Moral salvatge.
Un sistema en el que unos pocos tienen mucho y millones de personas se
mueren de hambre pone en peligro la biología humana, y por lo tanto deberían
existir leyes que lo impidieran. En ámbitos jurídicos se habla de leyes
naturales o Derecho natural a la propuesta de que las leyes deberían buscar el
objetivo de que los humanos vivamos lo mejor posible. Para esta corriente, las
acciones son malas por el hecho de no ser naturales, es decir, de entorpecer el
correcto funcionamiento biológico de nuestra especie. Por ejemplo, alguien que
atente contra la vida como lo hace un asesino no puede ser considerado normal,
porque sin ella no existiríamos. Un sistema basado en la cooperación y la
reciprocidad, como el caso de los primates humanos y no humanos, no se sostendría
por demasiado tiempo si no se pusieran obstáculos a conductas que lo destruyen,
como es el caso de las injusticias.
Aunque no todos recibimos lo mismo por nuestra posición en la jerarquía,
dicho sistema obliga a cierto grado de equidad, o de lo contrario los
subordinados morirán de hambre o abandonarán el grupo. Cuando un chimpancé no
obtiene lo que cree que le corresponde, reacciona con una rabieta o con ataques
de mal genio idénticos a los que observamos en los niños. Estos enfados
expresan descontento hacia el sujeto que no ha cumplido con lo que la víctima
esperaba de él. De la misma forma que los humanos, los chimpancés muestran este
tipo de reacciones de enfado cuando ocurre lo inesperado. En unos estudios
realizados en el año 1928 por Otto Tinklepaugh,
éste probó que los macacos tienen expectativas basadas en lo que previamente
han experimentado. Reaccionaban negativamente si recibían una recompensa menos
deseable de la que en un principio pensaban que iban a obtener. En otros
estudios observacionales con chimpancés, los individuos perjudicados
reaccionaron enrabietándose en situaciones sociales en las que lo que esperaban
que ocurriera no sucedió, como por ejemplo recibir apoyo de un compañero. Las
reacciones consistieron en gritos, lloros y en molestar al individuo
responsable del problema.
Otro mecanismo que ayuda a mantener la cooperación es aprender a comparar
los esfuerzos y recompensas propios con los que realizan otros humanos. El
rechazo surge cuando se rompe con las expectativas sobre lo que deberíamos
haber conseguido o hecho. Si alguien hace trampas pone en peligro el sistema y
también a aquellos que no las hacen, por lo que es conveniente sancionarle.
Este mecanismo es importante para la supervivencia del individuo pero también
lo es para el grupo, porque si a largo plazo la cantidad de egoístas
supera en número a los altruistas, el
colectivo corre riesgo de desintegrarse. Por ejemplo, el primatólogo Christophe Boesch ha comprobado cómo
entre los chimpancés que cazan para comer otros monos en el bosque de Täi, en
Costa de Marfil, existen individuos que no participan activamente aunque sí
actúan como si lo hicieran. La manera que tiene el grupo de castigarles cuando
los detecta es darles menos carne que al resto.
En una brillante entrevista a Frans
de Waal, publicada por mi amigo y redactor jefe de Ciencia de El Mundo,
Pablo Jáuregui, el primatólogo holandés confesó que «los chimpancés también van
a la huelga» cuando sienten que se les trata de forma injusta. Estas
conclusiones provienen de un experimento que realizó junto a su discípula Sarah Brosnan, en el que pusieron a
prueba el sentido de la justicia de los monos capuchinos. Primero les enseñaron
a entregar unas fichas de plástico a cambio de trozos de pepino. En el
siguiente paso, y por parejas, se introdujo la condición de injusticia, dando
sólo a uno de los dos la uva, comida que les gusta más que el pepino, a cambio
de la misma ficha. La reacción de la «víctima» cuando vio a un compañero
recibir una recompensa mayor que la que ella percibía por la misma ficha fue
rechazar el pepino y negarse a realizar el intercambio, arrojando el alimento
fuera de la instalación o a la cara del investigador, en una conducta que nos
recuerda a la indignación humana. Es decir, comparan las recompensas y rechazan
algo que habían aceptado previamente. Prefieren fastidiarse a sí mismos y
quedarse sin nada antes que aceptar algo que consideran injusto, una reacción
muy humana.
La calidad de la relación también influye en nuestra reacción ante las
injusticias. Brosnan ha demostrado
que los chimpancés varían sus respuestas de rechazo a la injusticia,
dependiendo de si llevan poco o mucho tiempo siendo parte del grupo en el que
sucede el agravio. Los lazos y el apego que unen al grupo influyen. Estas
variaciones son idénticas a las halladas en humanos, ya que nosotros nos
enfadamos más o menos dependiendo del tipo de relación que mantenemos con la
víctima. Los humanos nos involucramos más cuando perjudican a amigos o
familiares que cuando sucede en otro continente a miles de kilómetros.
Un contexto interesante en el que aparecen estas reacciones en favor de la
equidad es en los conflictos. Algunas especies de primates interfieren en las
peleas en las que un macho dominante se está excediendo. Otras muestras las hallamos
cuando los chimpancés atacan a individuos con los que supuestamente están
aliados y no atienden a la petición de ayuda en una pelea contra terceros, es
decir, desertan como algunos soldados del ejército, una deslealtad considerada
inaceptable para los primates.
Pero lo que entendemos las personas como justicia va más allá del yo
personal. Los humanos también nos indignamos e incluso podemos llegar a
intervenir cuando la violación de las normas afecta a terceros. Una vez más,
debemos acudir a la comparación con otras especies para obtener alguna
evidencia sobre su origen innato o aprendido. Los chimpancés castigan a los
brutos cuando exceden ciertos límites o abusan del poder, aunque no les afecte
directamente. Esta necesidad de equilibrio dentro del grupo puede que surgiera
mucho antes de la aparición de los primates en la tierra, ya que en un estudio
llevado a cabo por el biólogo Bernt
Heinrich, éste detectó que los cuervos, animales muy alejados de nosotros,
también ayudan a que se cumplan ciertas normas. Estas aves no aceptan el robo
cuando la comida ya está en el pico de
un individuo. Si alguno de ellos viola esta norma, cualquier otro cuervo
atacará al «delincuente» y sancionará así la conducta aunque no esté en juego
su propia comida.
Entonces, ¿cuál es la ventaja adaptativa de poseer moral o sentido de la
justicia? El economista y experto en la evolución de la cooperación Ernst Fehr propone como hipótesis que
«los individuos con un sentido de la justicia más desarrollado tienen más
posibilidades de éxito en las interacciones de cooperación con otros porque
buscarán compañeros que sean más justos en el reparto de las recompensas». Si
un individuo es consciente de que está recibiendo menos que un compañero, puede
tratar de encontrar otro con quien colaborar de una forma más equitativa.
Hasta hace poco pensábamos que los valores se adquirían por aprendizaje,
pero comenzamos a encontrar pruebas de lo contrario. Nuevas disciplinas parten
de esta hipótesis, como por ejemplo la biología de la moral, cuyo objetivo es
descubrir cuáles de los valores que consideramos humanos y esencialmente
culturales también existen en otros animales y, por lo tanto, es probable que
provengan del ancestro común de todos nosotros. Esto implica que los valores
esenciales no se transmiten sólo socialmente en el desarrollo de la persona,
sino que en pequeña medida ya forman parte de nosotros al nacer.
La conclusión es que esta «moral arcaica» no es un asunto exclusivamente
cultural ni humano. Por supuesto que la cultura influye en los valores que las
personas persiguen, pero existen predisposiciones universales que también
compartimos con los grandes simios y que por lo tanto son innatas. Todo apunta
a que el sentido de la justicia posee un componente biológico: nacemos con cierta
información sobre lo que está bien o mal, algo que podemos calificar con el
nombre de «protomoral» y que probablemente comenzó a desarrollarse hace
millones de años.
Pablo Herreros Ubalde, Yo mono,
Ediciones Destino, Barna 2014
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