sino internacionalistas. Cuando Rosa Luxemburg estaba en las cárceles (y eso fue por lo menos en cuatro ocasiones) desarrollaba su pasión botánica realizando herbarios y plantando pequeños jardines, y su pasión por los animales dando regularmente comida a los pájaros. En una ocasión vio cómo un soldado que conducía una carreta dentro del recinto de la cárcel azotaba, hasta hacerlos sangrar, a los búfalos uncidos. Después el soldado se metió las manos en los bolsillos y se puso a silbar una tonadilla popular. Rosa Luxemburg lloró como si los búfalos lloraran a través de ella y, contándoselo a su amiga Sonia Liebknecht, afirma que había entendido lo que era “la guerra en su estado puro”. Había entendido que en las guerras los humanos muestran lo peor de sí mismos: la necesidad de dominio y de humillación del otro.

Ser de izquierdas es también sentir como Rosa Luxemburg que nuestra casa no es nuestra iglesia, ni nuestro partido, ni nuestra tierra, sino el ancho mundo y un pequeño trocito de jardín.

Maite Larrauri, ¿Qué es ser de izquierdas? Rosa Luxemburg, atreverse a criticar a Marx, fronteraD, 06/11/2014

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