Evolució i cooperació.
Hasta tiempos muy recientes, los expertos no hemos sabido explicar por qué cooperar o ser altruista era beneficioso para los animales humanos y no humanos. La contradicción reside en que cuando un animal presta ayuda a otros supone un coste en energía o alimento, lo cual en principio disminuye sus probabilidades de supervivencia. Además, ayudar siempre conlleva un riesgo de ser explotado por compañeros egoístas.
Por ejemplo, ¿cómo explicar el caso de las hormigas o termitas? Estos
insectos vive en colonias y todos se sacrifican en favor de la reina como si
fueran un solo organismo. El comportamientos de los animales eusociales suponía
«una dificultad especial, la cual de inicio me parece insuperable y puede
resultar fatal para mi teoría al completo», afirmaba Darwin. Años después, las soluciones momentáneas a este dilema
aparecieron de la mano de dos biólogos, William
Hamilton, quien formuló la teoría de la selección por parentesco, y
posteriormente Richard Dawkins, con
su famoso «gen egoísta». Según estas teorías, sólo ayudamos a aquellos con
quienes compartimos genes, lo cual explica muy bien por qué los animales que
son parientes se ayudan tanto. El problema está en que se- guían y siguen sin
explicar por qué los humanos y otros animales ayudamos y asumimos riesgos por
individuos que no son de nuestra familia o ni siquiera conocemos. La
comprensión de las habilidades cooperativas humanas y las que poseen el resto
de los grandes simios nos ayuda a desvelar este fascinante misterio.
Durante una época de mi vida, pasé las vacaciones y fines de semana en un
pueblo cercano a Suances (Cantabria). Allí, de niño, comprendí el valor de la
cooperación con gente con la que no compartes gen alguno. Aunque siempre
tuvimos huerta y gallinas, mi casa era más propia de pijos de ciudad que de
labradores; sin embargo, mis vecinos sí conservaban algunas formas de vida de
un reciente pasado agrícola y ganadero. No vivían exclusivamente del campo,
pero cultivaban maíz, patatas y algo de remolacha. Recuerdo que, cuando llegaba
septiembre, comenzaba la época de recogida de la patata y muchos vecinos
acudíamos a ayudarles durante unos días. Lo mismo hacíamos cuando había que
recoger hierba y hacer pacas con ella para que las vacas tuvieran comida
durante el invierno. No es que yo me deslomara colaborando, pero ayudaba en lo
que podía. Ellos también nos ayudaban con todo lo relativo a nuestra finca.
Entre semana, cuando la casa estaba vacía, se cuidaban de que no hubiera
extraños merodeando, segaban gratis a
dalle —a guadaña— nuestro prau y nos daban tanta carne y verduras
como podían. La dinámica de colaboración entre ambas familias había surgido sin
pacto alguno y era voluntaria.
En la naturaleza, la cooperación fuera de la familia se lleva a cabo de
formas diversas. La más extendida es la defensa ante los depredadores, una
responsabilidad que incrementa las posibilidades de salir con vida de un ataque
de tigre o leopardo. El trabajo en equipo permite optar por la estrategia más
adecuada en ese momento, hacer frente o escapar. Además, «Cuatro ojos ven más
que dos», lo que convierte al grupo en un arma defensiva eficaz. Los monos
capuchinos, por ejemplo, asumen esta responsabilidad avisando al resto del
grupo de la presencia de depredadores con una llamada de alarma. Algo
sorprendente es que usan un sonido diferente para cada ipo de enemigo. De esta
manera, los compañeros saben cuál es la mejor estrategia. Ante un jaguar, lo
más inteligente es subirse a las ramas frágiles en lo alto de los árboles. Por
el contrario, si se trata de una rapaz descender al suelo es la única
salvación. Lo interesante es que en este tipo de colaboraciones, el emisor se
pone en grave peligro porque delata su posición, siendo el primero que llama la
atención del depredador. En experimentos controlados, un mono capuchino tenía
que presionar una palanca para acercar al compañero una bandeja con frutas. Los
roles de trabajador y destinatario se debían intercambiar en las sucesivas
rondas: en cada turno sólo uno de los dos tenía que hacer el esfuerzo para que
el otro consiguiera la recompensa. Los primates captaron rápidamente cómo
funcionaba el mecanismo y se ayudaban por turnos. Además, como las jaulas
estaban comunicadas compartieron las frutas.
Como ocurría con mis vecinos, la obtención de alimentos requiere grandes
dosis de colaboración en todas las sociedades, primates no humanos incluidos.
El fenómeno de la caza cooperativa que practican los chimpancés siempre ha
llamado la atención de la antropología por su similitud con el comportamiento
de las bandas humanas de cazadores y recolectores, no sólo por las estrategias
cooperativas sino también por el reparto de la carne. Los chimpancés cazan en
grupo y luego comparten la carne que obtienen, incluso con individuos que no
han participado en las batidas, especialmente las hembras. Una vez la presa
está muerta, el que sostiene el cadáver se sube a un árbol y los demás
«comensales» esperan su parte sentados a su alrededor, estirando el brazo y
abriendo la mano al igual que hacemos los humanos. Idéntica situación viven las
sociedades de cazadores-recolectores, donde compartir con el resto del grupo es
una obligación.
La cooperación es un fenómeno universal. En todas las latitudes, los
hombres y mujeres se ayudan los unos a los otros para sobrevivir. La
antropóloga Margaret Mead se
interesó por estas conductas prosociales en varias sociedades preindustriales.
Para las comunidades inuit de Groenlandia, por ejemplo, la ayuda mutua en la
construcción de las cabañas de invierno era frecuente. También compartían
comida en épocas de escasez y se cree, que en un pasado remoto, los ancianos se
suicidaban en favor del grupo en periodos de hambruna. La acción conjunta más
importante del año para los inuit era la pesca de ballenas, porque involucraban
a muchas personas. Los hombres del grupo remaban juntos en umiaks (kayaks) y todos sin excepción llevaban como arma un arpón.
Tan pronto la ballena era abatida y apresada, regresaban a tierra firme, donde
compartían la carne con la comunidad. La pesca de tiburones se guiaba por
reglas semejantes. Todo el poblado participaba en la perforación de un agujero,
mujeres y niños incluidos. Con picos y palas, penetraban la dura capa de hielo
ártico hasta crear un gran círculo. Luego lanzaban cebos al agua para que los
tiburones fueran atraídos por el olor. Entonces varios hombres lo alcanzaban
con su arpón y el escualo era alzado a la superficie para ser troceado y
repartido entre todos. En ninguno de los dos casos existían recompensas
especiales para nadie. Todos los inuit tenían el mismo derecho a su acceso y
consumo. Por eso, como dice un proverbio africano, «las huellas de los que
caminan juntos nunca se borran».
¿Qué factores facilitan que las personas estemos dispuestas a colaborar?
Tras varios años estudiando esta habilidad de chimpancés y bonobos, se ha
llegado a la conclusión de que la tolerancia y la confianza son fundamentales
para que trabajemos en equipo. En un experimento realizado por la primatóloga Alicia Mellis, se colocaba comida en un
cajón con asas fuera de la jaula de los chimpancés. Luego se pasaba una cuerda
por las dos asas, como cuando pones cordones nuevos a los zapatos, y cada
extremo se dejaba dentro de las jaulas. Los sujetos de estudio debían
coordinarse por parejas para tirar cada uno del extremo de la cuerda. Si lo hacían
por separado, el resultado era que se quedaban con la cuerda en la mano y, una
vez suelta ésta del cajón, ya no había posibilidad de cooperación ni tampoco
recompensa. En los experimentos, muchos chimpancés se negaban a trabajar en
equipo en presencia de compañeros dominantes que probablemente les quitarían la
comida. Cuando se ponían dos pilas de comida por separado sobre el cajón y no
había posibilidad de que uno solo la monopolizara, entonces sí se coordinaban y
realizaban la tarea con éxito. En una versión similar del experimento del
cajón, Mellis dejaba entrar solo a
uno de los chimpancés, mientras que el otro permanecía en una jaula adyacente
encerrado. El truco estaba en que el primer chimpancé tenía la opción de
liberar al compañero para cooperar juntos. Los sujetos de estudio siempre
abrían la compuerta a sus compañeros. Pero si la bandeja no contenía comida o
podían alcanzarla por sí solos, los dejaban encerrados, lo que evidencia que
entienden el valor de la ayuda que prestan otros pero que en ese momento
estaban siendo racionales. Para comprobar hasta qué punto la tolerancia
determina la cooperación, Brian Hare
repitió estas pruebas con bonobos, primates mucho más sociables que los
chimpancés. Esta especie sí cooperaba en todas las condiciones y no les
importaba si necesitaban o no a un congénere. Preferían abrir y compartir. La
conclusión de los resultados con estas dos especies es de gran interés por ser
extensible a humanos, y demuestra que cuando no hay confianza la cooperación se
obstaculiza.
Pablo Herreros Ubalde, Yo mono,
Ediciones Destino, Barna 2014
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