Ningú no pot obligar a un altre a ser feliç.


 

Al hilo de los panfletos y declaraciones de los líderes del nuevo movimiento social en curso ha comparecido de nuevo en nuestra escena pública la felicidad del pueblo (ahora se dice de la “gente”) como un objetivo no sólo legítimo, sino incluso ilusionante, para la acción de gobierno. “Venimos a restaurar la felicidad de los ciudadanos”, han dicho.

Se trata de un viejo conocido de la teoría y de la retórica políticas, que aparecía ya en las Constituciones clásicas: “El fin de la sociedad es la felicidad común”, decía la francesa de 1793, la jacobina. “El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación”, decía la nuestra de Cádiz. Sí, un viejo y amable conocido pero, al tiempo, un peligroso conocido, puesto que su sola mención plantea temblores al temperamento liberal. Ya en su conferencia de 1819 en el Ateneo Real, un Benjamin Constant con ganas de distinguir y matizar lo que sucede en su derredor proclama en voz alta que “los depositarios de la autoridad siempre están dispuestos a ahorrarnos a los ciudadanos toda clase de trabajos, excepto el de obedecer y pagar; ellos nos dicen: “¿Cuál es el objeto de vuestros trabajos y el término de vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad? Pues dejadnos a nosotros ese cuidado, que nosotros os la daremos”. Pero no, no dejemos que obren así, pidámosles que se contengan en sus límites, que son los de ser justos: nosotros nos encargaremos de hacernos dichosos a nosotros mismos”.

La advertencia, que poco después sería renovada y sistematizada por J. Stuart Mill en On Liberty, era pertinente. Una cosa es que el Gobierno deba perseguir la generación de las condiciones mínimas necesarias para que las personas puedan ser felices (casi nadie puede ser feliz en la miseria), otra muy distinta que pueda legítimamente asumir el papel de hacer directamente felices a esas personas. Por la sencilla razón de que la felicidad (sea o no alcanzable en realidad) es un estado que no sólo contiene elementos cuantitativos o de bienestar físico, sino que implica otros cualitativos y morales atinentes a lo que es una “vida buena”. Y nadie, ni siquiera el Gobierno, es quién para imponer o regalar a nadie su propio proyecto de vida buena, o para formar uno de índole colectiva e intentar plasmarlo en el colectivo social pasando por encima de los proyectos personales. Cada uno define y persigue su propia felicidad, en eso consiste precisamente la autonomía de la persona, su libertad.

Jefferson lo vio claro cuando redactó la Declaración de Independencia en 1776, y por ello se cuidó mucho de limitar su proclama del derecho por sí mismo evidente que Dios nos había dado al de “pursuit of happiness” [búsqueda de la felicidad], y no al de “pursuing and obtaining happiness” [búsqueda y conquista de la felicidad] de la de Virginia en que se inspiró. Para él, que bebía en Locke, “the pursuit of happiness is the foundation of liberty” [la búsqueda de la felicidad es el fundamento de la libertad]. Definir y buscar cada uno su vida buena en los términos morales, virtuosos o religiosos que prefiera es su derecho, su derecho precisamente a ser libre.

El liberalismo naciente ponía así fin a una tradición aristotélico-tomista de 20 siglos, en la cual los Gobiernos podían y debían identificar la felicidad de sus súbditos e imponérsela, precisamente porque la sociedad y no el individuo era el sujeto holista de la política. A partir de estas fechas, el mayor despotismo que puede hacerse al ser humano es el de definir e imponerle desde un Gobierno omnisciente y paternal su propio bien, su propia felicidad, dirá Kant: “Nadie me puede obligar a ser feliz a su modo, sino que es lícito a cada cual buscar su felicidad por el camino que mejor le parezca”.

Desde entonces, la misión del Gobierno será la de construir las precondiciones de la autonomía moral de cada uno, es decir, la justicia. Nunca el de construir él mismo el contenido empírico de esa autonomía y decidir, incluso con la más benéfica de las intenciones, cuál es la felicidad de sus súbditos, cuál es su vida buena. En ese error y en ese crimen cayeron los totalitarismos de derechas e izquierdas, las políticas moralistas de la virtud obligatoria, los paternalismos tradicionalistas de todo tipo, y siguen cayendo los Gobiernos “perfeccionistas” que buscan hoy en día mejorar a sus ciudadanos implantándoles unas identidades moralmente superiores que les mejoran como ciudadanos (comunitarismos y nacionalismos de toda laya).

Por eso conviene que esta súbita reaparición de “la felicidad de la gente” como objetivo político, una resurrección que sin duda engarza muy bien con los de la virtud ciudadana y el aristotelismo (el hombre es ante todo un ser ciudadano), y que además resulta lírica y motivadora, sea contenida dentro de los precavidos límites que el mejor liberalismo siempre le impuso: “Ustedes, gobernantes (o aspirantes a ello), dedíquense a ser justos, de ser felices nos encargaremos nosotros mismos”. Para evitar desaguisados, no por otra razón.


José María Ruiz Soroa, ¡Cuidado con la felicidad!, El País, 15/10/2014

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