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John Rawls |
Es perfectamente plausible pensar que los sentimientos morales en los que
Rawls confió no podrán ser netamente
racionalistas (entendidos como una simple y exclusiva adhesión a unos
principios abstractos presentados como tales) si lo que se pretende es que
cumplan la función que él les asignó. En su breve y esquemática exposición de
la cuestión,
Rawls no llegó a
reconocer explícitamente (aunque, desde luego, tampoco negó) la posible
necesidad de que otras invocaciones más indirectas a las emociones, ya sea
mediante el uso de los símbolos, las conmemoraciones, la poesía, las
narraciones o la música, desempeñen un papel motivador clave en relación con el
amor a las instituciones justas: la posible necesidad, en definitiva, de unas
invocaciones emocionales que encaucen nuestras mentes hacia los principios
generales y en las que esos principios mismos estén a veces incrustados. De
todos modos, creo que él admitiría sin problemas esa posibilidad y, de hecho,
yo misma trataré de mostrar aquí que ese papel de las emociones que tienen por
objeto detalles particulares es plenamente compatible, en último término, con
la adopción del principio que él tenía en mente. A las personas reales las
mueve a veces el amor por los principios justos presentados simplemente como tales,
en su versión abstracta; pero la mente humana es extravagante y particularista,
y es más fácilmente capaz de concebir una adhesión fuerte si esos principios
elevados son conectados con un conjunto particular de percepciones, recuerdos y
símbolos más hondamente enraizados en la
personalidad y en la sensación que las personas tienen de su propia historia.
Esa manera de fomentar y encauzar las emociones puede descarriarse con
facilidad y propiciar la estabilidad, sí, pero por las razones equivocadas (por
ejemplo, para afirmar la superioridad de una determinada tradición histórica o
lingüística particular). Ahora bien, si se amarran firmemente las fuentes de la
memoria histórica a los ideales políticos, siempre es posible trascender ese
tipo de problemas y los símbolos pueden adquirir un poder motivador que las
crudas abstracciones nunca podrían exhibir. Esto pasaría también incluso en la
sociedad bien ordenada, pues sus ciudadanos serían, a fin de cuentas, seres
humanos, dotados de imaginaciones humanas limitadas. Pero en las sociedades
imperfectas que, aun siéndolo, aspiran a la justicia, la necesidad de relatos y
símbolos particulares se hace más imperiosa si cabe.
Otra manera de explicar esto mismo, a la que recurriré a menudo, es que
todas las grandes emociones son «eudemónicas», lo que quiere decir que evalúan
el mundo desde el punto de vista de la propia persona y, por consiguiente,
desde la perspectiva de la concepción (en evolución) que tiene esa misma
persona de lo que es una vida que vale la pena. Lloramos la pérdida de aquellas
personas que nos importan, no la de las que son unas perfectas extrañas para
nosotros. Tememos los daños a los que nos arriesgamos nosotros y aquellos
individuos que nos importan, pero no los terremotos que puedan acaecer en
Marte. El eudemonismo no es egoísmo: podemos entender que otras personas tienen
un valor intrínseco. Pero las que suscitan hondas emociones en nosotros son
aquellas con las que estamos conectados, por así decirlo, a través de nuestra
imaginación de lo que es una vida valiosa, y que forman lo que de aquí en
adelante llamaré nuestro «círculo de interés» o de preocupación. Así pues, para
que tanto las personas que nos son distantes como los principios abstractos
lleguen a captar nuestras emociones, hay que conseguir que estas sitúen a las
primeras y a los segundos en ese círculo de interés, y crear así la sensación
de que en «nuestra» vida esas personas y esos acontecimientos importan porque
son parte de «nosotros» mismos, de nuestro bienestar y nuestra prosperidad. Y
los símbolos y la poesía son cruciales para que se produzca ese movimiento de
inclusión. (CONTINUARÀ)
Martha C. Nussbaum, Las
emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?,
Paidos, Barna 2014
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