La lògica del consumidor sobirà (Daniel Innerarity).
El Roto |
Las democracias representativas tienen hoy dos enemigos: el mundo
acelerado, la predominancia de los mercados globalizados, por un lado, y la hybris de la ciudadanía, por otro, es
decir, la ambivalencia de una sociedad a la que la política debe obedecer, por
supuesto, pero cuyas exigencias, por estar poco articuladas políticamente, son
con frecuencia contradictorias, incoherentes y disfuncionales. Aunque suene
paradójico, no hay otro sistema que la democracia indirecta y representativa a
la hora de proteger a la democracia frente a la ciudadanía, contra su
inmadurez, incertidumbre e impaciencia.
El contra-poder del “soberano negativo” no está en condiciones de sustituir
al poder constructivo. Puede politizar de manera puntual el espacio público
expresando una indignación y mantenerse al margen de cualquier construcción de
responsabilidad. En el fondo, nuestra democracia sin política ha entronizado al
ciudadano como evaluador independiente que se concibe fuera de toda esfera política,
como consumidor. Las sociedades abiertas han desatado hasta tal punto las
libertades de los consumidores que también la política es considerada desde el
punto de vista del cliente, caprichosa, impaciente, exigente … El ideal de
soberanía popular se ha transformado en “soberanía del consumidor”. Ahora bien,
¡se agota en esta figura toda la potencialidad crítica y de responsabilidad
democrática inscrita en el concepto de ciudadanía?
Cuando nos quejamos de que los mercados condicionan excesivamente a la
política, no deberíamos perder de vista que ese condicionamiento no está
limitado a los mercados financieros globales sino que se verifica también en
las relaciones entre representantes y representados. A todos los niveles, en el
plano global y el doméstico, el poder de los consumidores es mayor que el de
los electores.
Cuando la lógica del consumidor soberano se instaura en la política, esta
tiende a disolverse en la inmediatez del corto plazo. La política es
especialmente vulnerable a ello debido a la permanente contienda electoral y al
peso de la opinión pública, de registro cada vez más breve a causa del peso creciente
de las encuestas y los sondeos, que permiten atender las exigencias del momento
presente. La política se debilita enormemente si no es capaz de introducir
otros criterios que equilibren esa posible tiranía del presente. Si para algo
sirven las instituciones de la democracia representativa es para establecer
procedimientos que garanticen al menos el debate, la consideración de
alternativas y las garantías constitucionales. Una democracia no puede
funcionar bien si no hay instituciones de democracia indirecta que funcionen,
como las autoridades reguladoras, arbitrales o judiciales (que suelen
deteriorarse cuando quedan en manos de los partidos), si se suprimiera
completamente la dimensión de delegación que debe tener todo gobierno
(compatible, por supuesto, con que esa delegación esté limitada en el tiempo y
tenga que dar cuentas), si la opinión pública de cada momento se impone sobre
otras expresiones de la voluntad popular menos instantáneas y más extendidas en
el tiempo …
Probablemente este sea uno de los problemas que están en el origen de que
la política sea tan disfuncional y dé lugar a tantas situaciones irracionales.
La política tiene que librarse del “miedo demoscópico” (Habermas), sin ceder a la arrogancia elitista y tecnocrática. Si no
existiera una cierta distancia frente a los electores los gobiernos no podrían
en ocasiones decir la verdad y la política no conseguiría desvincularse del
poder del instante. O justificamos democráticamente esa “distancia” o no
tendremos argumentos para oponernos al populismo plebiscitario, que cuenta, a
derecha e izquierda, con impecables defensores.
Daniel Innerarity, Democracia
sin política, Claves de razón práctica, nº 236, septiembre/octubre 2014
Comentaris